Tomás Nicolás (1)
Alejandro Cioranescu (1911-1999) fue uno de esos sabios enciclopédicos y humanistas que dignifican nuestra especie. Rumano de nacimiento, filólogo e historiador, en 1948 vino desde Francia (donde fue destituido por el gobierno comunista de su cargo de consejero cultural de la Embajada) a Tenerife y aquí permaneció hasta su muerte, con 88 años recién cumplidos. Más o menos una década antes, por una carambola inesperada que no viene a cuento narrar aquí, tuve la impagable oportunidad de disfrutar –con otras dos personas– de una maravillosa velada en su casa de Santa Cruz, de la que salí completamente arrobado. A pesar de que ha escrito sobre muy variados asuntos, lo que yo he leído de él han sido, sobre todo, obras de temática histórica canaria; en particular, su magnífica Historia de Santa Cruz. Estos días, repasando un poco desordenadamente –que es como me gusta– bibliografía sobre los primeros tiempos de las Islas tras la conquista (a cuento de las plantaciones de caña y los esclavos), me he topado con una publicación de 1963 que es una deliciosa biografía de Thomas Nichols, “mercader de azúcar, hispanista y hereje”. Nichols, inglés que estuvo en Canarias a principios de la segunda mitad del XVI, escribió años después, ya de regreso en Inglaterra, una de las primeras descripciones del archipiélago, si no la primera. En algunos de mis picoteos azarosos en artículos sobre historia canaria me había topado con alguna referencia a dicha obra, pero lo cierto es que hasta ahora no la había leído. Lo he hecho en la traducción que Cioranescu acompaña en la publicación a que me refiero, después de contarnos la vida de ese desafortunado británico que vivió hace más de cuatrocientos años. Pero ahora, más que hablar de cómo era Canarias a mediados del siglo XVI, lo que me apetece es referirme a la biografía singular de Tomás Nicolás, que así lo llamaban en español, porque el relato de Cioranescu me ha encandilado (y no es el primero de los suyo que lo hace). Como no tengo ninguna pretensión de historiador, basándome exclusivamente en lo que escribió Don Alejandro, narraré a mi modo la historia de este personaje, permitiéndome ligeros escarceos imaginativos. Seguro que a más de uno este cuento le resulta interesante.
Thomas Nichols nació en Gloucester, en el Suroeste de Inglaterra, muy cerca de la frontera galesa, en 1532. Debió de pertenecer a una familia modesta, probablemente vinculada a oficios urbanos; a la vista de sus posterior destino, cabe suponer que muy joven se desplazaría a Londres, o quizá a Bristol, la otra capital del comercio marítimo de la época, para entrar de aprendiz en alguna de las firmas comerciales que en esas dos ciudades operaban. Para situarnos cronológicamente, hemos de recordar que la infancia y primera juventud de nuestro protagonista se corresponde con el agitado periodo de la ruptura religiosa con Roma y el inicio de la reforma anglicana. Tenía Thomas un añito cuando el arzobispo de Canterbury anuló el matrimonio del rey con Catalina de Aragón para posibilitar la boda con Ana Bolena. En 1556, cuando viaja por primera vez a Canarias, reinaba María Tudor, casada con Felipe II de España, que intentaría, sin lograrlo, recuperar el catolicismo. No está claro si Nichols era católico, anglicano o –como se le imputaría– luterano; lo que es seguro es que creció en una época y en un lugar de apasionados (y peligrosos) debates y vaivenes religiosos. No me extrañaría que ni siquiera él tuviera claro qué fe profesaba, y tampoco, en tanto pragmático comerciante británico, que eso le quitara el sueño. No obstante, hago esta temprana mención al asunto porque sus creencias religiosas (o las que le acusarían de tener) iban a ser el principal motivo de sus desgracias en Canarias.
