viernes, 9 de febrero de 2018

Visitando el país de la infancia

En el mismito centro de Cataluña, en la Cataluña más profunda, justo en la esquina entre las provincias de Lérida, Tarragona y Barcelona, se asienta la comarca de La Segarra, territorio de altiplano con clima continental. Paisaje rural, agrario, de pueblos escasos y dispersos, salvo la capital, la medieval y universitaria Cervera. Retrocedamos hasta el ecuador del XVIII. Ya lleva medio siglo reinando en España la nueva dinastía, esos Borbones tan odiados cuyos ejércitos, el 11 de septiembre de 1714, habían doblegado la resistencia catalana y rendido Barcelona. Aunque conviene aclarar que no toda Cataluña fue antiborbónica; de hecho, Cervera y sus aledaños se pusieron del lado de Felipe V (bien es verdad que hacia el final de la guerra), lo que les reportó jugosos privilegios. Después de Felipe –tras el breve paréntesis de su hijo Luis I– vino Fernando VI y durante su reinado (1746-1759) nació, pocos kilómetros al norte de Cervera, en un pequeño pueblo llamado Sedó, José Joaquín Ticó. Casi nada he podido averiguar de este hombre, pero sí que, enrolado en la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, pasó muy jovencito al otro lado del charco, al Virreinato de Nueva España durante los últimos años del dominio hispano. Pero la carestía de noticias sobre José Joaquín no es motivo de pena sino, al contrario, excusa y acicate para que fabulemos sobre él, para que la imaginación nos dibuje su historia.

Empecemos desplazándonos al Sedó de la segunda mitad del XVIII que me atrevo a afirmar que no sería muy distinto del actual. Fuimos caminando desde Cervera, después de regalárnos un espléndido desayuno en un bar de la Plaça Major (por cierto con un montón de ventanas engalanadas con la estelada). Recorrimos en toda su longitud la estrecha y empedrada calle mayor. Seguimos luego por la calle de Santa Ana hasta la plaza de la Universidad, poco más que un ensanche del viario insuficiente para la monumental fachada del edificio barroco-neoclásico que, justamente por aquellos años de nuestra historia, estaba casi recién inaugurado. El último tramo de calle del casco viejo correspondió al carrer del combat que nos desembocó en la Avinguda de Catalunya y, desde allí, el carrer Victoria hasta cruzar la línea férrea (aún paso a nivel con barrera) y luego la Avinguda d’Agramunt, zona ya de arrabal con algunas antiguas edificaciones industriales de principios del XX no exentas de interés. Al final, una glorieta desangelada nos anuncia que se acabó el núcleo urbano; hacia el Oeste un camino entre cipreses que conduce al cementerio, de frente, hacia el Norte, el camino a La Cardosa, que es el que cogemos.

El camí la Cardosa es una senda estrecha y sinuosa, que discurre entre campos verdes de cereal, muros bajos de piedra seca, arbustos y olivos, y abundantes flores (predominan las amapolas): un recorrido muy agradable de pasear (lástima las puñeteras torres metálicas de alta tensión). A los veinte minutos llegamos a la autopista A2 (Madrid-Barcelona) que puede atravesarse en túnel. El paisaje se torna algo más agreste, el camino coge un poco más de pendiente ascendente, pero sigue siendo casi llano. Al cabo de una media hora entramos en el diminuto caserío de La Cardosa. Según me informo, el poblado y otros de los alrededores era feudatario hacia el siglo XII de lo señores del castillo de Sedó, pero luego pasaría a un noble con carta de libertades. Actualmente es un pueblo fantasma (la viquipèdia dice que tiene tres habitantes, pero no los vimos) y cuenta con dos monumentos históricos: el castell (en realidad una casona señorial de piedra de tres pisos) y la iglesia de San Pedro, también de origen medieval. Precisamente junto al carrer esglesia empieza el camí de Sedó por el que nos internamos tras la breve parada en La Cardosa.

