Toma de posesión (1) (escenas chipunas)
El acto se había convocado a las ocho de la tarde en el salón noble de Presidencia. Era la primera vez, después de ocho legislaturas autonómicas, que la toma de posesión del nuevo gobierno de Chipunia se teatralizaba como gala pública, abierta a familiares e invitados ilustres y, por supuesto, televisada. La iniciativa había provocado abundantes críticas de los grupos de oposición que tildaron al ejecutivo entrante de derrochador y vanidoso. Incluso importantes miembros del FLiPa (Federación Libertaria y Pacifista), socios del gobierno liderado por el PICHi (Partido Identitario Chipuno), manifestaron sotto voce su incomodidad con lo que consideraban una ceremonia demasiado ostentosa; habría sido mejor, declaró Ahmed Pi de la Rosa, un acto discreto, como dicta la costumbre. Sin embargo, lo cierto es que Pi de la Rosa representaba la vieja guardia del partido, todavía con cierto peso gracias al apoyo del comité central del partido socialista cascaterrano pero sin poder efectivo en Chipunia. De hecho, también el FLiPa había tenido su renovación, no tan cruenta como la del PICHi, pero tampoco carente de cadáveres. Quienes habían tomado el control de los mecanismos del aparato regional –control precario, en todo caso– se habían volcado entusiastas hacia el pacto con el PICHi, diríase que subyugados por el hipnótico carisma de David Surquillo, el joven líder de los nacionalistas chipunos y flamante presidente de la Comunidad Autónoma.
En la soledad de su chalet, mientras se prepara, Josué Yanguas rebobina la moviola de su mente, repasa los acontecimientos de los últimos dieciocho meses, tan decisivos en su historia política y personal. Recuerda sus dudas cuando el sector crítico le pidió la firma en el manifiesto para la renovación del partido, lo que equivalía a hacer explícito su apoyo a Surquillo en el asalto al comité ejecutivo. Llevaba dos legislaturas al frente del urbanismo chipuno y el cargo, al que ya estaba demasiado acomodado, se lo debía a Ubaldo Pachulero, el astuto presidente del PICHi y también del gobierno durante ese periodo. Pero Josué no estaba del todo contento; pese a sus esfuerzos por agradarle no había sido capaz de ganarse la confianza del líder. De hecho, ya había sufrido varios desplantes en los últimos años; dos o tres asuntos importantes, de esos que implican fuertes inversiones, le habían sido hurtados y resueltos directamente por el Consejero y el Presidente, saltándose la tramitación que competía a su departamento. Algunos compañeros cercanos a Pachulero le habían comentado que el Presidente se había quejado de la desesperante lentitud de su Dirección General, de que cualquier tontería se atascaba indefinidamente y, al final, no salía nada o casi nada. Tienes que ponerte las pilas, le habían aconsejado. Además, el Consejero apenas lo tenía en cuenta y con frecuencia parecía disfrutar ridiculizándolo en las sesiones de la Comisión Territorial, recriminándole la parálisis de este o aquel asunto. Días negros aquellos, en los que Josué tenía baja la autoestima y, en cambio, alto el miedo, el miedo al cese. Y justo entonces, en esos días, se le acercó uno de los “jóvenes turcos”, como maliciosamente había bautizado Gobelio Gil, el periodista más influyente de Chipunia, al grupo de los descontentos del PICHi. Que éstos lo consideraran proclive a traicionar a Pachulero fue precisamente la prueba que convenció a Yanguas de su inminente defenestración. No soy yo quien quiere cambiar de bando, se dijo a sí mismo, ellos me obligan a hacerlo. Acertaba en el diagnóstico y también en la decisión, si se valora, como él hacía, la continuidad en el cargo muy por encima de lealtades personales. Cuando tuvo en sus manos la relación de firmantes del manifiesto comprobó que no había ningún alto cargo del gobierno; que él, un director general de Pachulero, fuera el primero en decantarse a favor de Surquillosería una valiosa baza de futuro. Siempre, claro está, que Ubaldo quedara definitivamente fuera de juego.
