sábado, 25 de diciembre de 2010

Saint Germain des Pres (1)

París, años sesenta, primavera avanzada. Catherine, una joven estudiante americana, cumple su sueño de estudiar Bellas Artes en la capital francesa. Una tarde, sentada en la terraza del Café de Flore del bulevar de Saint Germain, el atractivo chico moreno de la mesa de al lado le ofrece fuego. Una hora después se levantan juntos; él le ha propuesto dar un paseo en su coche, un flamante Bentley gris, por las atestadas y ruidosas calles del barrio. Se va haciendo de noche, una noche suave y cálida. Catherine se siente feliz, cierra los ojos y apoya su cabeza en los hombros de Jean, se abandona al destino. Sus padres le habían advertido que París no es lugar para jovencitas, pero sus padres están demasiado lejos y ya es demasiado tarde. Ahora sólo hay deseo.

Pasan la noche juntos en el coqueto apartamento del chico. Las diez de la mañana. Él se desembaraza suavemente del abrazo de ella y se levanta del colchón cubierto con una manta de cuadros rojos, azules, grises y blancos. Desde el baño, en la planta inferior, hace una llamada por teléfono; pregunta que cuándo llega el avión de México y le contestan que a las doce y cuarto. Sube de nuevo al dormitorio y se queda un rato observando pensativo a la muchacha rubia que sigue durmiendo. He de deshacerme de ella, se dice mientras recoge su ropa, una pena porque es muy linda. Pero apenas me queda tiempo: tengo que estar en Orly a mediodía, una hora para llegar, tiempo para dejar limpio el apartamento, llevarla a su casa …

En la cocina prepara una taza de café soluble y la pone en una bandeja con dos tostadas con mantequilla. Despierta, le dice, te he traído el desayuno; corre, tómatelo no se te vaya a enfriar. Ella quiere que él se meta en la cama de nuevo y se molesta cuando se niega. Venga, te espero abajo, date prisa que tenemos que irnos. Pero la chica no está apurada, se levanta envuelta en una bata naranja y remolonea por la habitación. Descorre las cortinas amarillas de unas grandes puertas que abren a un balcón y, con una sonrisa de felicidad, se sienta en una tumbona mirando los tejados de Saint Germain, oyendo la algarabía de la vecindad.

El muchacho está nervioso: se está relajando demasiado; no me va a dar tiempo. Le lleva la bandeja al balcón y ella, el sol acariciándole el rostro, lo mira amorosamente: serías un maravilloso marido americano, le dice. Come, contesta él, pasándole una tostada. En América, dice ella, tengo una amiga que pierde el apetito cada vez que se enamora; yo nunca me he enamorado, y deja la tostada sobre una mesa. El chico la recoge y vuelve a ofrecérsela, pero ella ni le hace caso; en cambio exclama: esta vista es extraordinaria; tienes un precioso apartamento. El muchacho musita una protesta y se da la vuelta con la bandeja; ella, caprichosa, lo detiene para por fin coger la tostada. Luego entra y se dedica, pausadamente, a pasear por la sala descorriendo todas las cortinas y mordisqueando la tostada hasta que, con un gesto de desagrado, la arroja a la calle. Mientras el chico murmura: maldita sea, pareciera como si quisiera quedarse.

— ¿Todavía no estás lista? Catherine, por favor, tenemos que irnos.
— Déjame las llaves; te espero aquí.
— No, no puede ser.
— Pero … tú volverás luego …
— Sí, dentro de tres semanas.
— ¡¿Qué?! — La chica se endereza súbitamente en el sillón.
— Tengo que ir a México. Salgo en una hora.
— ¿¿Cómo?! ¡Y ahora me lo cuentas!— Da un golpe en el sillón y se levanta indignada.
— No podía decirte vente a casa conmigo que mañana salgo de viaje — se excusa el chico mientras se ata los zapatos y ella camina furiosa recogiendo su ropa. — Si lo hubiera hecho, no habrías venido conmigo.
— Claro que no — Y sigue bajando a toda marcha la escalera hasta meterse en el baño y cerrar la puerta. El chico se apoya contra la puerta, da dos golpes:
— Catherine, respóndeme … ¿Estás enfadada? — Ante el silencio de ella continua —Voy a estar con mi padre; anoche te conté que trabaja en la embajada en México. Venga no te enfades. Tres semanas no son tanto tiempo.
— ¿Por qué no me lo dijiste? —Se queja ella desde dentro del baño, mientras frente al espejo se está ajustando el vestido.
— Porque no habrías venido …
— Crees que soy una golfa …
— No seas tonta. Hasta ayer no te conocía. — Entonces se abre la puerta y ella sale apartándolo de un empujón para a toda prisa volver a subir las escaleras y él de nuevo persiguiéndola.
— Catherine, por favor, sé razonable, Me gustas mucho, lo sabes. Espera un momento, tengo que recoger la cama.
— Sí — dice ella mientras se calza — Así podrás deshacerla con la próxima.
— Esta noche dormiré en el avión.
— Vale, entonces voy a acompañarte al aeropuerto — le grita ella desafiante.
— No, odio las despedidas.
— Y vas sin equipaje … — Están de nuevo bajando la escalera para salir; ella vestida, él poniéndose la corbata.
— Ya está todo en el aeropuerto.
— Desde luego, es de lo más natural — Ironiza ella, mientras abre la puerta. Una vez en la calle, mientras ella camina con la mirada baja, él la mira y trata de consolarla:
— Pero Catherine, lo hemos pasado bien esta noche. Dame tu dirección.
— Adios —dice ella. Y se separa cruzando la calle, mientras él con un gesto de resignación se dirige hacia el Bentley gris aparcado ahí mismo, controla el reloj de pulsera y, echando una última mirada hacia la chica que se aleja, abre la portezuela del coche, se mete y se va.


Nota: Este relato es un plagio, con mis palabras, de ... ¿de qué? Dejémoslo de momento sin contestar, a modo de acertijo navideño.

1 comentario:

  1. Bueno, ya veo que has vuelto de tu escapada. En los comentarios del blog de Lansky he dejado un enlace a un cuento de Heirich Böll, No sólo en Navidad, que leo cada año en estos días. Lo almacené en una cuenta de un servidor, pero he comprobado que no funciona ya. De todas formas si puedes conseguírtelo te lo recomiendo. Aún mejor es el cuento que abre el libro y que le da título: Los silencios del Doctor Murke.

    Un deseo de bienestar para todo el año, amigo.

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