domingo, 11 de abril de 2021

Orfeo y Eurídice

Julian Barnes, al que descubrí en los ochenta por su loro de Flaubert, perdió a su mujer en 2008 a causa –¡también!– de un tumor cerebral. Ella, Pat Kavanagh, tenía sesenta y ocho años, pero él sesenta y dos, más o menos mi edad. En 2013 publicó Niveles de Vida, un libro breve y original dividido en tres partes: las dos primeras hablan de globos aerostáticos y pioneros de la aviación, y también de la legendaria Sarah Bernhardt; relatos de hechos reales que se supone le sirven de base para dedicar la tercera parte –la pérdida de profundidad, se llama– a hablar del doloroso desgarro de su propia pérdida. Lo leí a las dos semanas de la muerte de Luisa –ya antes había leído dos o tres análogos– y me sentí tremendamente identificado. Al fin y al cabo, como dice Barnes, la muerte de Luisa me ha desplazado a una categoría de personas separada crudamente del resto: los que hemos conocido el amor y los que hemos sufrido la fatal aflicción de la pérdida. 
 
Podría –y hasta me apetecería– ir transcribiendo las treinta y pico páginas y comentando cada párrafo, cada frase. Sería, claro, muy aburrido, amén de muestra de un narcisismo morboso que incluso a mí me parece inadmisible. Pero traigo aquí a Barnes porque, seguro que por su culpa, esta noche he soñado con el mito de Orfeo y Eurídice. Cuenta el británico que, cuando empezaba a afrontar salir de casa, asistir a lugares públicos, fue a ver la ópera Orfeo y Eurídice, de Gluck. Paso aquí la síntesis del propio Barnes. Muere la mujer de un hombre y sus lamentos conmueven tanto a los dioses que le otorgan el permiso de descender al averno, encontrarla y devolverla a la vida. Con una condición, no obstante: no debe mirarla a la cara hasta que hayan llegado a la tierra; de lo contrario, la perderá para siempre. Con lo cual, mientras él la conduce fuera del inframundo, ella le convence de que la mire; con lo cual ella muere y él vuelve a lamentarse, incluso más conmovedoramente, y saca su espada para suicidarse; con lo cual el dios del amor, desarmado por esta muestra de afecto conyugal, devuelve la vida a Eurídice. 
 
En mi sueño de esta noche no había dioses griegos que me ofrecieran ningún pacto. Simplemente se me aparecía Luisa y me pedía que fuera a recogerla de donde estaba, un sitio impreciso, que en ningún momento supe qué era. Iba a por ella, por supuesto. Llegaba a lo que vagamente parecía un claro en un bosque y ahí estaba, de pie, vestida con una túnica blanca, y sonriéndome. Imaginería mitológica del renacimiento italiano, diría yo. Nos abrazábamos y, por un momento breve, el sueño transformó su vaporosa esencia de ondas mentales en materia carnal, sentí su cuerpo físico apretándose contra el mío, la mutua adherencia de nuestras pieles. Vámonos, me dijo, sácame de aquí. 
 
Pero yo, por más que estuviera soñando, sabía que estaba muerta, que no la podía traer de vuelta. La muerte, me decía a mí mismo (quizá también se lo dije a ella), es irreversible, es una puerta que solo se cruza en un único sentido. Entonces me acordé de Orfeo y pensé que los dioses nunca quisieron permitir el regreso de su amada, probablemente porque ni ellos mismos podían hacerlo. No obstante, junto a Luisa, los dos de pie cogidos de ambas manos, una parte de mí –la doliente– le decía a la otra –la racional– que tal vez era posible, que tenía que esforzarme en creer que podría hacerla volver, que tenía que encontrar algún modo de deshacer lo que había ocurrido, de corregir ese absurdo error, esa broma macabra. 
 
En el sueño sentía mucho calor, un calor que asociaba al amor a Luisa, al amor de Luisa. Entonces, dormido, pensé que ese amor había de ser como un fuego que abrasase y derritiese las murallas de hielo –las imaginaba porque nunca las vi– que mantenían prisionera a Luisa. Pero mientras pensaba eso, noté que el calor disminuía, que las manos de Luisa se tornaban frías y que ella misma empezaba a desvanecerse. Lo último que recuerdo es que traté de abrazarla de nuevo, pero enseguida me desperté, con la presión de la angustia en el diafragma y ganas de orinar. Eran las cuatro de la mañana. 
 
Luego, hasta que hacia las seis me levanté, estuve en un duermevela alucinado, a medias entre lo real y lo onírico. Pensé o soñé –porque no eran propiamente ni pensamientos ni sueños- con Luisa, pero ella ya no estaba. Pensé o soñé que, hasta en lo más profundo del sueño, no podía creer que pudiera recuperarla, y que esa incredulidad había causado la desaparición de Luisa, la interrupción de mi sueño. Orfeo, ya fuera despierto o soñando, creyó que podía rescatar a Eurídice y traerla de vuelta. Cuánto me gustaría tener la fe de Orfeo, pero hace muchos siglos que los dioses mitológicos han muerto. No obstante, no me parece mucho pedir que, al menos durante el sueño, se anestesie mi helado raciocinio y pueda seguir sintiendo el cálido amor de la presencia de Luisa.

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