Diario de Casandra (5)
Ha pasado ya una semana desde el trance último, el que yo misma busqué dejando de tomar el clozaril, la pastilla que hace ya varios años me prescribió el psiquiatra para, según sus palabras, mantenerme en este lado de la realidad. Nunca como esta vez había sido la experiencia tan densa, tan abigarrada de premoniciones, tan omnicomprensiva. Se me ha anunciado un panorama terrible, de absoluta destrucción, crueldades salvajes, ríos de sangres, muertes incontables. Llevo desde el martes recluida en mi apartamento, meditando y queriendo traducir esas imágenes de tragedia griega a signos que se vinculen a mi entorno, a mi realidad personal y familiar. He procurado reproducir por escrito, con la mayor fidelidad de que es capaz mi memoria, los detalles del trance; trocearlo en escenas secuenciales para intentar interpretarlas individualmente y en su conjunto. Tengo ya un grueso fajo de páginas emborronadas de apuntes, muchas con dibujos que asemejan pinturas del expresionismo alemán, rostros desfigurados en muescas salaces, predominio de violentos manchones rojos y negros. Debería redactar un texto ordenado que diera sentido a lo que parecen delirios sin sentido, un texto que pasar a este diario empezado hace pocas fechas y que pretendo que me sobreviva y me explique. Sin embargo, no encuentro el ánimo necesario para emprender esta tarea. Supongo que la experiencia de la noche del lunes me ha dejado exhausta. Quizá también, pese a haber reanudado inmediatamente la toma del clozaril, mi cerebro no ha logrado aún levantar el dique tras el cual represa las aguas augures, impidiéndolas anegar el espacio de la consciencia. Espacio este, por cierto, que llevo esforzándome en secar durante toda la semana, tras la copiosa inundación. No, de momento prefiero aplazar la narración de mi último y más intenso trance, ganar tiempo para que sus lecciones maduren y pueda revelármelas con todo su sentido y alcance. Entre tanto se me ocurre que podría ayudarme dejar aquí constancia de hechos antiguos. Por ejemplo, contar cómo recibí este poder maldito, evocar aquellos días en que empecé a ser la que estaba destinada a ser.
Tenía 13 años y estudiaba segundo de ESO en las Teresianas de la calle Ganduxer. Ese curso, en la primavera, nos tocaba la confirmación católica y por eso el colegio había formado varios grupos de catequesis, cada uno a cargo de un sacerdote; a mí me tocó en el que dirigía el Padre Apolo. Le pongo por delante el tratamiento que le correspondía aunque desde el primer día nos pidió que lo llamáramos Apolo a secas, que quería que entre él y nosotras no hubiera ninguna barrera, que fluyera la confianza más abierta. Era joven, probablemente no llegaría a los treinta, y también muy guapo, o al menos así nos los parecía a unas adolescentes con las hormonas revueltas. De hecho, yo fui la menos encandilada por los encantos, aunque he de reconocer que tampoco quedé del todo indemne. Pero mientras mis compañeras coqueteaban vergonzosamente con el curilla yo desde el principio me mostré desagradablemente altanera, haciéndole ver que me caía mal. Pensándolo desde mi actual edad, tengo la impresión de que la mía era una reacción de autodefensa intuitiva; sentía que si cedía a la atracción que podía sentir por ese hombre me debilitaba. El caso es que enseguida me di cuenta de que Apolo, en cambio, se sentía atraído por mí y se le daba fatal disimularlo. Bien es verdad, modestia aparte, que no me costó demasiado sobresalir en los debates religiosos que proponía en las sesiones de los martes después del horario escolar. Las otras chicas ni siquiera se planteaban cuestionar los tópicos de la ortodoxia católica que nos venían repitiendo desde primaria y las pocas veces que se les ocurría alguna objeción se daban por satisfechas con el primer argumento que les ofrecía el sacerdote. Así que, aunque no tenía demasiado interés en ser la estrella de esas reuniones, lo cierto es que Apolo sabía cómo hacerme entrar al trapo, cómo aprovechar mi tonta vanidad de entonces, de modo que cada vez más se convirtieron en diálogos casi exclusivos entre nosotros dos.