Como ya he dicho, sobre los años formativos del joven Thomas no se puede sino elucubrar ante la ausencia de datos ciertos. Sí sabemos, en cambio, que cuando viajó a Tenerife lo hacía en representación de los intereses de los asociados Anthony Hickman y Edward Castlyn, y parece que también de Thomas Locke o Lok. De los dos primeros poco o nada se conoce, pero sí del último, una de las más importantes dinastías de comerciantes ingleses metida en los negocios internacionales desde finales del siglo anterior y que tuvo varios miembros que combinaron éstos con aficiones literarias; y sí, en efecto, el ilustre filósofo del XVII, el llamado “padre del liberalismo”, John Locke, pertenecía también a esta familia. En todo caso, hacia mediados del XVI estas firmas comerciales comerciaban asiduamente con Canarias. A este respecto hay que recordar que las buenas relaciones comerciales entre España (o, mejor, las coronas de Castilla y Aragón) e Inglaterra databan del Tratado de Medina del Campo de 1489, conocido por ser en el que se comprometió a Catalina, la menor de las hijas de los Reyes Católicos y entonces de cuatro años de edad, con Arturo, el príncipe de Gales. Ese matrimonio pretendía fortalecer la alianza hispano-inglesa contra Francia, la cual se completaba, en la esfera comercial, con generosas facilidades a los comerciantes de las Islas para operar en los dominios castellanos. No obstante, en las primeras décadas desde el Tratado apenas hubo tráfico desde las Británicas a las Islas Canarias, supongo que porque la economía de éstas no era aún suficientemente atractiva. Pero a partir de la segunda década del XVI, después de los acuerdos de Canterbury entre Carlos V y Enrique VIII, los comerciantes ingleses comienzan a organizar frecuentes expediciones a Canarias, autorizados por la Corona siempre que dirigieran el comercio a través de la sevillana Casa de Contratación y respetando sus regulaciones (a lo mismo estaban obligados los súbditos de la monarquía hispana). De Canarias a los ingleses les interesaba adquirir, especialmente, azúcar y vino (las malvasías tinerfeñas tenían fama de ser el mejor vino del mundo) y, a cambio, vendía productos manufacturados, ropas variadas, bramantes, jabones … Este tráfico comercial enseguida empezó a ser tan boyante que exigió que las firmas británicas mantuvieran representantes estables en el archipiélago, que se llamaban factores.
Hickman y Castlyn –los que habrían de enviar a Nichols– tenían representantes en las islas desde 1553, en las personas de Edward Kingsmill en Gran Canaria (la de mayor importancia entonces) y William Edge en Tenerife. Para mediados de los cincuenta (cuando nuestro hombre viaja por primera vez a Canarias), en las islas residirían muy pocos ingleses fijos (desde luego, bastantes menos que italianos, flamencos o portugueses). No obstante, la cuantía del tráfico de mercancías con Inglaterra era ya bastante considerable, había mucho dinero en juego. O sea, que como el negocio iba muy bien, los patronos de Londres decidieron que había que reforzar su presencia en las islas y pensarían que el joven Thomas daba el perfil adecuado para gestionar allí sus intereses con eficacia y lealtad. Por eso, en 1556 lo envían tres meses a Tenerife, para conocer el lugar y, sobre todo, aprender la lengua, lo que consiguió aceptablemente a la vista del curioso español con el que luego se desenvolvía. El factor de las firmas inglesas era –ya lo he dicho– William Edge y a él le encomendaron el tutelaje del veinteañero. De este Edge nada he averiguado; puede que, según he leído en algún artículo, quisiera regresar a Inglaterra y Nichols fuera a ocupar su lugar. Parece congruente porque en las posteriores aventuras de nuestro protagonista lo vemos actuar con total autonomía y sin que Edge, su presunto antecesor sea nombrado (pero sí Kingsmill, su colega residente en Las Palmas). El caso es que durante esos breves tres meses de toma de contacto con las islas, residió en la ciudad de La Laguna, alojado en casa de un tal Antonio Durantes.
He estado buscando alguna seña de este hombre pero no he logrado identificarlo con seguridad, a pesar de que hacia ese año la población de la ciudad del Adelantado era abarcable (no llegaba a los seis mil vecinos en el recuento de 1559). Sí he encontrado un tal Antón Dorantes que, con su mujer, aparece entre los últimos de una nómina de 1523 para repartir una recaudación de fondos destinados a la construcción del hospital de Dolores en La Laguna; pese a la similitud de nombre y apellido la fecha es muy anterior a la de la primera estadía de Nichols. Por otro lado, en el estudio de Juan Manuel Bello León sobre los extranjeros en la sociedad canaria de los siglos XV y XVI (Revista de Historia Canaria nº 179, año 1997), se acompaña una lista de personajes foráneos de aquellos siglos de los que el investigador ha encontrado huella documental, y en el grupo de los italianos aparece un Antonio Dorantes, residente en Tenerife (lamentablemente, en el artículo citado no hay más que esta escueta mención). Si ese Dorantes es el que acogió en su casa a Thomas, es bastante probable que fuera un comerciante genovés, asentado en Tenerife como representante de las muchas casas mercantiles de esa república que negociaban con el archipiélago. Puestos a elucubrar, parece razonable pensar que, como colegas del mismo oficio, William Edge lo conociera y arreglara con él el alojamiento del chaval. En todo caso, en esos pocos meses el inglés trabó no pocas relaciones en Tenerife (cita ante el Tribunal como testigos de esa primera visita hasta seis vecinos laguneros) y debió cogerle el gusto a la Isla, porque con muchos ánimos volvió al año siguiente (1557) ya como factor hecho y derecho de “sus mayores”, que es como designa a sus patronos de Inglaterra.
