Libros prohibidos de mi infancia
No es lo mismo un aficionado a los video juegos violentos que quien se dedica a escribir cartas. El primero sería un pistolero virtual o electrónico y, por tanto, procede denominarlo e-pistolero. Pero epistolero es el que produce epístolas, el que escribe cartas. Así que ambos comparten el mismo nombre para sus respectivos oficios u ocupaciones. La coincidencia nominal me sugiere que escribir cartas debe parecerse a disparar una pistola; es decir, que las frases deben ser trallazos, oraciones secas y contundentes. Me viene a la mente el estilo de James Ellroy, quizá el mejor ejemplo de escritura pistolera, aunque no en epístolas sino en novelas, con muchas pistolas, eso sí, o sea que pega. (Nota: esta chorrada se me ocurrió mientras leía un post reciente de Lansky y, a partir de ahí, la mente se puso a desbarrar sola y asociando recuerdos asociando ...)
Este tipo de chistecillos me recuerdan un libro que tenían mis padres cuando yo era niño titulado Picardía Mexicana. Era una recopilación de dichos populares mexicanos, procaces los más y, por tanto, muy atractivos para un chaval de doce años de la reprimida España de entonces. La cosa es que se me ha ocurrido rastrear mi vago recuerdo en Internet y me sorprende descubrir que la obrita en cuestión hasta tiene página propia en la Wikipedia y es que parece que el libro tuvo un éxito abrumador: 143 ediciones en México con más de cuatro millones de ejemplares vendidos (que es un número altísimo para nuestro idioma, como he podido comprobar para mi sorpresa; algún día dedicaré un post a los best sellers). Decía su autor, Armando Jiménez (1917 – 2010), que era el libro en español más leído de la historia después del Quijote, pero que la mayoría de sus lectores negaban serlo.
He intentado conseguir el libro en la Red pero no he tenido suerte. No obstante, la página citada de la wiki detalla los distintos apartados de que constaba el libro y según los iba repasando me venían a la memoria retazos de aquellas lecturas a escondidas. Y es que los niños no podíamos entrar en el despacho de nuestro padre y mucho menos tocar los libros que tapizaban tres de las cuatro paredes de aquella habitación. Pero para mi la tentación de esas obras prohibidas era más fuerte que el miedo al castigo que recibiría de ser descubierto. Vaya en mi descargo que la tentación en la que caí fue la misma a la que sucumbieron Adán y Eva: probar la fruta prohibida del árbol del conocimiento.
En esas edades de despertares hormonales e ignorancias abismales, de lo que más me interesaba leer era de sexo. Y así me lancé a leer otras picardías, estas toscanas, las que cuenta Boccaccio en el Decameron. Aunque años después volví a releerlo con los humores bastantes más pacificados, no pocas escenas de aquellos cuentos se me han quedado grabadas y me evocan recuerdos salaces e imágenes autobiográficas de precoz bálano en ristre (insisto en que no me suena nada ordinaria la expresión, Vanbrugh). Entre ellas, me viene ahora a la cabeza la historieta de aquel fraile ermitaño que convenció a una bella e ingenua muchacha para que colaborara en meter al diablo en el infierno, santa tarea a la que enseguida ella cogió gusto; o esa de otro fraile de que halagó la inflada vanidad de una tonta y guapa mujer haciéndole creer que el arcángel Gabriel se había enamorado de ella.
Pero no todo iba a ser “pornografía” (imaginen los jóvenes lo que en ese tiempo –finales de los sesenta, principios de los setenta– y en ese país podía tildarse de pornografía). Como siempre he sido curioso, para enterarme de los misterios del sexo no me bastaban los cuentos de Micer Giovanni, que mediante verbos genéricos o elipsis literarias, dejaba las cosas sin aclarar lo suficiente, en especial para un chavalín que recién empezaba la adolescencia y apenas sabía de qué iban. Pero mis padres también contaban con el que por aquellos años era el manual más famoso sobre el asunto, El libro de la vida sexual, cuyo autor era nada menos que el doctor Juan José López Ibor, uno de los más ilustres psiquiatras de la época, lo que aseguraba la máxima seriedad y rigor científico. Me entero ahora de que la obra fue impulsada por la Editorial Danae aprovechando la relativa apertura del régimen (por entonces era Ministro de Información y Turismo un Fraga de cuarenta y seis tacos) con la loable intención de cubrir las nada pequeñas lagunas de ignorancia al respecto de los reprimidos españoles; entre ellos, por cierto, estarían mis padres, dado que se hicieron con el libro, aunque por entonces ya habían acabado sus tareas reproductoras. No me acuerdo demasiado, pero sí guardo algunos retazos, como que el libro tenía bastantes fotos que hoy consideraríamos completamente blancas pero que tenían su picante en ese tiempo.
Lo que no supe entonces e ignoré hasta hace una década más o menos es que ese libro que fue tan popular en los últimos años del franquismo no lo escribió el reconocido psiquiatra sino los periodistas Lidia Falcón y Eliseo Bayo, quienes recibieron el encargo de la editorial al precio de 35 pesetas la página, ingresos que les vinieron como agua de mayo (como era un buen tocho, unas quinientas páginas, recibirían, en moneda actualizada a hoy, unos 2.275 € que es una miseria pero, al fin y al cabo, eran “negros”, mano de obra necesitada y barata). Es evidente que una mujer separada y feminista y un tipo que acababa de salir del penal de Burgos y en libertad vigilada por pertenecer a las juventudes libertarias, no podían figurar en la cubierta de un manual de sexualidad; en cambio, que lo firmara López Ibor daba a la obra marchamo sobrado de respetabilidad. Naturalmente, al niño de doce años que yo era esas consideraciones ni se le pasaban por la cabeza. Tampoco creo, recordado después de cuatro décadas y media, que aprendiera mucho de su lectura, pero algo me quedaría.
