viernes, 2 de noviembre de 2018

El orden del día

Ayer pasé casi todo el día en la cama; mi cuerpo tiene la mala costumbre de fallar precisamente en festivos. Tosiendo y dormitando se pasaron las horas, pero también pude leer la breve novela de Eric Vuillard, El orden del día que mereció el premio Goncourt del año pasado. Me la habían recomendado con entusiasmo este verano y encontré varias críticas encomiásticas, así que me hice con ella y la puse a la cola. Pero me ha decepcionado un tanto; esperaba bastante más.

De entrada, llamar a este libro novela no sé si es muy apropiado. Se limita a recorrer una serie de acontecimientos del nazismo prebélico comentándolos con bastante desparpajo y la ventaja de conocer sus consecuencias. Empieza describiendo una reunión secreta que se celebró el 20 de febrero de 1933 en el Reichstag entre los veinticuatro magnates de las más importantes industrias alemanas y Hitler, recién nombrado canciller, flanqueado de sus más cercanos colaboradores. Luego da un salto a noviembre del 37 para reseñar la visita de Lord Halifax, por entonces Lord Presidente del Consejo, a Berghof, la residencia alpina del Führer. A continuación, el relato se centra en los diversos eventos que durante el primer trimestre de 1938 desembocaron en el llamado Anschluss, la anexión de Austria al III Reich: la intimidación a Schuschnigg, el canciller austriaco, las maniobras amenazantes de la Wehrmacht, la pasividad culpable de Chamberlain (Reino Unido) y Daladier (Francia), el escabroso nombramiento de Seys-Inquart como canciller, la entrada triunfante de Hitler y sus tropas en Viena y finalmente el plebiscito forzado para legitimar la anexión.

Reconozco que está bien escrito y la lectura se hace entretenida, pero me ha parecido poco más que un ejercicio de divulgación histórica, hecho desde un sitial omnisciente un tanto frívolo. Lo que esperaba era un relato centrado en la imbricación de los grandes industriales alemanes y el nazismo (que, por cierto, es lo que promete la publicidad), pero de eso sólo tratan los dos primeros capítulos, y tampoco aportan nada que no sepamos hasta los más profanos. Me habría gustado que, con las armas de la ficción y el background de la investigación histórica, Gustav Krupp, Wilhelm Opel, Günther Quandt, Hugo Stinnes y el resto de colegas hubieran sido convertidos en personajes literarios, que Vuillard hubiese profundizado en lo que sentían y pensaban en relación con el naciente régimen político. En fin, esperaba bastante más que un breve travelling a los veinticuatro magnates haciendo gestos de aprobación al discurso de Göring: que urge acabar con la inestabilidad del régimen, que la actividad económica requiere calma y firmeza, etc. Pero qué va.

De Vuillard no sabía nada, aunque lleva publicando desde 1999, pero hasta que le dieron el Goncourt debía ser muy poco conocido. Tiene cincuenta años y vive en Rennes y, según leo en un artículo de El País del pasado 8 de marzo, busca en la historia su inspiración literaria, tratando de identificar esos momentos concretos que reflejan los “puntos de ruptura” del devenir. Esos hechos son encadenados en el relato mediante una técnica muy similar a la del montaje cinematográfico. Dice que así trata de comprender, renunciar a las grandes frases y poner la lupa en la mediocre consistencia de lo que de verdad ocurrió: averías en los tanques, actos sociales, gritos iracundos … Confieso que ese planteamiento me resulta bastante atractivo; sin embargo, a mi modo de ver, la idea promete bastante más de lo que finalmente ofrece. No obstante, ahora que al haberse hecho famoso irán publicando en español sus novelas previas (de hecho, compruebo que así han hecho con Tristeza de la tierra, sobre Buffalo Bill), podré darle otra oportunidad.

3 comentarios:

  1. Muy de acuerdo con tu reseña crítica.Para mí esta de Vuillard también es un ejercicio de divulgación histórica no una novela, así que prefieron las novelas-novelas o los textos de algunos historiadores que escriben muy bien.

    Y una apostilla, mi experiencia reiterada de decepciones me hace recomendar no prestar demasiado crédito ni atención a los paratextos de las fajas de los libros y sus contraportadas redactados por los departamentos publicitarios de las editoriales

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    1. De acuerdo. Y sí, no hay que hacer caso a la publicidad, pero en este caso quien me lo recomendó fue una amiga.

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  2. Creo que no habrá habido un solo libro que haya leído sin que haya disentido fuertemente de las opiniones de la gente, de los publicistas y hasta de críticos.

    También me ha pasado con tebeos, películas, hechos históricos y hasta videojuegos.

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