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Juana I, la loca (Juan de Flandes) |
Me faltó en la entrada anterior describir el tercer grupo de correcciones que el gran maestro veneciano hizo al cuadro de Seisenegger, las que di en llamar cosméticas o de embellecimiento de los rasgos de Carlos V. Así, la nariz aparece mejor delineada, atributo muy valorado en el canon de belleza que remitía a la antigüedad clásica; los párpados algo más levantados, restándole a la mirada ese cierto aire de alucinamiento del que no termina de despojarle el austriaco; atempera los contrastes cromáticos del rostro, propios de un tipo blanquiñoso (cruce de las dinastías Trastámara y Habsburgo, ambas tan poco "mediterráneas"), transmitiendo de ese modo una serena madurez. Pero, sobre todo, Tiziano hace casi desaparecer el que era el gran defecto de Carlos, su exagerado prognatismo. En la descripción arriba citada, Contarini no puede evitar hacer mención de ese rasgo tan desagradable: "en él ninguna parte del cuerpo se puede afear, excepto el mentón, o sea todo el maxilar inferior, el cual es tan ancho y tan largo que no parece natural de aquel cuerpo, sino postizo, donde sucede que no puede, cerrando la boca, unir los dientes inferiores con los superiores, antes los separa un espacio del grosor de un diente, de donde en el hablar, máxime al terminar la cláusula, balbucea alguna palabra, lo cual frecuentemente no se entiende muy bien". Esta deformación del maxilar no era sólo un problema estético sino que le traía graves inconvenientes a su salud; Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz, muerto ya el emperador lo recuerda en una semblaza en la que dice: "Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba que los dientes no se encontraban nunca; de lo cual se seguían dos daños: el uno el tener el habla en gran manera dura, sus palabras eran como belfo, y lo otro, tener en el comer mucho trabajo; por no encontrarse los dientes no podía mascar lo que comía ni bien digerir, de lo cual venía muchas veces a enfermar…" (uno de los males que tendría que ver con la mala digestión fueron las hemorroides de las que padeció durante toda su vida adulta). Por supuesto, el prognatismo le venía de herencia, paterna sobre todo y del lado borgoñón y no austriaco, aunque puede que también su madre lo portara (véase su retrato junto a este párrafo) pero no tan acusadamente como el abuelo Maximiliano o el padre Felipe, quien de hermoso no tenía mucho. Pero ciertamente en Carlos la tara se presento mucho más patente que en sus ancestros.
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Carlos a los 16 años (Bernhard Strige-Detalle) |
Para hacerse una idea de la gravedad de su afección, no hay más que mirar los retratos que le hicieron de joven (de adolescente casi) o leer los testimonios al respecto. Por ejemplo, cuando llegó a Castilla para hacerse cargo de la corona, apenas con diecisiete años, causó muy mala impresión, y no sólo porque no supiera una palabra de español y estuviera rodeado por
rapaces flamencos, sino también a causa de su fea mandíbula que le hacía estar siempre con la boca abierta y mantener una expresión de idiota. Para colmo, como suele ser habitual en los prognatismos exagerados, tenía el labio superior hundido y el inferior más abultado, lo que contribuía al afeamiento del rostro y a esa imagen de retardo mental. Idea que tuvo que ser frecuente entre quienes lo conocieron de niño, porque su defecto le dificultaba el habla. Puede que por esta causa nunca gustara de muchos parlamentos ni tampoco se esforzara demasiado en dominar las muchas lenguas de sus territorios. De hecho, en contra de lo que yo creía, Carlos solo hablaba con soltura el francés de Borgoña (la que consideraba su patria, como escribió en su testamento político de 1548) y el español, que fue el que llegó a preferir ya de adulto; el alemán, el italiano y –lo que era más grave en aquella época– el latín nada más que los chapurreaba. Añado de mi cosecha que el peinado a la moda flamenca que luce en los retratos de infancia y juventud –esa media melena lacia geométricamente recortada con flequillo– agravaba esa imagen de bobo de solemnidad (admito que es una opinión subjetiva, seguramente demasiado teñida de mis prejuicios estéticos). Lo cierto es que durante la década de los veinte, el emperador lleva a cabo un proceso consciente de alteración de su apariencia física para que ésta pueda ser compatible con la imagen de majestad que él mismo cree merecer. El cambio más significativo es, sin duda, dejarse crecer la barba, lo que probablemente ocurre hacia la fecha de su boda con Isabel de Portugal, en marzo de 1526; puestos a elucubrar podemos imaginar que las motivaciones principales de vanidad política pudieron reforzarse con otras de índole romántica, la de parecerle algo más agraciado a su joven esposa, una de las mujeres más bellas de entonces. También pronto cambió de peinado (afortunadamente) y fue progresivamente recortándoselo hasta dejarlo por encima de la oreja (como se ve en el cuadro con el perro) más o menos justo antes de la primera llegada a Italia en 1529. Esta evolución de su apariencia facial puede esquematizarse en tres influencias geográficas: Flandes - España _ Italia, siendo esta última, con sus referencias renacentistas a la antigüedad romana, las que finalmente se impusieron en su esfuerzo de adaptarse a un modelo de majestad convincente. Faltaba, claro, que esa transformación física real se
canonizase mediante el arte, mediante un retrato que fijara las claves iconográficas de la imagen imperial. Tal fue el genial y astuto logro de Tiziano.