Delicioso post que comparto emocionalmente.
ResponderEliminarNo sabía lo de los negros de López Ibor.
Preciosa también la cita del gran Del Paso
EliminarGracias, Lansky.
EliminarEn mi casa no había despacho paterno en el que no se pudiera entrar, pero sí una prohibición tácita y ambigua de que los niños leyeran según qué cosas. Nadie precisó mucho nunca de qué cosas se trataba exactamente, y como era una casa llena de libros y de gente, colocados todos sin ningún sistema demasiado explícito, yo viví mi infancia en un mundo feliz de lecturas caóticas, de las que una intuición bastante certera me permitió siempre saber cuáles podía hacer públicas y cuáles era mejor mantener en una prudente clandestinidad. Saqueaba las estanterías de mis hermanos mayores o de mis padres según me iba pidiendo el cuerpo y ponía cara de estar leyendo a Verne o a Guillermo Brown. Éramos muchos y nadie me hacía demasiado caso, felizmente. Solo mi madre se escandalizaba ligeramente, de vez en cuándo, al enterarse de lo que estaba yo leyendo, pero debió de comprender enseguida que al campo no es fácil ponerle puertas, ni merece mucho la pena intentarlo. La verdad es que empecé a leer a los cuatro años y durante bastantes más mis intereses fueron mucho más literarios, épicos fundamentalmente, que eróticos. Para cuando empezó a interesarme esto último, ya nadie se molestaba en intentar fiscalizarme las lecturas.
ResponderEliminarLo que es "bálano en ristre" es una cursilada. Según en qué contextos, puede estar bien decirlo así -hay también sus momentos para ser cursi-. En la descripción de Aub de tu anterior post a mí me parece que no venía a cuento decirlo de ninguna manera, y que alude tan sin necesidad a las entrepiernas de los novietes es solo para poder meter el bálano -en la frase, quiero decir, porque le gusta la palabra-.
Yo no tenía hermanos mayores (todos eran menores que yo y aún, tantos años después, lo siguen siendo), así que los "libros prohibidos" siempre provenían de mis padres y en concreto del despacho cuya entrada nos estaba vedada. De hecho había más libros en otras habitaciones (por ejemplo en una llamada "el cuartito", una pequeña sala de estar de acceso libre), pero esos se sobreentendía que no eran de lectura ilícita. En todo caso, tampoco yo recuerdo que me fiscalizaran las lecturas; lo que tiene pertenecer a una familia numerosa ( y más en esos años de pluriempleados), es que los padres no dan abasto para controlar a los hijos y crecíamos bastante más asilvestrados que ahora.
EliminarQué manía tienen algunos hermanos de seguir siendo mayores hasta cuando ya no viene a cuento...
EliminarSí, es que lo de ser hermano mayor imprime carácter ... :)
EliminarEn el prólogo de La isla de los jacintos cortados, Torrente Ballester cuenta cómo se encaprichó con la palabra "abarloados", cómo imaginó frases y frases en las que quedaría preciosa: amantes abarloados en la cama, barcos abarloados en el puerto... y cómo escribió el libro, asegura, más que nada como pretexto para poder usar una palabra tan bonita. Y cuando el libro estaba ya escrito, se dió cuenta de que al final no la había metido en ninguna parte...
ResponderEliminarConfieso que me gusta bastante más Torrente Ballester que Aub, y no descarto que sea por este género de cosas, entre otras.
Con posts como este, no necesito máquinas del tiempo para conocer otras épocas. En mi época, ya no era tabú el sexo y me tragué no sé cuántos documentales al respecto en el instituto... Me hicieron bien, aunque oyendo a alguna gente de mi edad me doy cuenta de que siempre hace falta más.
ResponderEliminarYo creo que también en tu época y aún hoy el sexo sigue siendo tabú.
EliminarSupongo que te refieres al libro de la vida sexual. Muy buena la cita de Fernando del paso.
ResponderEliminarA mí de Torrente me gustan mucho algunos libros y, en cambio, bastantes otros me parecen peñazos infumables. De Aub no puedo hablar porque estoy leyendo por primera vez un libro suyo; a punto de acabarlo, puedo decir que me está gustando (no tanto como los que me gustan de Torrente pero sí más que los que me parecen peñazos).
ResponderEliminarSimple curiosidad ¿qué libros de T. B. te han parecido peñazos infumables?
ResponderEliminarMe da reparos hacer esta confesión porque son considerados obras maestras pero ... Off Side y La Saga/Fuga de J.B.. Vaya en mi descargo que los leí muy joven; quizá debiera releerlos.
ResponderEliminarLa Saga/Fuga de J.B. sí me parece una obra maestra, lo mejor de Torrente y de lo mejor de la literatura en español del siglo XX, sudamericanos incluídos. Te recomendaría que lo intentaras de nuevo. Off Side, en cambio, aunque no me parece infumable -se deja leer- a mí también me parece malo sin paliativos -que no nos oiga Lansky-. Creo que se le nota que fue escrito "de encargo", con una beca y con el propósito deliberado de hacer "literatura de vanguardia", una cosa que por aquel entonces se tomaba en serio, con los penosos resultados que se advierten en el libro.
ResponderEliminarPero vamos, que lo de que te dé reparos... Mayores barbaridades tengo yo afirmadas sin un mal sonrojo.