sábado, 17 de abril de 2021

Absurdo e imposible

Hoy se cumplen dos meses de la muerte de Luisa, 59 días de tristeza inmensa y casi incesante porque hasta en los breves ratos en que algo me tiene entretenido y los pensamientos se distraen de su obsesivo objeto la llevo de fondo, sorda pero presente. La echo en falta en cada momento, cada cosa que hago la hago pensando en ella, para ella, esperando que me diga qué le parece, incluso oyéndola decírmelo. Sé –es obvio– que todavía no he aceptado que se haya ido, que no voy a volver a verla. Por más que sepa que está muerta, no soy capaz de digerir esa realidad. Es como si estuviera ante algo absurdo, imposible –cómo Luisa va a estar muerta, es absurdo, es imposible– que, por tanto, no puedes creer. No sé, como si de pronto alguno de mis perros empezara a hablarme con perfecta dicción y absoluta congruencia. En realidad es así, pero justo al contrario. Porque cuando algo es absurdo lo es porque va contra la razón y, en este caso, se trata de un absurdo emocional, del corazón. Luisa ha muerto como consecuencia absolutamente lógica y previsible del maldito glioblastoma; no hay nada absurdo, nada imposible en ese final (más bien, por lo que parece, casi lo imposible habría sido que hubiera sobrevivido al tumor asesino). Pero por más que mi razón me diga eso, mi yo más profundo (radique en el corazón o, más probablemente, en las tripas) dice que no, que es absurdo, que es imposible. 
 
Y cuando lo absurdo, lo imposible, se te impone, no entiendes nada porque se te rompe la estructura que te soporta, te articula, te mantiene íntegro y, sobre todo, te da sentido. De modo que, de pronto, te quedas sin apoyo y dejas de tener sentido pues lo que creías que lo tenía no lo tiene, es absurdo. Lo imposible no solo es posible, es real pero entonces, la realidad no era la que creía, esa que estaba llena de ella porque era ella la que aportaba ese ingrediente mágico –era amor, claro– que la dotaba de sentido. Dice Janet Winterson que perder a alguien a quien amas cambia tu vida para siempre. No es solo la vida, es la realidad toda la que ha cambiado, como si se hubiera vaciado de sentido y por supuesto de belleza. Me siento como Keanu Reeves cuando descubre la descarnada y espantosa realidad de Matrix. Así de fea, de vacía, es la realidad sin ella. Winterson habla de un hueco que no se va a llenar nunca. Me parece acertado hablar de hueco pues el hueco, el vacío, es lo que no es, lo que fue y ya no es, ha dejado de ser. Y en efecto, mi sentimiento más intenso es carencia, oquedad. Un vacío que duele –que duele muchísimo, como nunca antes nada me había dolido–; un vacío que duele como si me estuviera desgarrando por dentro, vaciándome a dentelladas. Me viene a la mente la conocida proposición de Spinoza –“cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser”– y se me ocurre que la muerte de Luisa ha roto mi ser, lo está destruyendo, lo acerca a su negación, a la nada. Y quizá por eso me duele tanto. 
 
Este dolor del vacío me hace ver también cuánto de mi propio ser era Luisa. Mientras vivía no lo supe. Sabía que la amaba, desde luego, pero no imaginaba que tanto y, sobre todo, no me di cuenta de que se había fundido tan íntimamente conmigo que era yo; nunca se me pasó por la cabeza –ni siquiera en los meses terribles de la enfermedad– que al perderla no la perdía solo a ella sino que perdía parte –sin duda la mejor parte– de mí mismo. Ahora sé perfectamente cómo y cuándo Luisa entró en mí (además, ya lo he contado). Luego, a lo largo de quince años, ocurren muchas cosas, no siempre buenas, y te olvidas, imbécil, de valorar lo que tienes como se merece, de cuidar el amor, de amar mejor. En estos días últimos he empezado con los reproches, pero de eso hablaré más adelante. Hoy, al cumplirse los dos primeros meses, lo que quiero es protestar a gritos contra una muerte absurda, contra la puta vida que se empeña en hacer real lo que era (tenía que ser) imposible. Sé que este dolor lacerante irá poco a poco desvaneciéndose, sé que iré aceptando que Luisa no está, sé que incluso recompondré los pedazos rotos de mi ser, aunque el hueco seguirá para siempre. Quiero pensar que hasta conseguiré “integrar” la ausencia de Luisa y la llevaré conmigo, como fuente de amor, paz y motivación. Pero hoy siento la rabia de la impotencia, clamo indignado contra el absurdo, me rebelo inútilmente contra el imposible que no lo fue. Y lloro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario