Pies (II)
Fueron sueños pedios; en todos, sus pies eran los únicos protagonistas y en todos se trataba de alguna metamorfosis. La primera noche, por ejemplo, veía sus pies, sólo hasta poco más arriba de los tobillos, descalzos sobre un infinito suelo de mármol blanco y frío. De pronto, muy despacio, los pies iban perdiendo volumen y ampliando superficie, como si la materia de la que estaban hechos se fuera derritiendo y extendiendo, hasta convertirse en una especie de suela plana que, pese a ser de mucho mayor tamaño que la huella original, mantenía idénticas proporciones. Durante todo el proceso, que duraba un rato largo, ella veía siempre el mismo plano, como si presenciara una película filmada con una cámara fija. Luego, cuando ya los pies eran aletas casi bidimensionales, en su mente se hacía un fundido en negro y pasaba un tiempo sin imágenes, hasta que volvía a empezar la misma secuencia, pero ahora desde otro ángulo, también con la cámara fija. Al despertarse, tuvo la sensación de haber soñado el extraño sueño más de una docena de veces; como si la noche entera la hubiese pasado alternando visionados oníricos con letargos ciegos y sordos. Claro que, se dijo, nadie puede medir la duración de los sueños; lo que ahora me parece tan largo habrá ocurrido probablemente en los breves instantes antes de abrir los ojos.
Esa mañana, sin embargo, cuando todavía no había soñado más sueños que el descrito, sucedió la primera de las catástrofes, suficientemente drástica para no dejar dudas de la gravedad irreversible de lo que se avecinaba. Desde que ella tenía memoria, al levantarse de la cama siempre, absolutamente siempre, había apoyado primero el pie derecho en el suelo. Esa tonta superstición se había convertido en una especie de rito íntimo de aseguramiento metafísico, como si la continuidad de su ser y de las circunstancias que lo acotaban y definían (del mundo en su conjunto) dependiera de que ella, cada mañana, apoyara primero el pie derecho y sólo entonces bajara el izquierdo. La rutina la tenía tan interiorizada que, independientemente de por cual lado de la cama hubiera de levantarse, sin la más mínima atención, siempre descolgaba antes el pie derecho; así día tras día, con la misma constancia con la que el sol amanece. Inténtese imaginar entonces, si se es capaz, la violencia de la sacudida que le supuso ver atónita que, mientras ella movía lánguidamente la pierna derecha hacia afuera, su pie izquierdo se lanzaba vertiginosamente tras ella y alcanzaba el parquet antes que su par.
El mudo se le detuvo, terror mudo, parálisis del pensamiento. Sentada sobre la cama, los codos en las rodillas, las dos manos juntas tapándose la boca (¿para evitar que se le escapara el alma?), la mirada angustiada fija en los dos pies, ambos ahora sobre el suelo, paralelos, como si nada pasara. En la composición del aire siente que está la ironía victoriosa de sus pies, el anuncio irrevocable de un desastre que, aunque no sepa en qué consiste, sabe que será definitivo. En esa posición, quieta, transcurrió mucho tiempo. Poco a poco, los calambres de la espalda despertaron al cerebro que empezó a titubear pensamientos, torpes criaturas intentando recuperar la agilidad desenvuelta de los días pasados. Cuando logró reconocerse en su pensar, el pánico a mover los pies, esos enemigos terribles, todavía la inmovilizaba. Hubo de armarse con una estrategia de acercamiento, verificada con tanteos progresivos y muy lentos. Ligeras torsiones del tronco, breves movimientos de tijera con las piernas, evitando que las vibraciones llegasen hasta los pies, tensar y aflojar los cuadriceps ... Por fin, tras inspirar profundamente, apoyando las manos sobre la cama, se alzó muy despacio sin desplazar los pies un milímetro, sintiendo como a medida que su cuerpo se acercaba a la vertical el peso iba transmitiéndose hacia las plantas. Por un instante, notó el amago del aguijón plantar pero el dolor no llegó a concretarse. Me están dando una tregua, pensó ella, y animada por esa idea, pese al miedo, se atrevió a iniciar el primer paso. Y, en efecto, no pasó nada extraño, aunque quizá lo extraño empezaba a ser justamente eso.
Durante los siguientes días vivió la que luego ella misma denominaría etapa de negociación. Sentía que cada uno de los muchísimos actos que conformaban su vida cotidiana era objeto de ponderación entre ella (pero, ¿quién o qué era ella?) y sus pies y requería de un consenso para confirmar su continuidad futura. Sin poderse explicar los métodos de medida, intuía que los acuerdos que se iban pactando resultaban de precisos ajustes, traducidos en concesiones alternas de una y otra parte. El punto en que cada día habría de cruzarse la calle, seguramente por su simbolismo iniciático, fue reclamado como decisión de los pies; ella obtuvo, a cambio, garantías de inmovilidad mientras estuviera sentada a su mesa de trabajo con compañeros de la oficina presentes. Y así, a medida que se sucedían los actos cotidianos se iba completando un contrato de coexistencia que merecía, en grado sumo, ser calificado de prolijo en cualquiera de las tres acepciones que el diccionario atribuye a este adjetivo. De todas formas, se trataba de un proceso gradual, como si tras sus primeras demostraciones de fuerza, los pies no quisieran precipitar los acontecimientos, permitiendo que ella, poco a poco, fuera acostumbrándose. Y lo cierto es que así ocurría, debido principalmente a que ella, afectada seguramente por el brutal impacto de la primera mañana, procuraba no pensar demasiado en lo que pasaba, aprendía a distraer su atención dejando que los actos se sucedieran con la mínima exigencia posible de consciencia. En el fondo, era su miedo quien cada vez más la iba aletargando en la indiferencia.
Y mientras así iban pasando los días, cada noche se repetía varias veces un único sueño, una metamorfosis de los pies vista desde diversos ángulos, pero siempre en encuadres fijos. Sucesivamente, soñó que sus pies se convertían en copas de árboles invertidas infinitamente ramificadas, en aceradas cuchillas que remolineaban plateadas como las de Eduardo Manostijeras, en sendos manojos de cables agusanados en trepidantes vibraciones, en esferas compactas de densidad gomosa que rodaban, botaban y hasta palpitaban como globos que se hinchan y deshinchan espasmódicamente, en fluidos viscosos que adoptaban formas indefinibles de un azul muy oscuro con múltiples iridiscencias inquietantes, y en algunas otras cosas para las que ella no encontró palabras con que describirlas. Todas las mañanas, al despertarse, se sentaba en la cama y con los ojos cerrados rememoraba el sueño reciente buscando que la sustancia de esas imágenes delirantes, una especie de gas tóxico, la impregnara por dentro hasta llegar a las células más recónditas. Ella sabía que así cumplía algún designio que no alcanzaba a entender, que así contribuía a su derrota final. Pero era ese el único modo de evitar el sufrimiento: que cada mañana un poco más, los sueños narcotizaran sus emociones. Ese ritual acababa cuando se sorprendía en la cocina, sacando la cafetera, sin recordar cómo se había levantado ni, desde luego, cuál pie había sido el primero en tocar el suelo.
Esa mañana, sin embargo, cuando todavía no había soñado más sueños que el descrito, sucedió la primera de las catástrofes, suficientemente drástica para no dejar dudas de la gravedad irreversible de lo que se avecinaba. Desde que ella tenía memoria, al levantarse de la cama siempre, absolutamente siempre, había apoyado primero el pie derecho en el suelo. Esa tonta superstición se había convertido en una especie de rito íntimo de aseguramiento metafísico, como si la continuidad de su ser y de las circunstancias que lo acotaban y definían (del mundo en su conjunto) dependiera de que ella, cada mañana, apoyara primero el pie derecho y sólo entonces bajara el izquierdo. La rutina la tenía tan interiorizada que, independientemente de por cual lado de la cama hubiera de levantarse, sin la más mínima atención, siempre descolgaba antes el pie derecho; así día tras día, con la misma constancia con la que el sol amanece. Inténtese imaginar entonces, si se es capaz, la violencia de la sacudida que le supuso ver atónita que, mientras ella movía lánguidamente la pierna derecha hacia afuera, su pie izquierdo se lanzaba vertiginosamente tras ella y alcanzaba el parquet antes que su par.
El mudo se le detuvo, terror mudo, parálisis del pensamiento. Sentada sobre la cama, los codos en las rodillas, las dos manos juntas tapándose la boca (¿para evitar que se le escapara el alma?), la mirada angustiada fija en los dos pies, ambos ahora sobre el suelo, paralelos, como si nada pasara. En la composición del aire siente que está la ironía victoriosa de sus pies, el anuncio irrevocable de un desastre que, aunque no sepa en qué consiste, sabe que será definitivo. En esa posición, quieta, transcurrió mucho tiempo. Poco a poco, los calambres de la espalda despertaron al cerebro que empezó a titubear pensamientos, torpes criaturas intentando recuperar la agilidad desenvuelta de los días pasados. Cuando logró reconocerse en su pensar, el pánico a mover los pies, esos enemigos terribles, todavía la inmovilizaba. Hubo de armarse con una estrategia de acercamiento, verificada con tanteos progresivos y muy lentos. Ligeras torsiones del tronco, breves movimientos de tijera con las piernas, evitando que las vibraciones llegasen hasta los pies, tensar y aflojar los cuadriceps ... Por fin, tras inspirar profundamente, apoyando las manos sobre la cama, se alzó muy despacio sin desplazar los pies un milímetro, sintiendo como a medida que su cuerpo se acercaba a la vertical el peso iba transmitiéndose hacia las plantas. Por un instante, notó el amago del aguijón plantar pero el dolor no llegó a concretarse. Me están dando una tregua, pensó ella, y animada por esa idea, pese al miedo, se atrevió a iniciar el primer paso. Y, en efecto, no pasó nada extraño, aunque quizá lo extraño empezaba a ser justamente eso.
Durante los siguientes días vivió la que luego ella misma denominaría etapa de negociación. Sentía que cada uno de los muchísimos actos que conformaban su vida cotidiana era objeto de ponderación entre ella (pero, ¿quién o qué era ella?) y sus pies y requería de un consenso para confirmar su continuidad futura. Sin poderse explicar los métodos de medida, intuía que los acuerdos que se iban pactando resultaban de precisos ajustes, traducidos en concesiones alternas de una y otra parte. El punto en que cada día habría de cruzarse la calle, seguramente por su simbolismo iniciático, fue reclamado como decisión de los pies; ella obtuvo, a cambio, garantías de inmovilidad mientras estuviera sentada a su mesa de trabajo con compañeros de la oficina presentes. Y así, a medida que se sucedían los actos cotidianos se iba completando un contrato de coexistencia que merecía, en grado sumo, ser calificado de prolijo en cualquiera de las tres acepciones que el diccionario atribuye a este adjetivo. De todas formas, se trataba de un proceso gradual, como si tras sus primeras demostraciones de fuerza, los pies no quisieran precipitar los acontecimientos, permitiendo que ella, poco a poco, fuera acostumbrándose. Y lo cierto es que así ocurría, debido principalmente a que ella, afectada seguramente por el brutal impacto de la primera mañana, procuraba no pensar demasiado en lo que pasaba, aprendía a distraer su atención dejando que los actos se sucedieran con la mínima exigencia posible de consciencia. En el fondo, era su miedo quien cada vez más la iba aletargando en la indiferencia.
Y mientras así iban pasando los días, cada noche se repetía varias veces un único sueño, una metamorfosis de los pies vista desde diversos ángulos, pero siempre en encuadres fijos. Sucesivamente, soñó que sus pies se convertían en copas de árboles invertidas infinitamente ramificadas, en aceradas cuchillas que remolineaban plateadas como las de Eduardo Manostijeras, en sendos manojos de cables agusanados en trepidantes vibraciones, en esferas compactas de densidad gomosa que rodaban, botaban y hasta palpitaban como globos que se hinchan y deshinchan espasmódicamente, en fluidos viscosos que adoptaban formas indefinibles de un azul muy oscuro con múltiples iridiscencias inquietantes, y en algunas otras cosas para las que ella no encontró palabras con que describirlas. Todas las mañanas, al despertarse, se sentaba en la cama y con los ojos cerrados rememoraba el sueño reciente buscando que la sustancia de esas imágenes delirantes, una especie de gas tóxico, la impregnara por dentro hasta llegar a las células más recónditas. Ella sabía que así cumplía algún designio que no alcanzaba a entender, que así contribuía a su derrota final. Pero era ese el único modo de evitar el sufrimiento: que cada mañana un poco más, los sueños narcotizaran sus emociones. Ese ritual acababa cuando se sorprendía en la cocina, sacando la cafetera, sin recordar cómo se había levantado ni, desde luego, cuál pie había sido el primero en tocar el suelo.
Foot of Pride. Bob Dylan (The Bootleg Series_ Rare And Unreleased, 1961-1991)
CATEGORÍA: Ficciones
Me he leído las dos partes de un tirón... a partir de ahora miraré mis pies con sospecha no sea que les dé por actuar por su cuenta...
ResponderEliminarBesos
un abrazo de lector...con pies
ResponderEliminarTiene que ser horroroso vivir en ese estado de angustia y miedo con ella misma que la llevan a esa dejadez e indiferencia.
ResponderEliminarMe ha gustado tu relato.
Piesos,
recordando el comentario de Vanbrugh en la primera parte de este cuento, yo me inclino por una personal mezcla de Coratazar y Millás. En cualquier caso, esta tía tienen los píes de barro.
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