Pirata investiga piratería
Stephen Witt era un veinteañero en 1997, cuando empezó la universidad de Chicago y descubrió la piratería de archivos musicales (mp3) a través de internet. Cuando en 2005 se mudó a Nueva York acumulaba 1.500 gigabytes de música, aproximadamente unos 15.000 álbumes. Para poner en su justo valor estas cifras hay que tener en cuenta que durante esos ocho años, la velocidad de banda de internet era mucho menor que la actual y tampoco la oferta pirata estaba tan expandida como en la actualidad. Él conseguía los mp3 en canales de chat (IRC) y, posteriormente, a través de Napster o BitTorrent. Supongo, además, que serían la mayoría de 192 kb/seg (pesarían menos que el los actuales, predominantemente distribuidos a 320) pero, aún así, el chaval debería tener casi todo el día el ordenador de su dormitorio estudiantil conectado. Aclaro esto porque, hoy en día, haber descargado 1,5 teras de música no me parece suficiente para considerarse en la vanguardia de la piratería, que era lo que Witt pensaba de sí mismo (de hecho, mi colección de música digital probablemente ronde esa dimensión). En todo caso, no quiero que el hombre se sienta menospreciado en el remotísimo supuesto de que lea este post (do you understand spanish, Stephen?).
El caso es que, rememorando su alegre juventud, Witt piensa que pertenece a la que llama "generación pirata" que, en términos de edad, correspondería a los nacidos a partir de mediados de los setenta (los mayores de ellos, como él, están hoy iniciando su cuarentena). Lo que en su opinión les caracteriza es que nunca se han planteado comprar música. Desde que ésta les empezó a interesar, descubrieron que "simplemente, estaba ahí" y no había más que cogerla; entonces, ¿para qué ir a una tienda de discos? Si eso es así (y no veo descabellado que lo sea) se entiende el esfuerzo de la industria discográfica para intentar convencer de que la piratería es éticamente mala y que eres una mala persona si descargas algo con derechos de autor sin pasar por caja. Tales campañas no deben tener mucho éxito, a la vista de la proliferación del fenómeno y también del propio testimonio de este hombre que, en una entrevista, reconoce que siempre supo que era ilegal pero no tiene nada claro que sea inmoral. En todo caso, lo cierto es que, gracias a su afanosa actividad descargadora, Stepen se ha hecho con una discoteca que, si la hubiera pagado (por ejemplo a los precios medios de Amazon o iTunes Store, le habría costado del orden de 150.000 euros, cantidad que probablemente supera los ingresos que pudiera haber tenido durante todos sus años universitarios.
Pero hay otra nota que Witt atribuye a los piratas compulsivos cuando reflexiona sobre las motivaciones que lo llevaban a descargar tanta música. Dice que lo que realmente le impulsaba –aunque no era consciente de ello– era el deseo de pertenecer a una élite, a un grupo exclusivo formado por los poseedores de una ingente cantidad de canciones. De hecho, reconoce que no ha oído toda la música que guarda en sus discos duros y que ni siquiera está seguro de saber lo que tiene. La verdad es que, con matices, algo de eso me ocurre a mí. La exuberante disponibilidad que ofrece Internet se convierte en una tentación para acumular archivos (en mi caso música y libros) pese a que es probable que –sobre todo los libros– no llegues a tener tiempo de leerlos. Cuando me paro a pensarlo, me digo que estoy guardando para el futuro, por si acaso, pero sé que me estoy engañando. Aún así, yo al menos escucho todos los días música y además me entretengo (ya lo he contado en algún post) ordenando mi discoteca y, de paso, aprendiendo cosas sobre los músicos y estilos que me gustan. Pero sí, hay mucho de cierto en lo que apunta Witt; va a resultar que la Red fomenta la variante digital del sindrome de Diógenes, aunque con la ventaja de que lo que se acumula ocupa muy poquito espacio físico (imagínense el que requieren 15.000 CDs o, peor todavía, vinilos. El otro día vi un reportaje sobre Gladys Palmera, una coleccionista de música latina, que tiene unos cincuenta mil vinilos y es impresionante lo que ocupan).