Thomas Nichols nació en Gloucester, en el Suroeste de Inglaterra, muy cerca de la frontera galesa, en 1532. Debió de pertenecer a una familia modesta, probablemente vinculada a oficios urbanos; a la vista de sus posterior destino, cabe suponer que muy joven se desplazaría a Londres, o quizá a Bristol, la otra capital del comercio marítimo de la época, para entrar de aprendiz en alguna de las firmas comerciales que en esas dos ciudades operaban. Para situarnos cronológicamente, hemos de recordar que la infancia y primera juventud de nuestro protagonista se corresponde con el agitado periodo de la ruptura religiosa con Roma y el inicio de la reforma anglicana. Tenía Thomas un añito cuando el arzobispo de Canterbury anuló el matrimonio del rey con Catalina de Aragón para posibilitar la boda con Ana Bolena. En 1556, cuando viaja por primera vez a Canarias, reinaba María Tudor, casada con Felipe II de España, que intentaría, sin lograrlo, recuperar el catolicismo. No está claro si Nichols era católico, anglicano o –como se le imputaría– luterano; lo que es seguro es que creció en una época y en un lugar de apasionados (y peligrosos) debates y vaivenes religiosos. No me extrañaría que ni siquiera él tuviera claro qué fe profesaba, y tampoco, en tanto pragmático comerciante británico, que eso le quitara el sueño. No obstante, hago esta temprana mención al asunto porque sus creencias religiosas (o las que le acusarían de tener) iban a ser el principal motivo de sus desgracias en Canarias.
Como ya he dicho, sobre los años formativos del joven Thomas no se puede sino elucubrar ante la ausencia de datos ciertos. Sí sabemos, en cambio, que cuando viajó a Tenerife lo hacía en representación de los intereses de los asociados Anthony Hickman y Edward Castlyn, y parece que también de Thomas Locke o Lok. De los dos primeros poco o nada se conoce, pero sí del último, una de las más importantes dinastías de comerciantes ingleses metida en los negocios internacionales desde finales del siglo anterior y que tuvo varios miembros que combinaron éstos con aficiones literarias; y sí, en efecto, el ilustre filósofo del XVII, el llamado “padre del liberalismo”, John Locke, pertenecía también a esta familia. En todo caso, hacia mediados del XVI estas firmas comerciales comerciaban asiduamente con Canarias. A este respecto hay que recordar que las buenas relaciones comerciales entre España (o, mejor, las coronas de Castilla y Aragón) e Inglaterra databan del Tratado de Medina del Campo de 1489, conocido por ser en el que se comprometió a Catalina, la menor de las hijas de los Reyes Católicos y entonces de cuatro años de edad, con Arturo, el príncipe de Gales. Ese matrimonio pretendía fortalecer la alianza hispano-inglesa contra Francia, la cual se completaba, en la esfera comercial, con generosas facilidades a los comerciantes de las Islas para operar en los dominios castellanos. No obstante, en las primeras décadas desde el Tratado apenas hubo tráfico desde las Británicas a las Islas Canarias, supongo que porque la economía de éstas no era aún suficientemente atractiva. Pero a partir de la segunda década del XVI, después de los acuerdos de Canterbury entre Carlos V y Enrique VIII, los comerciantes ingleses comienzan a organizar frecuentes expediciones a Canarias, autorizados por la Corona siempre que dirigieran el comercio a través de la sevillana Casa de Contratación y respetando sus regulaciones (a lo mismo estaban obligados los súbditos de la monarquía hispana). De Canarias a los ingleses les interesaba adquirir, especialmente, azúcar y vino (las malvasías tinerfeñas tenían fama de ser el mejor vino del mundo) y, a cambio, vendía productos manufacturados, ropas variadas, bramantes, jabones … Este tráfico comercial enseguida empezó a ser tan boyante que exigió que las firmas británicas mantuvieran representantes estables en el archipiélago, que se llamaban factores.