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Ferrante Gonzaga |
Ya he dicho cuando Carlos y sus cortesanos vieron el retrato de Tiziano quedaron admirados y en un post anterior cité una carta de Ferrante Gonzaga a su hermano el duque de Mantua en el que, resumiendo el júbilo general, decía que "Tiziano ha pintado al emperador tan natural que todos lo han visto divino". Es curioso como, a través de tanta paradoja, esta frase transmite una verdad que sin duda sintió también el César. Resulta contradictorio que si el retrato es extremadamente naturalista el retratado parezca un dios; pero es que, con toda seguridad, el de Tiziano era menos realista que el de Seisenegger: gracias a su dominio pictórico y a leves distorsiones compositivas y certeros retoques, el cadorino se había apartado de las exigencias de fidelidad que se impuso el austriaco. Y sin embargo –paradójicamente, repito– el Carlos V de Tiziano era más
natural que el de Seisenegger. Hay que concluir que, con esos trucos maestros, el pintor de la Serenísima desvelaba ante todos la
verdadera naturaleza del emperador, suprimiendo los "accidentes" anatómicos que dificultaban verla. En cierto sentido, lo que hizo Tiziano fue una operación de
decodificación semántica de modo que, como un descifrador de cartas en clave, permitió la
lectura del verdadero
significado de Carlos. Se ha escrito con frecuencia que Tiziano fue uno de los primeros que logró retratos de profundidad psicológica, evitando los recursos simbólicos o alegóricos (recuérdese el hortera cuadro del Parmiginiano al que me refiero en el cuarto post). Es lícito decir que logró mostrar el alma del emperador y, desde luego, al emperador le gustó esa alma (fuera realmente la suya o no es, en el fondo, irrelevante). Piénsese que el veneciano, después de llegar a Bolonia y ver el cuadro de Seisenegger, sin duda comprendió que ése era el modelo que agradaba a Carlos y no el de tres cuartos de su retrato de dos años antes, pero que, a partir de esa premisa, él podría haber pintado un cuadro distinto; es más, eso habría sido lo normal. Que decidiera copiar el del austriaco es otra muestra más de su genialidad, aunque en este caso no tanto artística cuanto
empresarial. Sagazmente se dio cuenta de que el impacto del desvelamiento de la
verdadera naturaleza del emperador sería mucho mayor si veían su obra junto a la
original. Se trató de un perfecto golpe de estado, de ejecución incruenta y fulminante. Desde luego, sentimientos como la piedad hacia el austriaco no debían pesar nada en el ánimo del cadorino, pero es sabido que la empatía no suele formar parte de la psicología de los genios.