Yanguas salió de la ducha y caminó hasta el dormitorio con los pies descalzos y húmedos, dejando las huellas sobre el parquet. Sobre la cama king size se extendía, perfectamente planchado, el traje con el que pensaba jurar el cargo de Consejero de Desarrollo Sostenible y Ordenación del Territorio, un espléndido Armani comprado para la ocasión por más de mil euros. Sobre la mesilla, el móvil parpadeaba, avisando que había recibido mensajes nuevos; era el teléfono nuevo, adquirido recientemente y cuyo número sólo conocían los más cercanos. Por eso le extrañó ver que los trece whatsapp que esperaban ser leídos provenían de un número desconocido. Decían: Hola Josué / Seguro que no te acuerdas de mí / Yo sí de ti / Me ha alegrado mucho saber que eres un tipo importante / Que has hecho carrera / Aunque traicionando tus ideales de juventud / Ahora eres un nacionalista que ataca la sagrada unidad de Cascaterra / Por la que estabas dispuesto a dar la vida / Luchando contra sus enemigos / ¿No te acuerdas? / Estaría bien reunirnos los viejos compañeros para recordar aquellas batallitas / Nos veremos pronto, un abrazo. El décimotercer mensaje era una imagen, una vieja foto escaneada de colores desvaídos. En ella un jovencito Josué, primeros años de la universidad, entre otros dos chavales de edad similar; los tres agachados sosteniendo una gran bandera de Cascaterra con la esvástica nazi en el centro. Yanguas sintió que el corazón se le desbocaba, justo ahora, en uno de los momentos más importantes de su vida, resucitaban los que creía espectros extinguidos. Claro que recordaba nítidamente a esos dos chicos, sus más fieles compañeros en las Águilas de Fuego, el grupúsculo juvenil neofascista que, a la muerte del Dictador, defendió su legado e intentó impedir la Transición y, sobre todo, la desmembración de Cascaterra en los que llamaban reinos de taifas autonómicos. Helmut Carrizal y Saúl Garrido, esos eran los nombres de los muchachos de la foto. Pero se suponía que habían muerto hace mucho, que de aquella época ya no quedaban testigos. Y estos whatsapps, ¿qué significan?
Eran ya las seis de la tarde. Josué sabía que no podía dejarse llevar por pensamientos oscuros; no era momento de dudar, tan sólo le quedaba seguir para adelante, hacer lo que había de hacer. Y sin embargo notaba que le invadía esa laxitud pesada que creía superada para siempre, esa especie de debilidad generalizada, como si los nervios, los músculos, los huesos, todos se ablandaran, perdieran la tensión que los mantenía activos, funcionales. De pie junto a la cama miró hacia el espejo de cuerpo entero del vestidor y vio un cuerpo desnudo, carnes fláccidas, espalda encorvada, ojos hundidos, frente arrugada y demasiado amplia, cabellos ralos y escasos. Era el cuerpo de un hombre a las puertas de la vejez, desagradable en sus signos de decrepitud. Mirándose no se reconocía, se negaba a reconocerse. Él no era ése, él era un hombre enérgico, un político respetado que en un rato sería nombrado consejero del gobierno chipuno. Pero no se sentía así ahora, aunque le doliera, se identificaba en la imagen del espejo. Retrato de un traidor, musitó en un susurro, como si no quisiera escuchar su propia voz. Y enseguida, nada más decirlo, sintió rabia, cabreo contra sí mismo. Ese mismo día, por la mañana, le había asaltado el recuerdo de un pasaje de la Iliada, cuando aqueos y troyanos están frente a frente, inmóviles y desconcertados tras huir Paris de su duelo con Menelao, y Pándaro, el habilidoso arquero, es tentado para disparar una flecha al héroe griego aprovechando la tregua. Josué supone que Pándaro se preguntaría si es perdonable la traición cuando es por una causa justa, cuando traía como premio la gloria, cuando conseguía cambiar la historia. Y supone también que se respondería que sí, toda vez que a traición disparó a Menelao. Pero, vista la vorágine de muerte que a partir de ahí se desencadena, seguro que Homero no la entendió como acto virtuoso aunque, por otro lado, Pándaro no fue sino instrumento de los dioses que querían la destrucción de Troya, fuerzas más poderosas a las que uno no tiene más opción que plegarse. No es lo mismo, claro, ni tampoco es ésta la época aquella, en la que cada acto parecía de sustancia trascendente. Hoy, tiempo de pragmatismos rastreros, hablar de traiciones resulta hasta anacrónico. Pero la palabra le había asaltado, se había instilado en sus recuerdos y, como colofón dramático (hasta el momento), había sido escrita por alguien que rememoraba un pasado remoto y muy poco conveniente.
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