El camino se torna más plácido y más plano, casi bucólico se me antoja. Andados algunos centenares de metros, un cartelito nos advierte que estamos en un área privada de caza. Junto a los olivos aparecen otros árboles dispersos también de poco porte, almendros los más; la mayor parte de los campos en cultivo, pero también algunos trozos asilvestrados. De pronto, algún elemento extraño nos sorprende: un talud tapizado de flores rojas que (lo averiguo luego) corresponde a un gran depósito de agua, un cuadrado de 200 metros de lado. En fin, no hay muchas novedades en lo que queda del paseo; todavía no ha pasado una hora desde La Cardosa cuando llegamos a Sedó, al borde de la carretera L-324. Hoy en día, Sedó es la mayor de las varias entidades de población del municipio denominado Torrefeta i Florejacs. Pues si es el más grande, cómo serán los otros, nos decimos, porque no es más que una pequeña almendra compacta, de traza y estructura claramente medieval, en donde viven poco más de un centenar de habitantes.

Así que, en efecto, aunque muchas de las edificaciones hayan desaparecido y sido sustituidas, viendo el actual Sedó no es difícil imaginar el de la infancia de nuestro José Joaquín Ticó. A lo mejor en esos tiempos todavía se mantenía la muralla, cuyo trazado por el Sur había de coincidir con la actual Avinguda les Flors y por el Norte con la de Santes Masses. Joan Ticó, el padre de José Joaquín, regentaba la carnicería del pueblo que suponemos se ubicaría en el carrer Major, la calle que define el diámetro del pequeño núcleo. Obviamente, la carretera no existía, y al salir de Sedó, la calle mayor continuaría hacia el Este en el antiguo camino al cercano pueblo de Tarroja (a solo un kilómetro), paralelo al río Sió, uno de los afluentes del Segre. Veo al chaval correteando por las escasas y angostas calles –el carrer de Baix, el del Castell–, yendo con su madre a la misa en la Iglesia de San Donato –erigida en el XI, pero reformada en tardogótico a principios del XVI–, en la que sin duda fue bautizado.

En resumen, que paseando por este pequeño pueblo resulta fácil representarse el escenario de aquel muchacho. Pero, al mismo tiempo, ese escenario me es muy poco elocuente, nada me sugiere que pueda colorear distintivamente la vida de un chico, anticiparme alguna pista que explicara sus futuros derroteros. En este paisaje tan rural –que aún más lo sería a mediados del XVIII–, en esta llanura monótona e interior, tan alejada de casi todo –que aún más lo estaría a mediados del XVIII–, uno no encuentra claves. O quizá sí, quizá en los caracteres inquietos –y asumiré que tal era el de José Joaquín– los Sedós (porque muchos otros hay como este pueblo leridano) alimentan las ganas de irse, de escapar. Así que me imagino un adolescente que sólo piensa en eso, en dejar el pueblo, en ver mundo, en hacer fortuna … Y entonces entra en juego la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña.

7 comentarios:

  1. Veamos hasta cuándo hablas de este tema antes de hablar de cambiar a otro que te sugiera el desarrollo del primero.

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    1. Ya lo veremos, Capolanda, ya lo veremos, en efecto. De momento, prometo al menos cuatro capítulos más.

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  2. ¿Y porqué no puedo recorrer Sedó con Street View?

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  3. Pues como dice Capolanda vamos a ver de qué logramos enterarnos acerca de este Ticó antes de que se te pierda por algún ambage peribloguero.

    La idea de que el paisaje de su infancia pueda darnos claves sobre un personaje me parece mucho más romántica y atractiva que verdaderamente fundada. Por lleno de singularidades llamativas y sugerentes que esté un entorno para el vistante casual, para quienes nacen y crecen en él no es más que el mundo, su mundo, tan lleno de maravillas cautivadoras y magníficas o, al contrario, tan plano y rutinario como su temperamento y sus circunstancias personales le lleven a experimentarlo, independientemente de que sea la llanura castellana, los Alpes tiroleses, el desierto del Gobi o el barrio de Chamberí. Nuestro mundo es fundamentalmente interior, y es este mundo interior el que moldea y hace significativo nuestro paisaje exterior, mucho más que a la inversa. O eso creo.

    Pero vamos, lo creo fundamentalmente por llevarte un poco la contraria.

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    1. En realidad estoy de acuerdo contigo, Vanbrugh. Pero quería traer al post el paisaje de la infancia de José Joaquín y me apeteció relacionar la monotonía de las llanuras de La Segarra con las ganas de largarse de ahí que podría tener un chaval de espíritu inquieto (de hecho me acordaba del "Pueblo blanco" de Serrat y de ese hombre joven que sueña con irse muy lejos de su pueblo); aunque tampoco es que pretendiera hacer teoría.

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