Tomás Nicolás interruptus
Toca hablar ya de las hermanas Moreno, María y Catalina, las dos últimas declarantes y sin duda las que más encono mostraron hacia nuestro petimetre inglés. Muy poco he logrado averiguar sobre ellas, omitiendo por el momento lo que de estas mujeres cuenta el propio Thomas, obviamente denigrándolas. Por Cioranescu me entero de que María era viuda de García de Puerta Carriazo, arcabucero que se había enrolado en la desgraciada expedición de rescate a Berbería que organizó en 1555 Francisco del Hoyo Solórzano, y allí falleció. En cuanto a Catalina, su marido era un tal Arquileo Pavón que también estuvo en Berbería, pero no muerto sino prisionero de los moros, de quienes lo rescataría el Licenciado Melchor Mansilla. Pues bien, llegados a este punto del relato me entran ganas de tomarme dos licencias que graciosa y magnánimamente me concedo. La primera echarle con descaro imaginación al relato a fin de completar las demasiadas lagunas de las noticias documentadas. Por ejemplo, si apenas nada se sabe de las dos hermanas Moreno (que a mí, además, me parecen muy sugerentes), procederé a inventármelas, con el único límite de que mis ficciones no contradigan los hechos ciertos de la historia. Lo mismo vale para los maridos, en especial para el que quedó vivo y que volvió a Tenerife, aunque –ya lo veremos más adelante– no queda del todo claro si ya había sido rescatado en los días de los sucesos que se van narrando o si, habiendo regresado, estaba en el domicilio conyugal con Catalina. Ahora bien, advertida de antemano mi intención, digo también que el lector no tendrá dificultad en distinguir lo que es ficción de lo que es historia, y quien tenga alguna duda pues que pregunte.
Y la segunda licencia no es otra que volver a caer en mi vicio más pertinaz que quienes suelen pasar por aquí de sobra conocen e incluso algunos (V_ _ _ _ _ _h) suelen afearme –con toda justicia y no sin discreción– de cuando en cuando. Me refiero, claro, a interrumpir el relato para irme por una de las múltiples ramas que se me abren cada vez que ando leyendo sobre un tema, con el desesperante resultado para el lector de que la rama principal queda interrumpida sin que encuentre ocasión para volver a ella (yo mismo suelo olvidarme de que deje otra trama en suspenso y alguna vez ocurre que han de recordármelo, como recientemente ha hecho Capolanda a propósito de la historia que titule “Funerales”). La cosa es que debo admitir que eso de “irse por las ramas” me es actividad tentadora y, en el fondo, me parece metáfora ajustada del mismo devenir vital de cualquiera de nosotros, salvo quizá de esas personas que se imponen con espartana disciplina planes de vida y no se desvían de sus objetivos (en los tiempos que corren no creo que haya muchos de esa especie; desde luego, no es mi caso). Quiero decir que vamos viviendo acontecimientos que rara vez muestran una continuidad duradera, que suelen quebrarse y divergir hacia rumbos inesperados, aunque sigamos siempre en el marco de la cotidianeidad –no hacen falta aventuras extraordinarias–, pero cotidianeidades cambiantes y aparentemente aleatorias. De otra parte, eso de interrumpir relatos para enlazarlos con otros que divergen del primero, tiene no pocos antecedentes literarios. Cito nada más la excelente Si una noche de invierno, un viajero de Italo Calvino.
¿Y cuál es la rama por la que voy a transitar interrumpiendo las desventuras de nuestro amigo inglés? Pues la de las correrías canarias hacia la vecina costa africana durante esas primeras décadas de la colonización. Viene a cuento, desde luego, porque los dos cónyuges de las pérfidas Moreno sisters participaron en ellas. Pero la verdadera justificación no es esa, sino que es un asunto del que sabía muy poco y sobre el cual, gracias a la historia de Nichols, me he puesto a leer recientemente (y, por cierto, topándome con otro texto muy pertinente de Cioranescu). Y como ya es sabido que empleo este blog para escribir en él las cosas que en cada momento me van interesando, pues forzoso era que dedicara alguna –más bien algunas– entradas al que por aquellos tiempos era el “deporte de aventura” más de moda en Canarias, que además de disparar los niveles de adrenalina, podía generar pingües beneficios a los participantes (aunque también perjuicios muy graves, pero ¿dónde estaría la emoción si no hubiese riesgos?)