Una tarde, a punto de acabar la hora de catequesis, apareció en el aula la directora del Colegio, a la que llamábamos Sor Matusalén, para pedirme que la acompañara a su despacho que quería hablar un rato conmigo. Resultó que Apolo le había dicho que pensaba que mis convicciones católicas no eran lo fuertes que deberían. El Padre Apolo me ha mostrado gran preocupación por ti, Casandra, algo que debes agradecerle. Me dice que eres una chica muy inteligente y de gran bondad pero te has dejado llevar por dudas insidiosas que pueden resquebrajar tu fe. Cree que, además de la catequesis grupal, necesitas una atención personal, una dirección espiritual intensiva, al menos durante estos pocos meses que faltan para recibir la confirmación. Sé que tu confesor, el de toda tu familia, es el párroco de Santa María de Vallvidrera, un santo, lo conozco bien. Lo que pasa, Casandra, es que ahora tu alma necesita una especie de entrenador personal, ¿me entiendes? Claro que la entendía, Apolo se servía de la vieja bruja para atraerme a sus fauces. Mi primera reacción fue de rabia –¿quién se creía el curita que era?–, pero supe disimularla. Si declinaba la “sugerencia”, por muy educada y convincentemente que lo hiciera, llegaría un aviso a mis padres, la monja les haría partícipes de sus dudas sobre mi formación religiosa, sobre la conveniencia de que fuera confirmada. Imaginé que a mi padre no le importaría demasiado pero Hécuba no estaría dispuesta a permitir lo que consideraría un desaire inadmisible, un insulto público ante las mejores familias barcelonesas. Ya por entonces existía una guerra sorda entre mi madre y yo, la hija adolescente y rebelde que disfrutaba contradiciendo y poniendo en entredicho todo lo que hacía y representaba la matrona. Bien es verdad que me sabía protegida por el cariño especial, la predilección, de Príamo, pero no me convenía forzar las cosas más allá de lo razonable. Al fin y al cabo me sentía más que capaz de manejar al que no pasaba de ser –eso creía yo– un curilla rijoso al que le ponía cachondo una chavala de trece años. Así que acepté; con la más humilde y recatada de mis sonrisas le aseguré a Sor Matusalén que por encima de todo deseaba ser confirmada, que agradecía de corazón los desvelos del Padre Apolo y que, por supuesto, estaba más que dispuesta a recibir su guía espiritual.
De modo que a partir de la semana siguiente a esa charla con la directora, los miércoles me quedaba una hora más en el colegio, a solas con el sacerdote, para recibir el reforzamiento doctrinal que mi alma requería. Casi enseguida descubrí dos cosas: la primera, que, en efecto, la dirección espiritual no era lo que motivaba a Apolo, sino su interés personal en mí; la segunda, que en contra de lo que había supuesto, esas charlas me entretenían, las disfrutaba mucho. No descarté nunca que lo que en el fondo perseguía era sexual (tampoco me lo concretaba demasiado, al fin y al cabo por entonces mis conocimientos sobre la materia no eran obviamente precisos), pero desplacé esa sospecha ante la halagadora sensación de que ese cura joven y atractivo, mucho mayor que yo, se sentía impresionado por mi carácter e inteligencia. Y así, poco a poco y sin apenas esfuerzo, me fui soltando, abriendo mis barreras para dejarle ver algunos de mis sentimientos secretos. Le conté, por ejemplo, el recurrente sueño –lo tenía desde siempre– de las serpientes que reptaban a la cuna doble en que dormíamos Héleno y yo y nos chupaban las orejas. Él me explicó que la serpiente ha sido siempre uno de los animales con más carga simbólica y pasó largo rato narrándome varios relatos de la mitología griega protagonizados por serpientes. Tu sueño me sugiere que siendo muy pequeñitos recibisteis algún tipo de don profético, una capacidad especial para entender las cosas más allá de sus apariencias, que es lo que hacemos la mayoría de los mortales; yo diría que los dioses os han escogido para que escuchéis sus palabras, compartáis su sabiduría. ¿Los dioses? ¿Qué es eso de los dioses en boca de un sacerdote católico? Se rió. Hablo figuradamente, Casandra, claro que no existen los dioses mitológicos, pero todos provenimos de esas raíces, forman parte de lo que somos y nos ayudan a comprender tantos misterios. ¿Sabes qué era una pitonisa? Sí, en efecto, la sacerdotisa que en Delfos, el más famoso oráculo de la Antigüedad, respondía las consultas de los fieles. Pero, ¿te has preguntado alguna vez la razón de ese nombre? Viene de Pitón, la gran serpiente hija de Gea, nacida del barro del Gran Diluvio y que fue la primitiva guardiana del Oráculo. Quizá las serpientes de tu sueño, a través del lenguaje simbólico, signifiquen que estás destinada a ser una pitonisa moderna. Es gracioso, seguro que sabes cuál era el Dios que otorgaba el don profético a esas mujeres.
