Antecedentes: la conquista señorial
La primera etapa de la conquista de Canarias, entre 1402 y 1418, fue protagonizada por el normando Jean de Bethencourt, en calidad de vasallo del rey Enrique III de Castilla. Se dice (no está del todo confirmado) que en octubre de 1405, regresando a Canarias desde Harfleur (en su feudo normando), un recio temporal forzó a Bethencourt a atracar junto al cabo de Bojador. Una vez allí, para aprovechar el desvío obligado se internó unas diez leguas y pasó ocho días razziando los aduares moros y consiguiendo un fabuloso botín: muchos hombres, mujeres y niños, y más de 3.000 camellos, de los cuales sacrificaron los que no pudieron embarcar. Si este incidente fue real se convertiría en la primera cabalgada desde Canarias en Berbería. La etapa betancuriana supuso la conquista de Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera (aunque en esta última no llegó a consolidarse la ocupación europea). En 1406, dejando a su pariente Maciot de Bethencourt a cargo del gobierno, el normando deja el archipiélago. Este Maciot, según nos cuenta Berthelot, “siguiendo primeramente los consejos que su tío le dio al partir, se afana por la prosperidad del país, y hace amar su gobierno; cuida de la construcción de las iglesias de San Marcial de Rubicón y de Santa María de Betancuria, y se hace armar caballero para dar mayor lustre al carácter de que está revestido”. Sin embargo, parece que tras la muerte del primer obispo de San Marcial de Rubicón, Alberto de las Casas y “privado de los consejos de este sabio prelado”, Maciot se torna despótico y, entre otros abusos, se dedica a enviar razzias a las islas de Gran Canaria y Tenerife para apresar y esclavizar a sus naturales que luego vendía en la Península.
Hay que aclarar a quienes no estén familiarizados con la historia de Canarias que la conquista de Canarias, en su inicio, se acometió bajo el régimen señorial; es decir, era una empresa de privados que se sometían como vasallos a un monarca cristiano (al rey de Castilla, en este caso), quien les concedía los derechos de conquista y diversos beneficios. Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera fueron conquistadas así y el régimen señorial se mantuvo hasta la extinción del Antiguo Régimen; Gran Canarias, la Palma y Tenerife, en cambio, fueron islas realengas, en las que la conquista fue acometida por la propia corona. Pero, ¿por qué para conquistar Canarias había que pedir permiso a un rey? En el contexto jurídico medieval existía el concepto de “tierra nueva”, que vendría a ser un territorio habitado por paganos o infieles que se pretendía incorporar a la Cristiandad. En la Baja Edad Media, las grandes monarquías occidentales, pese a la pervivencia del feudalismo, se habían asentado jurídicamente como las organizaciones políticas estables en que se dividía la cristiandad: el rey lo era por designio divino, de ahí la importancia del Papa en los equilibrios de poder entre naciones. De modo que se asumía que cualquier nuevo territorio que se conquistase habría de incorporarse a alguna nación cristiana (para esas fechas, podríamos decir también católica). En principio, bastaría con que un Estado reclamase (argumentando cualesquiera derechos históricos, más o menos sólidos) una tierra nueva para que, ocupándola, pasara a estar bajo su soberanía. Naturalmente, dicha reivindicación de soberanía podía ser discutida por otro monarca (situación recurrente entre Portugal y Castilla hasta muy avanzado el XV), y entonces había que pedir al Pontífice que arbitrara (pero tampoco su laudo era necesariamente respetado). De hecho, tanto el reino de Portugal como el de Castilla (y el de Aragón) habían ido consolidando las respectivas monarquías en paralelo con el desarrollo del background jurídico relativo a la incorporación de tierras nuevas a los crecientes Estados. La dilatada conquista de Canarias para Castilla (casi un siglo) fue una consecuencia casi epigonal del marco jurídico-político de las Reconquistas.