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Ippolito de Medici (Tiziano) |
Quiero imaginar que en la primera recepción que le concediera Carlos al pintor a su llegada a Bolonia lo habría atendido en un gabinete donde descansaría el cuadro de Seisenegger. Es verosímil porque el retrato era muy reciente y el emperador estaría muy satisfecho del resultado (al fin y al cabo, le había gustado mucho el de Augsburgo y éste, con la misma estructura de aquél, lo mejoraba ostensiblemente). Incluso, puestos a elucubrar, hasta es posible que todavía Seisenegger estuviera dando los últimos retoques a su obra y que Carlos recibiera a Tiziano mientras posaba para el austriaco. Ciertamente ambos artistas se conocieron y, como no tenemos ninguna noticia sobre su relación, es muy tentador fantasear sobre la misma. ¿Qué referencias tendrían el uno del otro? Sin duda muchas más Seisenegger de Tiziano que a la inversa, pues es bastante posible que el veneciano no conociera nada de aquél hasta ese momento. Recelaría Seisenegger ante la aparición de Tiziano, temiendo quizá por su futuro con los Habsburgo; no lo creo porque parece que no era tan ambicioso y se contentaba con seguir en Viena al servicio de Fernando. ¿Trabarían una cierta amistad, en tanto colegas, durante esa estancia en Bolonia, al menos hasta que el cadorino sorprendiera a todos con su copia? En fin, no tenemos ni idea, como tampoco sabemos si Carlos tenía ya decidido encargarle un retrato a Tiziano, aunque pienso que sí, pero que es probable que al pintor no se le hubiera prometido nada en firme. Aunque así fuera, no por ello habría dejado de acudir a la ciudad emiliana, donde le habían requerido varios de los nobles que lo admiraban y donde estaban el Papa y el emperador; digamos que, aún sin encargo comprometido, la oportunidad era demasiado jugosa como para desdeñarla. Por eso me apetece más suponer que en esa primera entrevista el emperador no le pidió que lo retratase y simplemente sería un encuentro cortesano de un pintor con el poderoso, un encuentro en que Carlos no hablaría mucho –entre otras cosas porque, como ya he dicho, no dominaba ni el italiano ni el latín– y dejaría el peso de la conversación a sus acompañantes habituales, a De los Cobos o quizá al cardenal Ippolito de Medici, tipo curioso, sobrino del Papa y al servicio del emperador, quien al año siguiente sería a su vez retratado por el cadorino. Pero también me imagino que el pintor permanecería callado la mayor parte de ese rato, diciendo sólo lo mínimo para evitar la descortesía. Sus nobles valedores es probable que se desesperaran de la que era aparentemente una táctica poco conveniente para conseguir el favor del César. Se equivocaban, claro, porque Tiziano sabia (la casi insultante seguridad en sí mismos de los genios) que no necesitaba otro recurso que hacer la copia que, al poco de llegar, ya había decidido hacer. Así que, en vez de darle a la lengua para hacerse el simpático, se dedicaría a observar a Carlos, a fijarse en sus proporciones, en sus gestos, en cómo miraba, cómo movía las manos, cómo inclinaba su cuerpo ... incluso intentaría penetrar en cómo pensaba y sentía. A lo mejor, condescendiendo a las miradas exasperadas de los que le habían recomendado con tanto ahínco, haría algún comentario galante; quizá, comprobando el cariño que parecía mostrar el emperador hacia su perro, le preguntara por su nombre. Pero poco más. Acabada la entrevista de alguna forma habría de arreglárselas para que le permitieran disponer de tiempo junto al cuadro de Seisenegger (otro enigma para fantasear) sin que, para lograrlo, hubiera de confesar sus intenciones (puede que a algún cómplice necesario, requiriéndole que guardara el secreto). Todo esto no son más que meras figuraciones, por supuesto, y ni siquiera de mi invención. Lo que acabo de contar proviene de una novela de Javier González Rodríguez,
La quinta corona (2006), que no trata sobre Tiziano o Carlos V (la historia se la cuenta un padre a su hijo viendo los dos cuadros juntos en el Museo del Prado con motivo de la exposición
Carolus, si bien dicha exposición no fue en Madrid sino en Toledo: licencias de novelista).
Muchas gracias por la historia. La leí con gran placer.
ResponderEliminarUn gran hombre hecho a sí mismo (bueno, y a su ralea o ascendencia), lástima que la llover se le llenara la boca de agua. Y Felipe no era muy guapo, no, inluso para los paatrones estéticos de su época, pero como el apelativo de El hermoso se lo dió Luis XII de Francia, habría que preguntarle a aquel.
ResponderEliminarManuel: De nada; me alegro que la disfrutaras.
ResponderEliminarLansky: Se atribuye a Luis XII, en efecto, la autoría del apodo del primer rey flamenco de Castilla, aunque cualquiera sabe si es verdad. De todos modos, alguna vez he leído que hermoso no tenía exactamente la misma acepción en esa época que en la actual. Lo que es un hecho, en todo caso, es que atractivo sería el chico, visto lo enamorada que tenía a Juana y lo fácil y abundantemente que ligaba (claro que lo de ser rey ayuda). También que hacía buenas migas con Luis XII, bastante mayor que él. Tantas que en 1505 pactaron el matrimonio de sus hijos: Claudia de 6 años y Carlos de 5. La historia habría sido muy distinta si se hubiera mantenido el compromiso: además del Imperio, Flandes, España y grandes trozos de Italia, Carlos habría heredado Francia (eso sí, Portugal no se habría unido a la corona hispana en la siguiente generación) . La hija de Luís se casaría a la postre con Francisco I, el archienemigo de Carlos V.