Sí lo sabía, sí, pero hasta que lo mencionó ni me había percatado de la coincidencia. El caso es que me epató, tanto que no supe bien qué decir pero, sobre todo, qué pensar. Por suerte eso ocurría al final de una de nuestras sesiones privadas y prácticamente ahí lo dejamos. Yo no lo dejé, claro, la duda se me había instalado con un martilleo constante (desde luego, estaba reaccionando tal como quería Apolo, aunque entonces no caí en la cuenta). Entendámonos, no creía para nada en la existencia real de dioses mitológicos; diría incluso que ya entonces tenía mis reservas sobre el Dios que me habían enseñado desde niña. Sin embargo, ese rollo del simbolismo sí me había tocado. Me parecía verosímil que determinadas vías de conocimiento, inexplicables desde lo que hoy sabemos, estuvieran accesibles para algunas personas, las que en la Antigüedad fueron pitonisas de Delfos pero tuvieron otros nombres en distintas épocas y lugares. También veía razonable que esas capacidades requirieran de otro para activarse, llámese el Dios Apolo de los griegos o cualquier gurú o maestro espiritual. Y entonces aparecía en mi vida un tipo que se postulaba a sí mismo como mi director espiritual, que aseguraba haber reconocido en mí a alguien con ese don singular, que se ofrecía –sutilmente, claro, no fuera a tomarle por loco– a “activarlo”. ¿Era una coincidencia que se llamase Apolo? Tal vez no, tal vez era una pista, una señal para que lo identificase. A estas ideas no paré de darle vueltas esa tarde y los días siguientes. Por un lado, las conclusiones hacia las que apuntaban esos indicios me parecían absurdas, alejadas del sentido común. Sin embargo, ¿y si fuera verdad? Además, ¿qué perdía por dejarme enseñar, por dejarme abrir a nuevas experiencias? El riesgo me parecía minúsculo y, en todo caso, manejable (cada vez le atribuía al sacerdote menos intenciones lujuriosas). Pero, sobre todo, ya en esa época me sentía especial y quería descubrir a toda cosa y lo antes posible en qué consistía mi singularidad. ¿Será verdad que puedo ser una pitonisa moderna? Como no podía ser de otra manera (ya he contado que creo en el destino), decidí que dejaría que Apolo me educara, me revelara mi don profético. A ver qué pasaba.
De modo que a partir de la semana siguiente a esa charla con la directora, los miércoles me quedaba una hora más en el colegio, a solas con el sacerdote, para recibir el reforzamiento doctrinal que mi alma requería. Casi enseguida descubrí dos cosas: la primera, que, en efecto, la dirección espiritual no era lo que motivaba a Apolo, sino su interés personal en mí; la segunda, que en contra de lo que había supuesto, esas charlas me entretenían, las disfrutaba mucho. No descarté nunca que lo que en el fondo perseguía era sexual (tampoco me lo concretaba demasiado, al fin y al cabo por entonces mis conocimientos sobre la materia no eran obviamente precisos), pero desplacé esa sospecha ante la halagadora sensación de que ese cura joven y atractivo, mucho mayor que yo, se sentía impresionado por mi carácter e inteligencia. Y así, poco a poco y sin apenas esfuerzo, me fui soltando, abriendo mis barreras para dejarle ver algunos de mis sentimientos secretos. Le conté, por ejemplo, el recurrente sueño –lo tenía desde siempre– de las serpientes que reptaban a la cuna doble en que dormíamos Héleno y yo y nos chupaban las orejas. Él me explicó que la serpiente ha sido siempre uno de los animales con más carga simbólica y pasó largo rato narrándome varios relatos de la mitología griega protagonizados por serpientes. Tu sueño me sugiere que siendo muy pequeñitos recibisteis algún tipo de don profético, una capacidad especial para entender las cosas más allá de sus apariencias, que es lo que hacemos la mayoría de los mortales; yo diría que los dioses os han escogido para que escuchéis sus palabras, compartáis su sabiduría. ¿Los dioses? ¿Qué es eso de los dioses en boca de un sacerdote católico? Se rió. Hablo figuradamente, Casandra, claro que no existen los dioses mitológicos, pero todos provenimos de esas raíces, forman parte de lo que somos y nos ayudan a comprender tantos misterios. ¿Sabes qué era una pitonisa? Sí, en efecto, la sacerdotisa que en Delfos, el más famoso oráculo de la Antigüedad, respondía las consultas de los fieles. Pero, ¿te has preguntado alguna vez la razón de ese nombre? Viene de Pitón, la gran serpiente hija de Gea, nacida del barro del Gran Diluvio y que fue la primitiva guardiana del Oráculo. Quizá las serpientes de tu sueño, a través del lenguaje simbólico, signifiquen que estás destinada a ser una pitonisa moderna. Es gracioso, seguro que sabes cuál era el Dios que otorgaba el don profético a esas mujeres.
