jueves, 16 de agosto de 2018

Etapa 6: La Orotava - Puerto de la Cruz

Hoy salgo temprano por la mañana; a las ocho estoy aparcando a unos metros por encima de la parada del Ramal y echo a andar hacia abajo. Llego al nudo de la TF5 y enfilo por el camino del Torreón en dirección Norte (hacia el mar). Estoy en la gran pieza de suelo rústico costero que comparten los municipios del Puerto de la Cruz y de La Orotava, en la margen izquierda del barranco de La Arena que es el que, algo más adelante, marca la divisoria entre ambos (o sea que de momento sigo en La Orotava). Tras aproximadamente un kilómetro cruzo la carretera TF-31 (la entrada principal a El Puerto por el Oeste) y sigo por el camino Los Rechazos, con un caserío en su primer tramo y unas casonas unifamiliares de alto nivel en la parte final; entre medias, la embotelladora de agua mineral Fonteide. Al llegar al enlace de la autopista a la altura del ya citado barranco de la Arena, el camino pasa a convertirse en el del Rincón que, bastante mejor pavimentado, discurre hacia el norte como el eje principal de este ámbito de suelo agrario (en gran parte abandonado) de La Orotava. Esta zona del Valle fue, en los años ochenta, una de las más apetecidas por los intereses urbanizadores-inmobiliarios. Para oponerse a esas perspectivas nació una Coordinadora Popular que consiguió que, en 1992, el Parlamento canario aprobase una Ley para su ordenación como área rural protegida. En 1997 se aprobó un polémico Plan Especial de Ordenación (en cuya redacción algo participé) y se constituyó un Consorcio. Ciertamente, un cuarto de siglo después el área no se ha urbanizado, pero tampoco parece que se haya conseguido revitalizar la actividad agraria. En los últimos tiempos, y en particular a partir de la aprobación en Canarias de un nuevo marco legal en materia de urbanismo y ordenación del territorio, vuelven a oírse voces que reclaman una revisión de los criterios de protección de la zona. Ya veremos.


Bajo pues por el camino del Rincón, entre plataneras, mirando al mar, y tras mil cuatrocientos metros llegó a su final; muere en una senda horizontal que hacia la derecha lleva a las playas de Los Patos y del Ancón y hacia la izquierda a la del Bollullo. Son estas tres playas naturales de arena negra, muy populares entre la población local pero de difícil acceso y con frecuencia con peligrosas condiciones para el baño. Yo, que no soy nada de playa, hace muchos años que no las uso pero ahora, mirando el litoral desde lo alto, me viene al recuerdo una aventura que viví en Los Patos hace ya más de dos décadas (algún día habré de contarla). Doblo a la izquierda (hacia el Oeste) por el camino del Bollullo. Se trata de una pista estrecha hormigonada que discurre en suave descenso, abriendo hacia la derecha unas magníficas vistas a las laderas –plantaciones de plataneras o bancales abandonados–, a los imponentes acantilados que quedan a mi espalda y, por supuesto, al océano. Me cruzo con algún coche (si dos coinciden no pasan ambos) y algunos caminantes extranjeros (alemanes probablemente) que vienen desde el Puerto. Compruebo que algunas edificaciones preexistentes se han habilitado como alojamientos turísticos, lo que se supone que es una de las técnicas para aportar rentas complementarias a los agricultores (mucho hay que discutir al respecto). Después de unos seiscientos metros, el camino gira al Norte (hacia el mar) por el borde superior del barranco de la Arena; lo sigo unos trescientos metros más y, justo antes de que doble hacia la derecha, topa contra una construcción que, según Google es el resort Playa El Bollullo. Ahí mismo, a la izquierda, nace una senda en escaleras que baja hasta el cauce del barranco para luego subir entre unos espectaculares bancales abandonados y entrar en el municipio vecino de El Puerto de la Cruz. La contemplación de tan imponentes terrazas hace meditar sobre los ingentes esfuerzos que supuso el modelado de esta difícil orografía para lograr espacios de cultivo; y es inevitable sentir tristeza al ver su estado actual. Pero, al mismo tiempo, no deja de asombrarme que todavía, en este Norte tinerfeño, sigan existiendo plataneras.