Como ya he contado en otro post, Canarias se “redescubrió” a principios del XIV (Lancelotto Malocello) y durante todo ese siglo fue objeto de múltiples viajes hasta el punto de que nada menos que Petrarca y en fecha tan temprana como 1337, refiriéndose a Las Afortunadas escribiera «de las que tanto por experiencia como por lo que los viajeros cuentan, no tenemos menos información que de Italia y Francia». Ahora bien, hasta mediados de esa centuria, estos viajes eran efímeros (de comercio o saqueo) sin que plantearan las islas como tierra nueva que habría de incorporarse a la Cristiandad. La primera iniciativa en ese sentido –también lo he contado en el post citado– corrió a cargo de Luis de la Cerda, bisnieto de Alfonso X de Castilla aunque súbdito del rey francés. Y este de la Cerda, que estaba de embajador de Francia en Aviñón, consigue que Clemente VI lo nombre en 1344 príncipe soberano de esas Islas Afortunadas. No parece que hasta entonces a nadie le importara el estatus político del archipiélago pero al enterarse de esta bula papal tanto Castilla como Portugal protestaron: desde luego, era contrario a los usos crear una nueva nación cristiana de la nada; además, las dos monarquías reivindicaron que las Canarias caen dentro de sus respectivas áreas de conquista (se ve que no consideraban que ésta se limitaba a la Península). A partir de ahí y hasta el Tratado de Alcaçovas de 1479 que resolvería definitivamente el conflicto, Portugal y Castilla (recordemos que, pese a haber sido navegantes mallorquines y catalanes los precursores en las expediciones a Canarias, para el siglo XIV la corona aragonesa había renunciado a cualquier aventura atlántica) no cesaron de pelear –eso sí, sin que la sangre llegara al río– por la soberanía del archipiélago, tanto mediante acciones diplomáticas frente al Papado como con acciones concretas (varias tentativas de Enrique el Navegante para ocupar Gran Canaria).
Viera y Clavijo (Historia de Canarias) nos dice que “es de creer que Juan de Bethencourt emprendió la reducción de las Islas Canarias sin otro derecho que el de primer ocupante y el que le daba su genio osado sobre un país que los monarcas españoles, ocupados a la sazón en otros negocios, miraban con indiferencia”. No parece acertada esta suposición del más ilustre de los ilustrados canarios. De entrada, es sabido que la empresa de Bethencourt y La Salle contaba con el visto bueno del rey francés, del cual ambos caballeros eran feudatarios; no parece verosímil que al monarca galo, sólido aliado del de Castilla al que necesitaba como apoyo contra los ingleses (Guerra de los Cien Años) se le hubiera ocurrido arrogarse el dominio sobre las Canarias para concederle derechos de conquista al normando sino que es mucho más probable que le dijera que fuera a solicitárselos a Enrique III. De otra parte, uno de los que más apoyó a Bethencourt fue su primo Robin de Braquemont, quien, como embajador de Francia y además cuñado del almirante de Castilla Diego Hurtado de Mendoza, fue uno de los muñidores de la alianza naval franco-castellana. Braquemont fue sin duda clave en sumar apoyos financieros castellanos a la aventura del normando, entre ellos los del comendador de Calatrava, del arcediano de la Reina y de Juan de Las Casas (y reténgase este nombre porque pertenece a uno de los dos linajes –el otro es el de los Peraza– que finalmente obtendrá el señorío sobre la Islas). Por último, parece que el padre de Bethencourt había prestado ayuda militar a Juan I de Castilla (anterior rey) en sus guerras contra Portugal y el duque de Lancaster. En resumen, que si en su primer viaje de ida (salida en mayo de 1402 de La Rochelle y escalas previas en La Coruña y Cádiz hasta llegar a principios de julio a Lanzarote) Bethencourt no se acerca a rendir homenaje al rey castellano, tuvo que tener presente que había muchos motivos para hacerlo lo antes posible.
Lo cierto es que no ha pasado medio año en Canarias cuando Bethencourt se embarca hacia la Península. Con su compañero Gadifer de La Salle acuerda que viaja para conseguir apoyo económico, batimentos y hombres, necesarios para resolver los problemas con que se enfrentan (la belicosidad de los nativos de Fuerteventura y el amotinamientos de sus propios hombres). Pero está claro que el normando, además (o sin perjuicio de ello), pretende obtener el favor del rey castellano y constituir, a su nombre, el feudo de Canarias. Consigue en efecto audiencia ante Enrique III y, siempre según Viera, le exhorta como sigue: Señor, yo vengo a implorar el socorro de V. A. y suplicarle rendidamente me haga merced de la conquista de unas islas llamadas de Canaria, a cuya empresa he dado principio y en cuyos países me esperan por instantes los compañeros de mi nación a quienes he dejado allanando el terreno, señaladamente mi amigo Gadifer de la Salle, que ha querido correr mi misma fortuna. Yo conozco, dilectísimo señor, que V. A. es rey y dueño de todas las tierras comarcanas y el príncipe cristiano que está más próximo a aquellas islas infieles, por cuya razón he acudido a solicitar esta gracia, esperando que V. A. llevará a bien le rinda homenaje por ellas». El normando le cae en gracia al rey, quien le contesta: «Vuestro reconocimiento a los derechos de mi corona es igual a la buena disposición de vuestro ánimo, y debo estimar mucho que no os hayáis olvidado de ocurrir a rendirme el homenaje por unas islas que, a lo que yo creo, están más de 200 leguas lejos de aquí y de las cuales apenas he oído hablar a mis vasallos».