Sí lo sabía, sí, pero hasta que lo mencionó ni me había percatado de la coincidencia. El caso es que me epató, tanto que no supe bien qué decir pero, sobre todo, qué pensar. Por suerte eso ocurría al final de una de nuestras sesiones privadas y prácticamente ahí lo dejamos. Yo no lo dejé, claro, la duda se me había instalado con un martilleo constante (desde luego, estaba reaccionando tal como quería Apolo, aunque entonces no caí en la cuenta). Entendámonos, no creía para nada en la existencia real de dioses mitológicos; diría incluso que ya entonces tenía mis reservas sobre el Dios que me habían enseñado desde niña. Sin embargo, ese rollo del simbolismo sí me había tocado. Me parecía verosímil que determinadas vías de conocimiento, inexplicables desde lo que hoy sabemos, estuvieran accesibles para algunas personas, las que en la Antigüedad fueron pitonisas de Delfos pero tuvieron otros nombres en distintas épocas y lugares. También veía razonable que esas capacidades requirieran de otro para activarse, llámese el Dios Apolo de los griegos o cualquier gurú o maestro espiritual. Y entonces aparecía en mi vida un tipo que se postulaba a sí mismo como mi director espiritual, que aseguraba haber reconocido en mí a alguien con ese don singular, que se ofrecía –sutilmente, claro, no fuera a tomarle por loco– a “activarlo”. ¿Era una coincidencia que se llamase Apolo? Tal vez no, tal vez era una pista, una señal para que lo identificase. A estas ideas no paré de darle vueltas esa tarde y los días siguientes. Por un lado, las conclusiones hacia las que apuntaban esos indicios me parecían absurdas, alejadas del sentido común. Sin embargo, ¿y si fuera verdad? Además, ¿qué perdía por dejarme enseñar, por dejarme abrir a nuevas experiencias? El riesgo me parecía minúsculo y, en todo caso, manejable (cada vez le atribuía al sacerdote menos intenciones lujuriosas). Pero, sobre todo, ya en esa época me sentía especial y quería descubrir a toda cosa y lo antes posible en qué consistía mi singularidad. ¿Será verdad que puedo ser una pitonisa moderna? Como no podía ser de otra manera (ya he contado que creo en el destino), decidí que dejaría que Apolo me educara, me revelara mi don profético. A ver qué pasaba.
The prophet's song - Queen (A Night at the Opera, 1975)
No deja de tener sentido, si no ibas a introducir elementos sobrenaturales, Apolo tenía que ser un hombre influido por los mitos griegos. Veremos cuál es su carácter...
ResponderEliminarApolo es un sacerdote un poco herético, como consecuencia de haberse dejado influir demasiado por la cultura grecolatina de la que se empapó en el seminario.
EliminarNo sé, no sé. Esto de reintroducir a los dioses griegos por la puerta de atrás me parece un recurso algo tramposo. Trasplantar de época la historia me parece requerir una sustitución total de cada elemento original por un equivalente actual.
ResponderEliminarMe parece que eres demasiado severo, Vanbrugh. De hecho mi intención es, efectivamente, "trasplantar de época la historia" llevando a cabo "una sustitución total de cada elemento original por un equivalente actual". Casandra recibió el don de la profecía de Apolo, que era un Dios del Olimpo. Como en mi historia no puede haber dioses, el equivalente actual es un sacerdote, a lo cual no creo que le pongas objeciones. El sacerdote se llama Apolo, claro, insistiendo en el juego de denominar a cada personaje con el nombre del original al cual sustituyen; ya sé que eso te chirría, pero ... La única novedad de este post es que se alude por primera vez a la coincidencia entre la historia y la mitología. Una pequeña licencia transgresora, porque hasta ahora los personajes pasaban por alto que sus nombres eran los de la Iliada, como si la mitología griega no hubiera existido. Pero no creo que con esta especie de guiño irónico quiebre la regla que enuncias y comparto.