Bajado y subido el barranco estoy en el Camino de la Costa. Son unos seiscientos metros de paseo muy agradable entre plataneras y el cielo y el mar abrazados hasta llegar a un túnel que pasa bajo la TF-31, la carretera que entra el Puerto por Martiánez. Trescientos metros más adelante entro en el núcleo urbanizado, en la zona de La Paz. El camino de la Costa pasa a denominarse calle Leopoldo Cólogan Zulueta. Se trata naturalmente de un miembro de la famosa familia de origen irlandés que tan importante ha sido en la historia de la isla y, en especial, del Puerto de la Cruz. Este Cólogan en concreto fue el que, a partir de los años veinte del pasado siglo, impulsó la producción platanera de la finca familiar de La Paz (fue su abuela Laura en realidad la que en la última década del XIX inició la sustitución de los cultivos de nopal por las bananas). Mientras vivió, La Paz se mantendría como área de cultivos, pese a que ya se planteaban operaciones urbanizadoras para expandir el todavía pequeño núcleo; de hecho, la única edificación de importancia sería la casa familiar, que aún subsiste en el número 14 de esta calle. Luego, tras su muerte (1953), la viuda Cristina Ponte y su hijo mayor decidieron convertir la finca en suelo urbanizable y así se fue conformando el entramado inmobiliario ya casi completamente consolidado. Poco antes de dejar esta calle me encuentro la ermita de San Amaro, cuyo origen se remonta a finales del XVI cuando los vecinos de la localidad portuense, ante la lejanía de la parroquia de La Orotava, habían construido un pequeño templo bajo la advocación de Nuestra Señora de la Paz (de ahí el topónimo de la zona). Cuando a principios del XVIII, Bernardo Walsh (o Valois), el primer antepasado “canario” de los Cólogan adquirió todos esos terrenos al borde de los acantilados de Martiánez, la ermita estaba ruinosa y los vecinos se la ceden al gran propietario a cambio de su compromiso de restaurarla. Supongo (no he tenido tiempo de investigarlo) que serían los Cólogan quienes la dedicarían a San Amaro, romano del siglo VI que fue discípulo de San Benito. La ermita es de una sola nave, con dos cuerpos claramente diferenciados, una destinado a la capilla, que es el de mayor altura, con un tejado a cuatro aguas, cubierto con tejas y otro tejado para la nave, el cual sólo tiene tres aguas. Su apariencia exterior, encalada y con piedra remarcadando la entrada y las esquinas de la fachada principal, sigue la misma apariencia estilística de muchas otras de la isla. Cruzo a continuación la calle y me asomo al mirador de La Paz, desde donde se abre una vista magnífica sobre el área de Martiánez y los salvajes rascacielos de los setenta.


Sigo por la calle San Amaro, peatonalizada y con escaleras descendentes, y antes de que ésta desemboque en la calzada Martiánez, giro a la derecha por el camino Las Cabras, un estrecho y simpático callejón también descendente y con escaleras. Al llegar abajo recorro el parque junto al cauce del barranco Martiánez y salgo al camino Sitio Litre, una empinada cuesta así llamada porque conduce a la finca que en el siglo XVIII adquirió Archibald Little (Little Palce que, en castellano, derivó a Sitio Litre). En la actualidad es un jardín abierto al público (previo pago) que cuenta con una importante colección de plantas tropicales y, sobre todo, de orquídeas. Solo he visitado el jardín una vez, hará unos quince años, pero hoy no es el mejor momento para repetir. De modo que sigo, cruzo la carretera del Botánico (TF-312) y continúo la ascensión, esta vez por la calle Bélgica. Tras algo más de cuatrocientos metros cuesta arriba doblo a la derecha por la calle Suiza que discurre más o menos horizontal y que a unos doscientos metros llega hasta el inicio del camino de la Sortija, el eje central del Parque Taoro. Estamos en la cumbre de la montañita del mismo nombre, en los que fueron los jardines del Gran Hotel portuense, uno de los más importantes del circuito turístico europeo desde la última década del XIX hasta los años veinte (en 1929 sufrió un devastador incendio que marcó el inicio de su declive hasta cerrar definitivamente en 1975; luego el Cabildo lo convirtió en casino de juego y desde 2006 está cerrado a la espera de encontrarle un destino viable económicamente). En aquel Gran Hotel Taoro se alojaban los visitantes ilustres y pudientes –sobre todo británicos– que venían a Tenerife, entre ellos, por ejemplo, la famosa Agatha Christie en febrero de 1927, en plena crisis emocional. Tenía previsto bajar hacia el casco de la ciudad siguiendo el sinuoso trazado de la carretera del Taoro pero, tras bordear el edificio del antiguo hotel, descubro que puede acortarse la ruta a través del parque que se ha creado en la ladera interior (y que no conocía) aprovechando las fuertes pendientes para disponer una bonita cascada con laguitos artificiales.


