sábado, 1 de mayo de 2021

La trigésimosexta de las cien breves novelas río de Manganelli

El arquitecto al que se había confiado unánimemente la tarea de construir la nueva iglesia no es creyente. Es tolerante hacia la comunidad eclesiástica, hacia el clero; menos hacia los fieles; en cualquier caso, no es un perseguidor. Sin embargo, está absolutamente convencido de que Dios no existe, y, por consiguiente, que los sacerdotes ejecutan ceremonias desprovistas de sentido objetivo, cuya única función es la de distraer tanto a ellos como a los fieles de la conciencia de la inexistencia de Dios. El arquitecto sabe que las palabras «espíritu, alma, pecado, redención, virtud» carecen de todo significado, y, no obstante, no puede negar que entiende su sentido, al menos en la medida que le permite hablar con los clientes de la nueva iglesia. Es un buen arquitecto, sobrio e imaginativo: ha construido escuelas definidas como «llenas de luz», hospitales «serenos y acogedores», un delicado asilo de ancianos, estaciones ferroviarias funcionales; un barrio entero, que es el orgullo de la ciudad que se lo ha confiado. Ahora, por vez primera, tiene que construir un edificio que él considera totalmente inútil, incluso engañoso en la misma medida en que sea una buena obra. El arquitecto tiene una correcta conciencia profesional. En último término, construir una iglesia significa únicamente construir un edificio con un destino concreto, especificado por sus clientes. Ahora bien, sus clientes cultivan unas convicciones que él no sólo considera insensatas, sino inmorales; si le confiaran la construcción de un patíbulo, ¿aceptaría sin vacilar? Pero ¿una iglesia es un patíbulo? En cierto sentido, sí; es un lugar proyectado como estación de paso hacia la nada. Los clientes quieren eso de él: que les adorne el lugar de paso. En esto no sería diferente de los propios sacerdotes, que adornan esa nada y la ocultan tras los velos de su fantasía ceremonial. ¿Así que le sugieren que se haga sacerdote? Podría ser un sacerdote de la nada, un adornador que no oculta, no esconde, no elude. ¿Esa iglesia es un lugar falso, o un lugar engañoso pero verdadero? ¿Existe otro itinerario para entrar en la nada? «Adorna la nada, construye la nada, danos una nada eterna», les obliga a decir a los sacerdotes. Toca con la mano la hierba desguarnecida del terreno desierto, la hierba a extirpar para dar lugar a su edificio, y piensa, a un tiempo, en el altar, en los sacerdotes, en la hierba, en la nada.
 
A Giorgio Manganelli (1922-1990) se le tilda de inclasificable, pero en la literatura italiana del XX hay unos cuantos inclasificables (me viene a la cabeza Gadda, por ejemplo); en el fondo, cuando se dice inclasificable tan solo se constata que el escritor se separa de la <i>mainstream</i>, que escribe lo que y como le da la gana. Normalmente –y es el caso– los inclasificables hacen "literatura experimental". juegan con el lenguaje, con los conceptos. Son –me parece a mí– como exploradores de tierras incógnitas de difícil tránsito –malezas intrincadas, arenas movedizas, pendientes pedregosas–; quizá por eso no pueden sino avanzar breves trechos, a modo de excursiones efímeras. Leo estos cortos textos, intensos y concentrados cada uno de ellos, y descubro ideas, imágenes, formas pero –he de confesarlo– no llegan a sacudirme, a emocionarme, a apropiarse de mi atención o mi memoria. Algo me recuerda a Italo Calvino –de hecho, fue amigo y mentor suyo–, pero a éste sí lo tengo en el altar. Es el primer libro que leo de Manganelli –muy respetado pero muy poco leído– y aún no le he acabado. Me gusta, sí, pero ... Este capítulo que he transcrito –el número 36– me ha llamado especialmente la atención, sin duda por obvias razones de mi formación académica. Me ha recordado a Le Corbusier: quizá pensara algo emparentado cuando en 1950 el cura dominico Marie-Alain Couturier, que además era pintor, grabador y vidriero, le encargó que construyera una iglesia sobre una colina vecina al pueblo de Ronchamp. 

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