EliminarProbablemente tienes razón y soy demasiado severo. Pero si en la historia original la capacidad profética se explica como don de los dioses, es decir, refiriéndola a las creencias de la cultura en que transcurre la historia, en la actual esta explicación debería, en mi opinión, referirse, paralelamente, a la cultura moderna, que tiene sus propios mitos. Qué se yo, a las drogas, a la Consciencia Cósmica o a capacidades parapsicológicas de ciencia ficción. El cura Apolo quedaría mejor como un gurú o un cretino tipo Paulo Coelho. Seguir explicándo el factor "sobrenatural", aunque sea por vía metafórico-humorística, mediante la misma referencia a los mismos mitos griegos me parece que rompe la traslación y, de algún modo, deforma la historia. Es más, yo habría suprimido, para hacer completa la traslación, cualquier carácter "paranormal" de la clarividencia de Casandra, y la habría sustituido por, qué sé yo, una habilidad extraordinaria con la informática, o algo así. Pero me olvido, claro, de que esta es tu historia, que cuentas tú como te parece a ti. El crítico es con frecuencia un creador frustrado. No me hagas ni caso.
ResponderEliminarSí te hago caso, desde luego, y me interesa mucho tu opinión; me obliga a meditar sobre ella y me resulta muy útil. Por ejemplo, estoy de acuerdo contigo en que Apolo podría haber sido perfectamente un gurú tipo Paulo Coelho, pero me resultaba poco verosímil que ese tipo tuviera acceso a una treceañera de clase alta barcelonesa. Por otro lado, la motivación del Apolo mitológico para otorgarle el don profético a Casandra era follar con ella, motivación que sigue siendo perfectamente contemporánea. Elegir un cura en el contexto de una catequesis para la confirmación tenía la ventaja que encajaba con el entorno social de la chica (las teresianas es uno de los colegios pijos de Barcelona), era verosimil con los famosos casos de pederastia en la Iglesia (de paso daba un poco de suelta al anticlericalismo) y mantenía a los protagonistas en el mismo ámbito, que es el religioso.
EliminarNo creo que siga explicando el factor "sobrenatural" por referencia a los mitos griegos. Apolo (el cura) le da una explicación del sueño recurriendo a los mitos griegos que, por cierto, se consideran expresión de unos invariantes psicoanalíticos. Pero hasta ahí; de momento Casandra no tiene ningún poder, aunque ella se siente especial, destinada a algo que no sabe que es.
Por último, puedo estar de acuerdo en que quizá habría sido mejor suprimir cualquier carácter "paranormal" de la clarividencia de Casandra pero ya me he obligado a ello desde el primer post. Al fin y al cabo, incluso hoy puede haber una persona que tenga el don profético o, al menos, se puede escribir un relato sobre alguien que lo tiene o cree tenerlo. Eso no me parece incompatible con la traslación a la época actual. Lo incompatible sería que se le apareciera un Dios para otorgárselo.
Estoy bastante de acuerdo con Vanbrugh, tanto en los cambios que sugiere como en que es el autor el soberano de pasar de ellos.
ResponderEliminarYo no estoy del todo de acuerdo con los cambios que sugiere Vanbrugh aunque sí creo que podría haberse escrito un relato distinto sobre sus premisas. Tampoco estoy de acuerdo con que el autor (yo, en este caso) es soberano de pasar de las sugerencias de sus lectores. O mejor, sí es soberano, puede hacer lo que le dé la gana, pero pasar, con el significado habitual de no tomar en consideración las propuestas que te hacen (aunque luego no las aceptes), me parece que dice bien poco del autor.
EliminarNo hablo de pasar de todas, sino de aquellas que no convencen al soberano autor, como hago yo con tus sugerencias
EliminarProbablemente, estemos entendiendo el verbo pasar de forma diferente. Como ya he dicho, para mí significa "no tomar en consideración", tal como se puso de moda hace ya bastantes años y sobre todo en Madrid. Yo paso de lo que sugieres cuando ni me molesto en considerarlo, ni me detengo a reflexionar sobre la conveniencia de la propuesta y mucho menos te doy una respuesta argumentada de las razones por las que no me convence. Pasar de una sugerencia, por tanto, no equivale a no aceptarla, al menos en el sentido en que yo entiendo esa palabra.
EliminarAsí pues, puedo no aceptar ninguna de tus sugerencia y, sin embargo, no pasar de ninguna de ellas. En lo que estamos de acuerdo (supongo) es en la soberanía del autor en aceptar o no las sugerencias. Lo que a mí no me gusta (ni de un autor ni de nadie) es que pase de ni una sola de las sugerencias que se le hagan. Eso, lo de pasar, me parece muestra de muy mala educación y baja calidad moral e intelectual.
Ja ja ja! Pues a mí me ha encantado lo del padre Apolo. Aunque en la línea de lo que dice Vanbrugh, también podría haber "resucitado" en un dios del rock, tipo Morrison, pero habría que cambiar el pasado de Casandra. Ahora en serio, lo del padre diferente, moderno y atractivo está muy bien. Además te puedes identificar, ¿qué adolescente no se ha enamorado de su profesor/a joven y diferente?
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