Estas incursiones violentas de los colonos canarios en las vecinas costas africanas (y viceversa, no se vaya a ignorar) fue práctica importada de la península, donde se había ejercido durante siglos en el marco de la llamada Reconquista. En el fondo, no es más que una de las constantes siempre presentes en sociedades enfrentadas y fronterizas, a ambos lados de un línea, nunca infranqueable (por mucho que Trump se empeñe). De hecho, en la España bajomedieval se había venido conformando todo un mundo vinculado a esas actividades de entradas y salidas rápidas en los dominios enemigos, en el que encontramos personajes casi legendarios cuyos nombres hace mucho que los hemos perdido: helches o tornadizos, alfaqueques, frontaleros, homicianos, almogávares o adalides, lenguas o trujamanes, enanciados … En los tiempos del reino nazarí, toda esta fauna pululaba a ambos lados de la frontera castellano-granadina, “puesto que su fin principal era combatir, aunque también fueron útiles para acciones caballerescas y otras lides políticas y diplomáticas, sin olvidarnos de la más frecuente, las cabalgadas o algaras que eran entradas de jinetes e infantes –entonces llamados peones– en territorio enemigo para saquear, destrozar cosechas y apresar hombres y ganado” (La Cuestión de las cabalgadas canarias a Berbería, Jesús F. Salafranca Ortega). Pero la diversión se acabó en 1492: desapareció la frontera en la Península Ibérica y con ella esos modos de vida que a no pocos varones atraía sobremanera. Ahora bien, se habían conquistados unas islas en el Atlántico, lo suficientemente cerca de tierra de moros para renovar –con las necesarias variantes– el viejo deporte, de forma que los caballeros cristianos (andaluces, sobre todo) pudieran saciar sus ansias de aventura y gloria y, de paso, dar curso a una actividad económica muy lucrativa.
Antes de ofrecer una breve crónica de estas incursiones, describamos y acotemos el ámbito geográfico de las mismas. Para ello, recordemos que, al menos desde principios del siglo XIV, la monarquía castellana sostenía una vaga política africanista orientada a incorporar al reino –una vez completada la reconquista peninsular, obviamente– las tierras que forman la esquina noroccidental de África, poco más o menos el territorio del actual Marruecos (sin el Sahara). Los reyes castellanos hacían valer sus derechos jurídicos porque la que había sido la provincia romana de la Mauritania Tingitana pasó a formar parte en las etapas finales de Roma de la Bética. De hecho, bajo esta inconsistente argumentación histórica (como lo son casi todas que pretenden extraer del pasado presuntos derechos), a medida que se iba cristianizando Andalucía, los pescadores –sobre todo los del litoral atlántico– comenzaron a faenar por esta aguas considerándolas como propias, como “españolas”. A mediados del siglo XV –ya conquistada parte del archipiélago canario–, Juan II concede al duque de Medina-Sidonia (de cuyas tierras, como ya he comentado, provendrá un importante contingente de los primeros pobladores de las islas) el dominio del tramo de costa que va “desde el Cabo de Aguer hasta la tierra y el Cabo de Bojador, con dos ríos en su término, el uno llaman la Mar Pequeña, donde hay muchas pesquerías e se puede conquistar la tierra adentro”. Si nos fijamos en la ubicación de este espacio geográfico, que habría de ser el ámbito preferente de las incursiones de los aventureros canarios, comprobaremos que queda al Sur de la antigua provincia romana. O sea, que la argumentación histórica no es válida, pero ¿a quién le importan esas nimiedades?
Estas incursiones violentas de los colonos canarios en las vecinas costas africanas (y viceversa, no se vaya a ignorar) fue práctica importada de la península, donde se había ejercido durante siglos en el marco de la llamada Reconquista. En el fondo, no es más que una de las constantes siempre presentes en sociedades enfrentadas y fronterizas, a ambos lados de un línea, nunca infranqueable (por mucho que Trump se empeñe). De hecho, en la España bajomedieval se había venido conformando todo un mundo vinculado a esas actividades de entradas y salidas rápidas en los dominios enemigos, en el que encontramos personajes casi legendarios cuyos nombres hace mucho que los hemos perdido: helches o tornadizos, alfaqueques, frontaleros, homicianos, almogávares o adalides, lenguas o trujamanes, enanciados … En los tiempos del reino nazarí, toda esta fauna pululaba a ambos lados de la frontera castellano-granadina, “puesto que su fin principal era combatir, aunque también fueron útiles para acciones caballerescas y otras lides políticas y diplomáticas, sin olvidarnos de la más frecuente, las cabalgadas o algaras que eran entradas de jinetes e infantes –entonces llamados peones– en territorio enemigo para saquear, destrozar cosechas y apresar hombres y ganado” (La Cuestión de las cabalgadas canarias a Berbería, Jesús F. Salafranca Ortega). Pero la diversión se acabó en 1492: desapareció la frontera en la Península Ibérica y con ella esos modos de vida que a no pocos varones atraía sobremanera. Ahora bien, se habían conquistados unas islas en el Atlántico, lo suficientemente cerca de tierra de moros para renovar –con las necesarias variantes– el viejo deporte, de forma que los caballeros cristianos (andaluces, sobre todo) pudieran saciar sus ansias de aventura y gloria y, de paso, dar curso a una actividad económica muy lucrativa.