La cosa es que a este hombre, un día que andaba entreteniéndose con su enorme colección de música digital, le asaltó una duda: ¿de dónde provenían todos esos archivos que se había bajado de la Red? Tratando de responderse, comprobó que había muy poca información al respecto, que casi nada se sabía sobre las personas que había detrás de la piratería. Así que empezó a investigar por su cuenta y a averiguar hechos que le sorprendieron. Por ejemplo, él pensaba (y yo también) que la abundancia de archivos musicales en Internet tenía su origen en una multitud de personas dispersas a lo largo del mundo que, de modo individual, ripeaban sus CD y los subían. Eso era así, en efecto, pero lo cierto es que, según descubrió, la mayoría de los primeros archivos de cada disco (o de cada canción) que se subían –y que luego eran clonados repetidas veces y en diferentes servidores por esa multitud de usuarios individuales– provenían de muy pocas fuentes y éstas, además, eran grupos organizados (y obviamente clandestinos). Witt dedicó unos cuantos años a viajar incansablemente, escudriñar en multitud de fuentes (incluyendo, por supuesto las policiales) y a entrevistar a personajes apenas conocidos pero que han jugado papeles fundamentales en el proceso que durante los últimos veinte años (digamos que el origen puede marcarse con la puesta en servicio de los mp3, en tanto sistema de compresión de audio que facilitó extraordinariamente la difusión de archivos a través la Red) ha afectado, en íntima interrelación, a la industria musical y a la piratería internáutica.
El resultado es un libro –How music got free– publicado por Penguin en junio de este año. En él, Witt va presentándonos, en ameno estilo periodístico y orden cronológico, las diversas escenas y personajes que fueron jalonando este proceso del cual todos hemos oído hablar pero que no conocemos con suficiente nitidez (entre otras cosas, porque por su propia naturaleza, se ha desarrollado en ámbitos opacos a los medios, tanto si los protagonistas eran "piratas", como capitostes de la industria o investigadores policiales). Así, pasean por sus páginas nombres como el de Karlheinz Brandenburg, un ingeniero eléctrico y matemático bávaro que, al frente de un equipo de jóvenes algo excéntricos, desarrolló los algoritmos de compresión de los mp3; el de Doug Morris, un alto ejecutivo de la industria (fue presidente de MCA y actualmente lo es de Sony Music), que fue el primero entre sus colegas que afrontó creativamente la reacción del negocio frente a la piratería; y los de los propios "piratas", entre los que destaca un tal Dell Glover, trabajador de una fábrica de CDs en Carolina del Norte que se dedicó durante unos cuantos años a robar copias para ripearlas y facilitarlas a un grupo organizado de uploaders que, desde California, los subían a la Red antes incluso del lanzamiento comercial del nuevo disco. En fin, que la lectura me está interesando (voy como por la mitad) y, aunque no desvela sorpresas tan espectaculares como promete en la introducción, sí resulta bastante instructiva. De más está decir que el ejemplar electrónico que estoy leyendo es pirata (supongo que Stephen lo entiende).
La cosa es que a este hombre, un día que andaba entreteniéndose con su enorme colección de música digital, le asaltó una duda: ¿de dónde provenían todos esos archivos que se había bajado de la Red? Tratando de responderse, comprobó que había muy poca información al respecto, que casi nada se sabía sobre las personas que había detrás de la piratería. Así que empezó a investigar por su cuenta y a averiguar hechos que le sorprendieron. Por ejemplo, él pensaba (y yo también) que la abundancia de archivos musicales en Internet tenía su origen en una multitud de personas dispersas a lo largo del mundo que, de modo individual, ripeaban sus CD y los subían. Eso era así, en efecto, pero lo cierto es que, según descubrió, la mayoría de los primeros archivos de cada disco (o de cada canción) que se subían –y que luego eran clonados repetidas veces y en diferentes servidores por esa multitud de usuarios individuales– provenían de muy pocas fuentes y éstas, además, eran grupos organizados (y obviamente clandestinos). Witt dedicó unos cuantos años a viajar incansablemente, escudriñar en multitud de fuentes (incluyendo, por supuesto las policiales) y a entrevistar a personajes apenas conocidos pero que han jugado papeles fundamentales en el proceso que durante los últimos veinte años (digamos que el origen puede marcarse con la puesta en servicio de los mp3, en tanto sistema de compresión de audio que facilitó extraordinariamente la difusión de archivos a través la Red) ha afectado, en íntima interrelación, a la industria musical y a la piratería internáutica.