Cruzo de nuevo la carretera del Botánico y paso por la gasolinera de la DISA con cubierta de estrella de seis puntas, proyectada a principios de los años sesenta por Luis Cabrera Sánchez-real, uno de los grandes arquitectos tinerfeños en clara relación con los paraboloides hiperbólicos que por esos mismos años construía en México el genial Félix Candela (quien, por cierto, fue compañero de estudios y amigo de Cabrera). Sigo hacia el centro por la calle Cólogan (ésta, me imagino, que en honor de alguno de los primeros de la familia, antepasado del que ya he citado) y doblo a la derecha por la de Iriarte, en honor de Tomás de Iriarte y Nieves Ravelo, poeta neoclásico natural de esta villa. Luego, doblando otra vez a la derecha, tomo la calle de la Hoya, calle peatonal y muy comercial que corre paralela a la de San Telmo (paseo litoral). Salgo a la avenida Aguilar y Quesada, en honor de un antiguo concejal del Ayuntamiento hacia principios del XX que, desde el área de plazas y paseos, se preocupó por las condiciones higiénico-sanitarias, así como de dotar a la ciudad de jardines. La avenida acaba contra la playa Martiánez, formada por la desembocadura del barranco del mismo nombre; aunque el día está nublado (panza de burro), no pocos veraneantes están en la arena negra. Me asomo y miro, hacia la derecha, la carretera de acceso a la ciudad en falso túnel y el acantilado y las moles edificadas que se le adosan; hacia la derecha el espigón que cierra la playa y delimita el inicio del Lago Martiánez, el área recreativa acuática que diseñó César Manrique a principios de los setenta y que tanto contribuyó a la actividad turística del municipio.


Recorro toda la avenida Cristóbal Colón hasta la ermita de San Telmo, de finales del XVII. Prosigo bordeando el litoral por el paseo de San Telmo que desemboca en la fea plaza de Europa desde la que se accede al también feo edificio del Ayuntamiento. Luego me asomo al muelle costero y entro en la Casa de la Real Aduana, uno de los mejores inmuebles de la ciudad, que en la planta baja alberga una tienda de productos típicos y la oficina municipal de turismo, y en la planta alta el Museo de arte contemporáneo Eduardo Westerdahl que, para variar, está cerrado. En el patio de la casona hay un busto de Matías de Gálvez y Gallardo, el que llegó a virrey de la Nueva España (y del cual he hablado en posts anteriores); no sabía que este hombre había vivido varios años en Tenerife. Salgo de la Aduana y sigo hacia el Este por la calle de las Lonjas y enseguida, a mano izquierda, me encuentro con la pequeña capilla de la Cruz de las Lonjas. Justo enfrente está el estrecho callejón Pacheco, el cual me lleva a la calle Santo Domingo; por esta giro a la izquierda para luego coger a la derecha por la calle Punto Fijo (supongo que en honor a la ciudad venezolana con ese gracioso nombre) y salir a la plaza de la Iglesia, donde se erige la parroquia matriz de la ciudad, de Nuestra Señora de la Peña de Francia. . La Iglesia, construida a finales del XVII (aunque la torre es de 1898), consta de tres naves, con un interior bastante recargado y barroco, con multitud de imágenes sacras que, por lo visto, son muy veneradas. Por cierto, en la plaza hay también un busto de Agustín de Betancourt y Molina, notable ingeniero cuyos últimos años los pasó al servicio del zar Alejandro I, y uno de los más ilustres hijos –si no el más– del Puerto de la Cruz.


Tomo la peatonal calle Quintana en dirección Oeste y desemboco en la plaza del Charco, uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Subo la empinada cuesta de Nieves Ravelo hasta llegar a la calle Cupido; doblo por ella a la derecha y camino unos trescientos metros hasta encontrar la parada de la guagua que me ha de llevar de vuelta al Ramal de La Orotava. La sexta etapa está finalizada. Han sido poco más de 12 kilómetros recorridos en algo menos de tres horas.

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