Antes de ofrecer una breve crónica de estas incursiones, describamos y acotemos el ámbito geográfico de las mismas. Para ello, recordemos que, al menos desde principios del siglo XIV, la monarquía castellana sostenía una vaga política africanista orientada a incorporar al reino –una vez completada la reconquista peninsular, obviamente– las tierras que forman la esquina noroccidental de África, poco más o menos el territorio del actual Marruecos (sin el Sahara). Los reyes castellanos hacían valer sus derechos jurídicos porque la que había sido la provincia romana de la Mauritania Tingitana pasó a formar parte en las etapas finales de Roma de la Bética. De hecho, bajo esta inconsistente argumentación histórica (como lo son casi todas que pretenden extraer del pasado presuntos derechos), a medida que se iba cristianizando Andalucía, los pescadores –sobre todo los del litoral atlántico– comenzaron a faenar por esta aguas considerándolas como propias, como “españolas”. A mediados del siglo XV –ya conquistada parte del archipiélago canario–, Juan II concede al duque de Medina-Sidonia (de cuyas tierras, como ya he comentado, provendrá un importante contingente de los primeros pobladores de las islas) el dominio del tramo de costa que va “desde el Cabo de Aguer hasta la tierra y el Cabo de Bojador, con dos ríos en su término, el uno llaman la Mar Pequeña, donde hay muchas pesquerías e se puede conquistar la tierra adentro”. Si nos fijamos en la ubicación de este espacio geográfico, que habría de ser el ámbito preferente de las incursiones de los aventureros canarios, comprobaremos que queda al Sur de la antigua provincia romana. O sea, que la argumentación histórica no es válida, pero ¿a quién le importan esas nimiedades?
Me parece que has escrito un guión de más en V------h. Aparte, veamos qué se te ha ocurrido, ¡desventuras en la Berbería!
ResponderEliminarCreo haberlo ya corregido.
EliminarPresumiendo que la V, los guiones y la h final aludan a mí, tengo que precisar que lo que en ocasiones te he... no tanto "afeado" (por mucha justicia y discreción que me atribuyas al cumplirla -gracias-, "afear" es una actividad antipática, que implica juicios y reproches y que yo trato de evitar) como "hecho notar", es que abandones indefinidamente el argumento principal, pero nunca que diverjas todo lo que te pida el cuerpo hacia todos los asuntos adventicios que te vayan apeteciendo. Muy al contrario esta costumbre tuya me parece estupenda. Lo que ocurre es que, en mi opinión, estas tan legítimas como entretenidas divergencias tuyas cuando resultan verdaderamente satisfactorias es cuando acaban cerrándose, de vuelta al asunto principal, al que enriquecen con el botín de sus andanzas colaterales. Si se convierten ellas mismas en un nuevo asunto principal, olvidadas del que les dió origen -y no digamos si, a su vez, son olvidadas en favor de una nueva subdivergencia, como en ocasiones ha sucedido- el relato empieza, efectivamente, a parecerse en exceso a nuestras caóticas e imprevisibles vidas. Hasta en la desagradable característica de quedar, un mal día y sin previo aviso, definitivamente truncado, y a medias -irremediablemente, ay, a medias, ya para siempre- todos los asuntos de que venía ocupándose. Bien está que la literatura -estos blogs también son literatura- imite y refleje la vida, pero siempre he pensado que debe hacerlo para, en cierto modo, corregirla,y para dar unidad, fin, propósito, conclusión e inteligibilidad a lo que en la vida real se nos presenta, con tanta frecuencia, disperso, indefinido, inútil, inconcluso e ininteligible.
ResponderEliminarEn mi descargo he de decir que, siendo consciente de que estoy divergiendo (y sabiendo que caigo en la pecaminosa tentación), siempre tengo la intención de retomar la rama originaria. Ya, ya, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Será que la "vida real" puede más que la literatura (o, al menos, más que mi pobre literatura).
EliminarQue es coquetería el pretendido pesar por el divague. Lo seguirá haciendo. Decía alguien que el estilo es la suma de los defectos, el estilo de nuestro anfitrión es irse de paseo
ResponderEliminarHombre, no lo llamaría yo coquetería pero, sí, llevas razón, porque mucho "dolor por el pecado" no siento, no. Aunque que lo de irse de paseo sea ya una nota de mi estilo ... No me lo había planteado tan así :)
EliminarEn resumen: que viva el irse por las ramas, ¿o no?
ResponderEliminar