Hickman y Castlyn –los que habrían de enviar a Nichols– tenían representantes en las islas desde 1553, en las personas de Edward Kingsmill en Gran Canaria (la de mayor importancia entonces) y William Edge en Tenerife. Para mediados de los cincuenta (cuando nuestro hombre viaja por primera vez a Canarias), en las islas residirían muy pocos ingleses fijos (desde luego, bastantes menos que italianos, flamencos o portugueses). No obstante, la cuantía del tráfico de mercancías con Inglaterra era ya bastante considerable, había mucho dinero en juego. O sea, que como el negocio iba muy bien, los patronos de Londres decidieron que había que reforzar su presencia en las islas y pensarían que el joven Thomas daba el perfil adecuado para gestionar allí sus intereses con eficacia y lealtad. Por eso, en 1556 lo envían tres meses a Tenerife, para conocer el lugar y, sobre todo, aprender la lengua, lo que consiguió aceptablemente a la vista del curioso español con el que luego se desenvolvía. El factor de las firmas inglesas era –ya lo he dicho– William Edge y a él le encomendaron el tutelaje del veinteañero. De este Edge nada he averiguado; puede que, según he leído en algún artículo, quisiera regresar a Inglaterra y Nichols fuera a ocupar su lugar. Parece congruente porque en las posteriores aventuras de nuestro protagonista lo vemos actuar con total autonomía y sin que Edge, su presunto antecesor sea nombrado (pero sí Kingsmill, su colega residente en Las Palmas). El caso es que durante esos breves tres meses de toma de contacto con las islas, residió en la ciudad de La Laguna, alojado en casa de un tal Antonio Durantes.
He estado buscando alguna seña de este hombre pero no he logrado identificarlo con seguridad, a pesar de que hacia ese año la población de la ciudad del Adelantado era abarcable (no llegaba a los seis mil vecinos en el recuento de 1559). Sí he encontrado un tal Antón Dorantes que, con su mujer, aparece entre los últimos de una nómina de 1523 para repartir una recaudación de fondos destinados a la construcción del hospital de Dolores en La Laguna; pese a la similitud de nombre y apellido la fecha es muy anterior a la de la primera estadía de Nichols. Por otro lado, en el estudio de Juan Manuel Bello León sobre los extranjeros en la sociedad canaria de los siglos XV y XVI (Revista de Historia Canaria nº 179, año 1997), se acompaña una lista de personajes foráneos de aquellos siglos de los que el investigador ha encontrado huella documental, y en el grupo de los italianos aparece un Antonio Dorantes, residente en Tenerife (lamentablemente, en el artículo citado no hay más que esta escueta mención). Si ese Dorantes es el que acogió en su casa a Thomas, es bastante probable que fuera un comerciante genovés, asentado en Tenerife como representante de las muchas casas mercantiles de esa república que negociaban con el archipiélago. Puestos a elucubrar, parece razonable pensar que, como colegas del mismo oficio, William Edge lo conociera y arreglara con él el alojamiento del chaval. En todo caso, en esos pocos meses el inglés trabó no pocas relaciones en Tenerife (cita ante el Tribunal como testigos de esa primera visita hasta seis vecinos laguneros) y debió cogerle el gusto a la Isla, porque con muchos ánimos volvió al año siguiente (1557) ya como factor hecho y derecho de “sus mayores”, que es como designa a sus patronos de Inglaterra.
Pues ya veremos en qué líos religiosos se metió este pobre hombre...
ResponderEliminarYa lo varás, sí. De momento, en el post que acabo de publicar, todavía no.
EliminarEn efecto, hago lo que hago porque me divierto. En realidad, lo haría aunque no tuviese el blog, pero reconozco que publicarlo es un incentivo más, una mezcla de disciplina y también algo de vanidad, de gustillo de verlo en internet.
ResponderEliminarNo te comento sobre Locke porque habría que enrollarse demasiado y, además, en este post, falta aún un siglo para su tiempo. Pero, por si no lo sabías, el gran filósofo de la libertad era accionista de compañías esclavistas.