Hay historiadores que opinan que al exponer al Monarca que la conquista ya había sido iniciada, lo que hábilmente hizo Bethencourt fue enfeudarse a la corona ofreciéndole un territorio que no es aún de ésta. Esta modalidad jurídica se distingue de la otra en la que el dominio previo es del Rey quien lo dona en feudo, y que habría sido probablemente la de aplicación si el normando se hubiese presentado ante Enrique III antes de haber tomado posesión “con el derecho de primer ocupante”, como dice Viera. Como es lógico, la preferencia por este tipo de enfeudamiento obedece a que era mucho más ventajosa para el futuro Señor. Tras las buenas palabras de ambos y la ceremonia solemne de fidelidad y vasallaje, el rey mandó publicar una pragmática para que nadie se atreviese a merodear por las Islas sin el consentimiento del conquistador, le otorgó importantes privilegios (por ejemplo, el derecho a tomar el quinto de todas las mercaderías que pasasen por los puertos) y le soltó una buena pasta (20.000 maravedíes de principios del XV que habían de valer bastante más que lo que estimé para siglo y medio después en este post). Obtenidas estas mercedes para él solo, no poco contento hubo de regresar Jean de Bethencourt a Lanzarote, causando grave disgusto y cabreo a su socio Gadifer de La Salle quien, con toda la razón del mundo, se sintió burlado. No era nada tonto el normando (tampoco muy leal).
Fascinante y bien contada historia. Falta por relatar como alemanes e ingleses, por la vía del tursmo se enfeudaron las Canarias.
ResponderEliminarHombre, entendiendo "enfeudamiento" como lo que era, difícilmente puede decirse que alemanes e ingleses se hayan enfeudado de Canarias. Más bien, siguiendo la analogía que propone Vanbrugh, diría que turistas y alemanes son los bienes aprovechables de los actuales señores feudales del archipiélago (muchos de los cuales, por cierto, son ingleses o alemanes, aunque el dinero no tiene patrias).
EliminarMal mirado (o bien), la cosa no es muy distinta de las actuales concesiones de aprovechamiento del dominio público. Solo que entonces el procedimiento de adjudicación y el de declaración de dominio público (o su equivalente de la época, vaya) se hacían al tiempo y de una sola vez, y el Pliego de Condiciones lo redactaba a su medida el propio adjudicatario, y la Administración (el príncipe) se limitaba a darle el visto bueno y ponerle la firma al pie. (Como se ve, nada ha cambiado demasiado). La diferencia fundamental es que ahora no dejan ver tan a las claras la esencia del asunto. Simplemente, tienen peor conciencia. Aquellos pirateaban abiertamente, sin el menor problema de imagen.
ResponderEliminarNo está mal la analogía, aunque un pelín exagerada. Quizá otra diferencia con la actualidad es que a partir de la Baja Edad Media, el "dominio público" (en realidad dominio del rey) alcanzaba hasta a lo que desconocían poseer. Claro está que la opinión de los que estaban en ese "dominio público" no debía coincidir con la de los concesionarios.
EliminarNo tiene sentido hablar de dominio público en el feudalismo
EliminarEvidentemente que no tiene sentido. Mi alusión a las actuales concesiones de aprovechamiento sobre el dominio público es una broma, una analogía, una comparación de brocha gorda. Ni yo al hacerla ni Miroslav al comentarla estamos pretendiendo que en el siglo XV hubiera nada ni de lejos equiparable al dominio público. Me limito a señalar que los mecanismos por los que entonces los reyes consideraban que tenían jurisdicción sobre las "tierras nuevas", y que podían encomendar su conquista y gobierno a quien quisieran, no son esencialmente muy distintos de los que actualmente operan para que la administración pública otorgue concesiones de aprovechamiento del dominio público. Precisamente para criticar que la actual Administración trate al actual dominio público, en muchas ocasiones, con el mismo desparpajo y arbitrariedad con que los reyes medievales administraban sus posesiones. Creía que era evidente y, la verdad, tener que explicar mi analogía le hace perder la poca gracia que pudiera tener.
EliminarSiento hacerte perder la gracia, tengo entendido que es lo peor que le puede pasar a un cristiano...
EliminarEstoy bastante de acuerdo con Vanbrugh, y de hecho creo que le gustará esta entrada de Mostrenco:
ResponderEliminarhttps://empollonintegrista.wordpress.com/2013/07/21/espana-no-es-un-pais-capitalista/
Como el propio Mostrenco dice en el post que enlazas, los señores feudales arriesgaban capitales, bienes e incluso sus vidas para obtener sus privilegios. El capitalismo español, en efecto, es bastante peor que el feudalismo (al menos en los aspectos económicos).
EliminarEl feudalismo no permitía el comercio ni, hasta más tarde, las profesiones libres ni artesanos independientes
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