lunes, 5 de diciembre de 2016

Festival de la vendimia

Llegamos a Huacachina ya de noche. Era marzo de 1978 y, aunque casi no me acuerdo, puedo asegurar que en torno a la laguna no había tantas edificaciones como veo ahora en el Googlemaps. El viaje lo habíamos decidido esa misma tarde, después de almorzar los cuatro en el mercado de Barranco, frente a la Casona. Supongo que no sería época de entregas o simplemente que teníamos la edad y disposición para las locuras improvisadas y además la vendimia de Ica tenía su bien ganada fama, según se contaba la diversión era segura. Así que, bien cargaditos de chelas, nos metimos todos en el escarabajo de Vicen y agarramos la Panamericana Sur para hacernos más de trescientos kilómetros a través del desierto costero del centro del Perú. Íbamos –casi no hace falta decirlo– demasiado cortos de plata y la que teníamos no era para gastarla en alojamientos; cuando aún no has cumplido los veinte eso está muy atrás en la lista de prioridades (a estas alturas, en cambio, mi espalda impone muy distintas condiciones). Así que alguien, creo que fue Loren, propuso aparcar el carro junto a las dunas y, envueltos en las mantas que previsoramente habíamos traído, extendernos sobre éstas a pasar la noche para bien descansados poder a partir del día siguiente entregarnos a la esforzada tarea de emborracharnos (que a eso habíamos ido, al fin y al cabo).

Amanecimos bajo un sol vertical, empapados en sudor y apestando: los vapores sulfurosos de las aguas de Huacachina se nos habían adherido a las ropas. Al insoportable mal olor que portábamos se sumaba un desaliño exagerado, que nos hacía parecer una pandilla de vagabundos desahuciados. Como la noche anterior no habíamos cenado (pero sí fumado más maría de lo normal), a los cuatro nos acuciaba un hambre voraz. Pero era obvio que si no conseguíamos asearnos mínimamente no nos dejarían entrar en ningún local de comidas. Mientras discutíamos qué hacer, me vino a la cabeza el recuerdo de Marijose, una chica española a la que había conocido al poco de mi llegada a Lima (y con la que incluso había tonteado algunas semanas) y que se había ido a vivir con una tía a Ica. Estaba seguro, anuncié como si ofreciera la solución que nos redimía de la catástrofe, de que esa amiga mía estaría encantada de facilitarnos las necesarias duchas. El problema, claro, estribaba en que llevaba sin verla casi dos años y no tenía ni idea de cómo localizarla. En aquellos tiempos pre-móviles y pre-internet, sólo cabía recurrir a las guías telefónicas, pero desconocía también el apellido del tío de mi amiga (que era el marido de la hermana de su madre, o sea que fatal). En fin, que mi tabla de salvación se iba a pique antes incluso de habernos asido a ella.

Sucios, hediondos y hambrientos nos metimos en el coche y fuimos hacia el centro de Ica, confiando en que algo pasaría o se nos ocurriría. Y algo pasó, porque detenidos en un semáforo en rojo de una de las calles de la ciudad colonial, con asombro vi cruzar la calle a Marijose. ¡Coincidencia milagrosa! Mi amiga, una vez que me reconoció a pesar de las pintas que presentaba, se portó maravillosamente: nos dirigió a casa de sus tíos y nos ofreció dos cuartos de baño; mientras nos aseábamos, preparó unos zumos, cafés con leche y bollos, aunque ya había pasado el mediodía. Luego, nos propuso llamar a unas amigas y organizar un almuerzo todos juntos (sus tíos estaban de viaje en Europa), lo que aceptamos con entusiasmo. Durante la comida bebimos mosto, reservándonos para la ingesta alcohólica posterior, en la tarde noche. La idea era ir todos juntos a los puestos del Festival de la Vendimia y disfrutar del ambiente. Lo cierto es que nosotros cuatro planeábamos escaquearnos, perdernos de Marijose y sus amigas, no porque no fueran guapas sino porque nos parecían demasiado seriecitas, no acordes con el espíritu gamberro que nos embargaba. Bueno, la excepción era Óscar, el nica, que parecía haberse templado profundamente de Marilena, una rubita pecosa, de lejos la más pituca del cuarteto de muchachas. En fin, que pasara lo que tuviera que pasar.

Y a partir de esa tarde celebramos con ahínco los rituales de la embriaguez. Según progresaban los efectos de las incesantes catas de vinos fui perdiendo la capacidad de fijación de recuerdos, de modo que cuando recuperé mis facultades normales –treinta horas más tarde– apenas me acordaba de los primeros tragos en las casetas de la feria y de algunas escenas deshilvanadas posteriores. El caso es que, según me contaron, ya los tres mosqueteros nos habíamos desligado de nuestras amables anfitrionas (porque Óscar, en efecto, había preferido apostar todo a su única carta) cuando decidimos intentar colarnos en el baile que organizaba el Hotel de Turistas, reservado para la élite local y visitantes ilustres. Parece que, pese a mi timidez, me ligué a dos guapas hermanas norteamericanas que se alojaban en el hotel y con las cuales, muy ufano, entré sin problemas. Lo que ocurrió esa noche y durante todo el día siguiente ha desaparecido de mi memoria. El primer recuerdo posterior es de Vicen zarandeándome para que me despertara a altas horas de la noche siguiente. Estábamos de nuevo los cuatro juntos, de nuevo arropados en nuestras mantas durmiendo en las dunas al borde de Huacachina. ¿Cómo había llegado allí? Según Vicen, nos habíamos ido encontrando todos, uno a uno, a lo largo de esa tarde y, una vez juntos, todos bastante perjudicados, él nos había traído de nuevo a la laguna. Ahora, tras haber dormido unas pocas horas, quería que nos volviéramos a Lima.

Se me pasó la curda de inmediato. Óscar y Loren se acomodaron en la parte de atrás del Volkswagen y yo, de copiloto, me propuse darle conversación a Vicen durante todo el viaje, para evitar que se quedara dormido (pensaba que como estuviera la mitad de tocado que yo corríamos un grave riesgo saliendo a la carretera). Salvo un pinchazo a mitad de trayecto con el obligado cambio de rueda, no pasó nada que reseñar ni mucho menos que lamentar. Luego, durante los días siguientes, tratamos entre todos de reconstruir las lagunas de nuestros recuerdos, pero quedaron en empeños vanos. Fue aquella, sin duda, la mayor borrachera de mi vida y también el periodo de amnesia más largo de todos los que he tenido, pues alguno más he experimentado. En los años posteriores, varias veces intenté rascar en mi cerebro para recuperar imágenes mías con aquellas dos gringuitas; imagínese la rabia que da el no recordar nada de lo que quizá fue una magnífica experiencia erótica. Luego, a medida que pasa el tiempo y uno se va haciendo mayor, dejé de acordarme de lo que no recordaba; de hecho, puede decirse que llevaba muchos años, décadas probablemente, sin pensar en aquellas jornadas de Ica. Hasta anoche. Anoche mi puñetero subconsciente me proyectó una película en el que retozaba en una habitación del Hotel de Turistas con las dos pibitas yanquis. En plena felicidad onírica, sin embargo, me desperté y, como suele ocurrirme casi siempre, asistí desesperado al desvanecimiento de los detalles del sueño, del que solo he podido retener que iba de esa noche. ¿Significa acaso que los recuerdos siguen ahí grabados, que a lo mejor algún día podrán revelárseme?

2 comentarios:

  1. ¡Maldita memoria! Aunque mira, quizás pueda decirse en tu caso eso tan tópico de más vale tarde que nunca.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, más vale tarde que nunca. Lo que pasa es que, en este caso, todavía no ha llegado el tarde porque el sueño de la otra noche también se ha desvanecido de la memoria (consciente).

      Eliminar