Carlos tenía treinta años. Llegaba a Augsburgo en el año que había alcanzado, definitiva e incontestablemente, la primacía del poder y la gloria. Desde noviembre hasta marzo había residido en Bolonia, donde Clemente VII, un Medici traicionero, lo había coronado tras firmar obligado la paz. Luego había empleado casi tres meses en recorrer los seiscientos kilómetros y pico desde la Emilia hasta la capital suaba, siguiendo casi siempre el trazado de la vieja Vía Claudia Augusta que cruzaba los Alpes por el Paso del Brennero, en los territorios originarios de la casa Habsburgo. Iría muy orgulloso el emperador, muy sobrado de sí mismo, convencido de estar llamado a ser el
artifex pacis, enviado por Dios para salvar al mundo de tantos males y unificar a la cristiandad. Se presentaba así Carlos como el mediador entre las dos facciones, el árbitro supremo a quienes todos respetaban, incluso los más suspicaces entre los luteranos, confundidos ante su soberbia discreción, su enigmático hermetismo (se decía que más hablaba Lutero en un día que el emperador en un año). Pero desde luego no era el Habsburgo neutral; sus fuertes convicciones hacia la defensa de la Iglesia le obligaban a no admitir a los protestantes ninguna concesión en materia de fe –y hay que decir que por fe se entendía casi todo, hasta cuestiones que hoy consideraríamos nimias, como la disputa sobre la comunión bajo una o dos especies– y sólo estar dispuesto a atender las reclamaciones luteranas sobre los abusos de las prácticas eclesiásticas. No es de extrañar pues que pronto los disidentes vieran frustradas sus expectativas y abandonaran sus posiciones moderadas. Fue Felipe de Hesse, príncipe elector de Sajonia, el primero en dejar Augsburgo, en clara manifestación de una rebeldía conveniente a sus propósitos políticos. No mucho después, tras la votación del 12 de septiembre a favor de una enérgica acción contra los protestantes, fueron todos ellos los que abandonaron la Dieta. De ahí hasta su final (en noviembre de 1530), permaneciendo sólo los católicos ortodoxos y leales al emperador, pudieron adoptarse varias resoluciones prácticas, pero el conflicto religioso quedaba abierto en toda su gravedad. Es de suponer que tan hondo quebranto en su más preciado deseo pesaría fuertemente en el ánimo del César.
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Fernando I Habsburgo en 1531 |
Durante su viaje hacia Augsburgo, Carlos hace un alto de cinco días en Innsbruck (del 1 al 5 de junio de 1530), la capital tirolesa. Allí, desde Viena, fueron a su encuentro sus dos hermanos menores, Fernando (1503-1564) y María (1505-1558). Fernando –que a diferencia de Carlos había sido educado en Castilla y era el nieto favorito del rey Católico– había sido alejado de la península con solo quince años por su hermano mayor, para que no supusiera un obstáculo en las aspiraciones de éste a los tronos peninsulares. A la muerte de Maximiliano I, Carlos le concedió el título de archiduque de Austria (1520) y un año después sumó a la herencia austriaca de los Habsburgo las posesiones del Tirol, la Alta Alsacia y el ducado de Wurtemberg. Por entonces, Fernando casó con Ana de Bohemia y Hungría, hermana de Luís II, de modo que tras la muerte de su cuñado (que lo era doblemente, ya que María de Habsburgo se había casado con él) pasó a ocupar –tras superar no pocas resistencias– el trono de ambos reinos. No obstante, cuando los tres hermanos se reúnen en Innsbruck, no estaba aún clara la situación de Fernando en Hungría como tampoco cuál había de ser el destino de María. De ahí que en ese tiempo que permanecieron juntos dedicaran muchos ratos a organizar, desde los vínculos familiares, la estrategia imperial sobre el complejo mosaico de Europa. María, pocos meses después, sería nombrada por el emperador gobernadora de los Países Bajos (a la muerte de su tía Margarita de Austria). Con Fernando, salvadas ya hacía tiempo las tempranas reticencias dinásticas, Carlos cimentaría una estrecha colaboración política: ayudándole a consolidar el dominio sobre la parte oriental de Europa (amenazada sin tregua por el Turco) y delegando en él muchas veces su representación en los enojosos asuntos imperiales. La lealtad de Fernando sería premiada por su hermano proponiéndolo como
Rey de Romanos (que era el título previo al de emperador), dignidad para la que fue elegido al año siguiente. Veinte años después, Carlos, prematuramente anciano y con presentimientos de muerte, trataría de que su hijo Felipe fuera su sucesor en el Imperio. No lo logró: Felipe les parecía demasiado español a los electores alemanes.
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Ana de Hungría en 1525 |
Pero volvamos al encuentro de los tres hermanos en 1530, cuando aún eran jóvenes (30, 27 y 25 años) y bien avenidos. Con Fernando venía el que era por entonces pintor de su corte, Jacob Seisenegger, quien acompaña a la comitiva imperial hasta Augsburgo. Poco sabemos de este Seisenegger, quien desde luego no figura entre los grandes de la historia de la pintura. Por aquellas fechas andaba mediado la veintena. Provenía de Brno, en Moravia, pero parece que desde muy pequeño lo llevaron a Viena. El primer dato documental que consta de este hombre es precisamente en la Dieta Imperial de Augsburgo. Se me ocurre que, dada su juventud y el hecho de que desconozcamos obras suyas anteriores, el rey Fernando lo estaría "probando", a ver que tal le resultaba. De hecho, por una nota de honorarios que posteriormente le pasó al monarca, sabemos que éste le había encargado retratar a sus cuatro hijos (Isabel de 4 añitos, Maximiliano de 3, Ana de 2 y Fernando de 1). Habrá que suponer que Fernando I iba acompañado de toda la familia porque el pintor le recuerda que "en la mencionada Dieta, su majestad real me había ordenado de retratar a sus cuatro reales hijos ... y como se debían hacer inmediatamente, contraté a otros maestros y oficiales". Por cierto, el rey Fernando tuvo quince hijos con su mujer Ana de Hungría, ahí es nada. Cuando se casaron, en 1521, ella contaba con 18 años y durante los primeros cinco años no parió; pero a partir de ahí, en los veintiún años que le quedaban de vida trajo toda esa prole (y algún aborto tendría), naciendo la última, Juana, a sus cuarenta y dos años y, probablemente, provocándole la muerte tres días después a causa de fiebres puerperales.
