Vargas (2)
Los años de esplendor de Max T. Vargas coinciden con la que se ha dado en llamar la bella época arequipeña, casi contemporánea –con el ligero retraso lógico– de la parisina, durante la última década del XIX y las dos primeras del XX. De hecho, París era el referente máximo para la enriquecida burguesía de esta capital provinciana y hacia allí dirigían sus miradas los nuevos potentados andinos. Tened en cuenta que hasta finales del XIX, Arequipa vivió con especial intensidad la convulsa situación política del Perú, iniciada con la guerra contra Chile (1879-1883) y seguida por un conflicto civil (1884-1885) que se repetiría diez años después con la revolución contra el segundo gobierno del general Cáceres. Cuando en 1896 Vargas abre su estudio, los arequipeños, hartos de los frecuentes sobresaltos de los tiempos pasados, ansiaban más que nunca tranquilidad social y prosperidad económica, y a ello se dedicaron con intensidad sin precedentes. Se fundan empresas y negocios, instituciones culturales y científicas, la ciudad, en suma, despliega dinamismo y asombra al resto del País, incluidos los recelosos limeños.
Como sin duda ya preveía, la actividad retratista de Vargas, así como la de su gran competidor Emilio Díaz, lo entroncó enseguida con lo que hoy llamaríamos fotografía de moda. De hecho, las imágenes tomadas por estos dos profesionales, sobre todo durante la primera década del XX cuando eran los monopolizadores incuestionables del retrato fotográfico en Arequipa, se han convertido en material imprescindible para conocer los modos de vestir y presentarse de la época, en especial de las mujeres de situación económicamente desahogada. La clase social alta arequipeña era fuertemente conservadora, como corresponde pero aún más si cabe. El espacio de la mujer quedaba reservado al ámbito privado o a su presencia en acontecimientos sociales, la mayoría de naturaleza religiosa. Las modas en los vestidos provenían directamente de la capital francesa, difundidas por La Mode Illustré para luego ser confeccionados por modistas locales, si no eran comprados en el propio París, a donde cualquier arequipeño ilustre había de viajar. Parece que en el inevitable reparto de clientela entre los dos fotógrafos, a Emilio Díaz le tocó hacerse cargo mayoritariamente de la burguesía adinerada mientras que Max T. Varga se apropió del estrato superior, el que podríamos casi calificar de aristocracia arequipeña. Reproduzco a continuación algunas fotografías del primero, para dar una idea de cómo eran esa mujeres de hace más de un siglo, de los retratos que querían conservar para contemplarse a sí mismas.
En fin, que la apuesta de nuestro fotógrafo de montar estudio profesional en la Arequipa de aquellos años –en vez de emigrar a Lima, por ejemplo, que sería la tónica en décadas posteriores– le salió bien y muy pronto debió de alcanzar una boyante situación económica. Lo necesitaba, porque formó familia muy jovencito, aunque no he podido descubrir la fecha de su boda. Su mujer se llamaba Margarita Chávez, lo que no da muchas pistas porque es de los apellidos más frecuentes en el Perú y especialmente en Arequipa, lo que tiene una explicación que no me resisto a callar. En 1786, el que entonces era canónigo lectoral en Córdoba, el gaditano Pedro José Chávez de la Rosa, fue designado Obispo de Arequipa. Cruza el charco, llega a El Callao, viaja por tierra hasta su sede diocesana y ocupa el cargo durante diecisiete años (hasta 1805). Una de sus obras más notables fue la fundación al principio de su episcopado de una casa para niños huérfanos, que aún hoy subsiste con el nombre de albergue Chaves de la Rosa (la sustitución de la z final por s es habitual en muchos apellidos peruanos). Imaginemos pues la cantidad de niños que han sido acogidos en esa institución durante sus más de dos siglos de vida. Pues bien, parece que era costumbre que los que llegaban sin filiación recibieran el apellido del fundador; se estima que pudieron ser del orden de cincuenta mil. A lo mejor, la señora de Max T. Vargas fuera descendiente de algún huérfano del albergue; no tengo ni idea, pero la hipótesis es sugerente. Lo que se sabe con certeza es que el hijo mayor del matrimonio, Alberto, nació en febrero de 1896 por lo que cabe suponer que el fotógrafo se casaría a mediados del año anterior, si no antes; ciertamente muy joven, con veintiún años o menos. La foto que sigue a este párrafo es un retrato familiar del propio Max, que por la apariencia del chico (le echo unos catorce), se tomaría hacia 1910, en pleno auge del negocio. Para entonces la pareja había ya engendrado seis retoños (tres y tres) y se ve que de forma bastante seguida (es probable que la descendencia ya no aumentara). El patriarca, sentado con una pose de dignidad muy de la época, andaría pues mediada la treintena. Su mujer me parece algo más joven, lo que lleva a pensar que era poco más que una niña cuando quedó embarazada por primera vez (la sospecha de una relación pecaminosa y un matrimonio apresurado es inevitable). A riesgo de parecer racista, también observo que ella es más "blanca" que él, en quien se perciben rasgos indígenas. Conociendo el clasismo-racismo de la conservadora Arequipa de finales del XIX, cabe elucubrar (ante la ausencia de información) que al ascenso social del joven fotógrafo "cholito", contribuyera, además de sus dotes profesionales, el enlace con una dama bien "colocada".