El resultado es un libro –How music got free– publicado por Penguin en junio de este año. En él, Witt va presentándonos, en ameno estilo periodístico y orden cronológico, las diversas escenas y personajes que fueron jalonando este proceso del cual todos hemos oído hablar pero que no conocemos con suficiente nitidez (entre otras cosas, porque por su propia naturaleza, se ha desarrollado en ámbitos opacos a los medios, tanto si los protagonistas eran "piratas", como capitostes de la industria o investigadores policiales). Así, pasean por sus páginas nombres como el de Karlheinz Brandenburg, un ingeniero eléctrico y matemático bávaro que, al frente de un equipo de jóvenes algo excéntricos, desarrolló los algoritmos de compresión de los mp3; el de Doug Morris, un alto ejecutivo de la industria (fue presidente de MCA y actualmente lo es de Sony Music), que fue el primero entre sus colegas que afrontó creativamente la reacción del negocio frente a la piratería; y los de los propios "piratas", entre los que destaca un tal Dell Glover, trabajador de una fábrica de CDs en Carolina del Norte que se dedicó durante unos cuantos años a robar copias para ripearlas y facilitarlas a un grupo organizado de uploaders que, desde California, los subían a la Red antes incluso del lanzamiento comercial del nuevo disco. En fin, que la lectura me está interesando (voy como por la mitad) y, aunque no desvela sorpresas tan espectaculares como promete en la introducción, sí resulta bastante instructiva. De más está decir que el ejemplar electrónico que estoy leyendo es pirata (supongo que Stephen lo entiende).
en una entrevista, reconoce que siempre supo que era ilegal pero no tiene nada claro que sea inmoral
ResponderEliminar¡Pues claro! Ya hablé por aquí de que en los videojuegos, sector con mucha piratería, han surgido tiendas como Steam o Humble Bundle que la tienen en cuenta, y hacen lo siguiente:
-Proporcionar un lugar de encuentro para aficionados, de manera que puedas encontrar conocidos, comentar estrategias, hablar de problemas técnicos, etcétera.
-Proporcionar un lugar para que los creadores puedan vender o mostrar on-line sus creaciones y puedan distribuir actualizaciones de modo eficiente.
-Montones de rebajas, algunas de un 90% del precio.
Excepto el segundo punto en las actualizaciones, creo que se puede aplicar
también en la música. Como decía uno de los responsables de Steam en una breve entrevista, para ellos la piratería era un problema de abastecimiento: si el consumidor considera que es más fácil y conveniente piratear, lo hará, así que lo mejor es darles una alternativa mejor, aunque sea pagando (un porcentaje). Pusieron el ejemplo de que les aconsejaron vender en Rusia, porque en teoría se pirateaba una barbaridad, y ahora son su mayor mercado europeo.
Y después de un año usando Steam, pues tiene sus virtudes (y algún defecto, pero es mejor a piratear, sí).
Si hablamos de 'piratas', hablemos de piratas. La industria discográfica, hoy tocada y casi hundida, ha sido desde siempre una de las más abusivas y lesivas con los derechos de autor de los músicos, y de las menos respetuosas con los derechos de los melómanos, así que les está muy bien empleado lo que les pasa. Por el contrario, y en términos generales, es decir, con todas las excepciones que se quiera, los editores de libros suelen ser menos abusivos incluso abundan los casi mecenas de la cultura impresa. Y una última reflexión, los videojuegos, mundo del que me confieso ajeno y desinteresado, mueve más dinero que el de la industria discográfica y... ¡el cine! juntos.
ResponderEliminarLansky lleva toda la razón. En los sitios que he nombrado también venden películas y música (aunque suelen ser bandas sonoras de juegos), y series, libros y cómics (en formato electrónico) en Humble Bundle, aunque es difícil de seguir porque depende del concepto de oferta que maneja esta gente: todas las semanas, por ejemplo, siempre la hay de juegos, y con cierta periodicidad hacen una de las demás disciplinas.
ResponderEliminarAyer me llegó un correo avisándome de que ya están las ofertas de Navidad. ojo al parche a los porcentajes:
https://www.humblebundle.com/store