Pues bien, durante algún tiempo en el segundo semestre de 1530, Jacob Seisenegger estuvo en Augsburgo en calidad de pintor del rey de Austria y Hungría. Ya fuera porque Fernando no tenía a mano a otro o porque le estaba gustando lo que hacía su súbdito moravo, el caso es que aprovechando que estaban en reunión familiar le encarga un retrato ni más ni menos que del hermanísimo. Así que el joven pintor hace un retrato de Carlos V que Fernando le regala. El resultado debió gustar a sus egregios clientes porque, ya acabada la Dieta, Fernando le pidió al pintor que hiciera para él una réplica del retrato del emperador; y cumplió el encargo Seisenegger en Regensburg (probablemente en el viaje de regreso), como él mismo dejó constancia en una de esas notas que eran habituales entre artistas y mecenas: "Mas en Ratisbona he retratado otra vez a la imperial majestad por orden de su real majestad, en la misma medida y tamaño como lo hice en Augusta, y además sobre su majestad una tela dorada tejida con bellas flores; y pido por él 50 guldos". Parece que el retrato original, óleo sobre lienzo de 205 x 127,5 cm, fue llevado a España y Felipe II lo colocó en la Librería Alta del Monasterio de El Escorial, aunque en la actualidad se encuentra en el Palacio de la Almudaina de Palma de Mallorca (es el que acompaña este párrafo, de muy calidad pero es que no he encontrado una imagen mejor).
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Jakob Fugger, por Durero (1519) |
En este primer retrato (y su duplicado posterior), representa Seisenegger al emperador de pie, sosteniendo un puñal derecho en la mano derecha mientras apoya la izquierda en la espada, viste sayo negro con hilos dorados, un suntuoso gorjal al cuello, capotillo blanco de piel de lobo a los hombros y birrete de terciopleo negro sobre la cara alargada por su desmesurado prognatismo. Aunque el pintor no termina de disimular adecuadamente el defecto mandibular (lo representa con la boca abierta) y la caída de los párpados confiere al rostro un cierto abobamiento, no hay duda de que el cuadro logra transmitir una imagen majestuosa muy acorde con la idea de dignidad imperial que Carlos llevaba cultivando desde inicios de década de los veinte (y a cuyo efecto había renunciado a la moda flamenca de la melenita y además se había dejado barba). Mucho tiene que ver en esto que digo de la majestuosidad que el retrato fuera de cuerpo entero, algo que por entonces no era frecuente ni entre flamencos ni entre italianos, las dos escuelas pictóricas más avanzadas de la época. En realidad, no se trataba de ninguna novedad ya que los retratos de cuerpo entero fueron habituales durante la Edad Media como modelos del caballero cristiano; sin embargo, con la aparición de los clientes burgueses, que preferían ser representados de medio cuerpo, las figuras completas fueron cayendo en el olvido a partir del siglo XV. Su resurgir –según leo en un artículo de María Kusche– ocurre justamente por esos años iniciales del XVI en las ciudades alemanas y especialmente en Augsburgo (hogar, recordemos, de los poderosos banqueros Fugger y Welser), ya que parece que fueron estos ricos burgueses quienes quisieron legitimar su fortuna representándose al estilo antiguo. Así pues, es bastante posible que Seisenegger optara por el retrato de cuerpo completo después de ver algunos otros en la ciudad de la Dieta y, desde luego, acertó.
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Carlos V en 1531 (Barthel Beham) |
Acertó tanto que pronto tendría imitadores, aparte de repetirse a sí mismo al año siguiente (pero a ello ya me referí en otro post). Así, Barthel Beham –artista por entonces de mucho mayor renombre– hace un grabado en 1531 muy similar al de Seisenegger (que se diferenciaba en que el emperador llevaba un "sobretodo" forrado de una rica tela tejida de flores) y un cuadro muy similar (aunque de menor tamaño) se encuentra en el castillo de Burghausen. Pero lo importante de esta obra es su carácter de antecesora de lo que ha dado en llamar la construcción de la imagen imperial de Carlos V, un modelo retratístico que prevalecería posteriormente, una vez pasado y mejorado por el filtro de la escuela italiana. Por más que la técnica de este moravo distara mucho de la de los grandes nombres de su época, este primer cuadro del emperador fue sin duda su gran golpe de fortuna, el que probablemente le afianzaría en el favor de la familia imperial. Pero, este relato no es más que el primer antecedente de historia que me propongo contar. Aún he de añadir algunas noticias más sobre Seisenegger.
Indispensable leer este post antes que los anteriores, para eso es el 1.Muy interesante. Ahora si repitiera el viaje Bolonia-Augsburgo lo vería todo con otros ojos.
ResponderEliminarPoco a poco los leeré todos.
Enhorabuena por tu post, escribes muy bien y la lectura se hace muy amena.
Saludos,
Yo he estado tanto en Bolonia como en Augsburgo, dos veces en cada una de esas ciudades, pero en viajes distintos. Veo que tú hiciste el mismo recorrido que el emperador, ciertamente interesante.
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