Hacia la fecha de la fotografía anterior, Vargas, ya consagrado en su ciudad, proyecta su fama hacia el exterior. En 1910, en efecto, expone en una galería limeña, mayoritariamente escenas de paisajes (Tiahuanaco, vistas de Arequipa y del Misti, de Mollendo), pero también retratos de estudio. Esa exposición viajará luego a París, en 1911. Allí fue el fotógrafo, acompañado de sus dos hijos mayores a quienes pensaba dejar estudiando en Europa. Alberto, el primogénito, tenía quince años; Max, el segundo, tendría uno menos. Los destinos profesionales de ambos estaban decididos, como era usual en la época. El mayor estudiaría fotografía en Ginebra y Londres, para luego volver a Arequipa y hacerse cargo del estudio familiar. El segundo, en cambio, sería economista. Los planes no se cumplirían, al menos en lo que al mayor se refiere, que es de quien pretendo seguir escribiendo en sucesivos posts. El chico, aunque había mostrado unas excelentes dotes para la fotografía y había aprendido mucho con su padre, quería dedicarse a la pintura, afición a la que dedicaba todo el tiempo posible. Seguro que el padre lo sabía y habría tenido alguna discusión con el muchacho y la zanjaría desdeñoso, incapaz de imaginar que pudiera desobedecerle. Así que supongo que Max T. Vargas regresó al Perú convencido de que sus hijos acatarían sus planes, aunque tardaría pocos años en percatarse de su error. De vuelta en Arequipa, su notable fama se traduce en multitud de encargos y también honores. Sin embargo, el éxito no dura y la decadencia aparece hacia finales de esa segunda década del pasado siglo. De hecho, en 1920 Vargas deja Arequipa y no se sabe por dónde anduvo hasta que reaparece en Lima a mediados de los treinta. Allí se ganaría la vida como un fotógrafo más y editando él mismo postales para la venta, hasta finalmente morir en 1959, un anciano desconocido de ochenta y cinco años. ¿Cuáles fueron las causas de la decadencia profesional (y hasta personal) del gran fotógrafo en Arequipa? ¿Dónde estuvo esos casi quince años hasta que se dan noticias de su residencia en Lima? Son preguntas que me intrigan y a las que no he encontrado respuesta.
Hay, eso sí, algunas pistas sobre la progresiva pérdida de éxito comercial a las que enseguida me refiero. Pero no me parecen suficientes para que un tipo así desaparezca prácticamente del panorama profesional de la ciudad y del país. Pienso que tuvo que ocurrirle algo grave, un golpe catastrófico, quizá de índole familiar, no sé. Lo que sí sabemos es que en Arequipa aparecieron otros fotógrafos que le fueron comiendo el mercado, tanto a él como a su gran rival Emilio Díaz. Se trata de los hermanos Vargas (no eran parientes suyos), que irónicamente habían sido aprendices en su estudio hasta que montaron, en 1912, uno propio. Los Vargas Zaconet, más jóvenes y técnica y artísticamente superiores, alcanzaron pronto mucho mayor prestigio. También hubo otros, entre los que destaca Martín Chambi, probablemente el más grande fotógrafo peruano, un puneño que, tras pasar una década en Arequipa en el estudio de Max T. Vargas, se desplazó al Cuzco (fue de los primeros que fotografió y popularizó las imágenes de Macchu Picchu). En fin, que puede decirse que la época Max declinaba y quizá no supo asumirlo. Y eso que aún era un hombre joven, en la cuarentena, con cuarenta años más por vivir de los que apenas nada se sabe. Se desvanece en la historia el fotógrafo, casi sin dejar rastros; pasaré pues a ocuparme de su hijo mayor.
Una historia muy interesante , aunque plantea algunas lagunas de incertidumbre respecto a la documentación inexistente sobre esos casi quince años desaparecido. Yo también me decanto a que posiblemente fueran causas de índole familiar . ¿Influyo eso tal vez en su decadencia profesional ? ¿ tal vez no fue capaz de afrontar la competencia de las nuevas generaciones que pisaban fuerte ?Admito , por las fotografías que has publicado que realizaba unos trabajos excepcionales , donde estudiaba con precisión la forma y el fondo.
ResponderEliminarUn Saludo.
Max T. Vargas era bastante desconocido incluso en el Perú, hasta que unos profesores universitarios publicaron recientemente un libro de investigación sobre él y los primeros fotógrafos de Arequipa. Pero, claro, los datos que aportan se limitan a su época gloriosa. ¿Cómo fué el periodo oscuro? De momento, parece que hay que dejarlo a nuestra imaginación.
EliminarMuy interesantes entradas, ¿qué le pasaría al fotógrafo?, ¿no supo codearse con la clase alta tal vez?, ¿sus orígenes fueron su perdición?, ¿malgastó el dinero?, ¿tuvo varias mujeres?
ResponderEliminarEsta entrada me ha traído a la memoria la foto de Mulberry Street de Nueva York tomada en 1900, me encantan las fotos llenas de detalles, de pequeñas historias en su interior.
La verdad es que poder mirar las fotos de Vargas y ver las ropas, los detalles, los decorados de los fondos pintados, los peinados, las expresiones...son todo un documento en sí mimas.
Un trabajo importante de desoville, sí señor.
Un abrazo,
Tienes razón en que casi todas las fotos antiguas sugieren historias, tienen mucho poder de evocación. Buscando algunos datos y mirándolas, es fácil dejar volar la imaginación. A mí, al menos, me pasa y me divierte.
EliminarPues nada, habrá que ver cómo era Vargas hijo...
ResponderEliminarVargas hijo –Alberto concretamente– es el verdadero protagonista de esta serie. Enseguida voy con él.
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