La maleta con ruedas
Los cambios los asumimos con normalidad; pasa el tiempo y nos olvidamos de cómo era antes. Hace seis años y medio, en una visita que le hicimos Luisa y yo, mi madre me regaló la primera maleta que tuve: rígida y de color crema, de cincuenta por cuarenta. Debió ser allá por el verano del 71 cuando, con mi hermana, fuimos a pasar un par de semanas de vacaciones a Playa de Aro, donde nos acogieron unos amigos de mis padres (también fue entonces la primera vez que volé). La maleta, incluso vacía, es pesada y, desde luego, no tiene ruedas. Y fue al volver a verla, casi medio siglo después, que me sorprendí de que algo tan sencillo, tan evidente, como ponerle ruedas a una maleta hubiera sido un invento tan tardío. Es más, me pregunté –y pregunté a mi madre y a Luisa– si recordaban cuándo empezaron a venderse las maletas con ruedas. Ni yo ni ellas supimos contestar. Luego, cuando surgía la ocasión, lo he vuelto a plantear y nunca he obtenido respuesta. Sí, todos (los que tienen edad suficiente) se acordaban de cargar pesadas maletas en las estaciones de tren y aeropuertos, pero ninguno guardaba en la memoria en qué momento adquirió una con ruedas. Como si ese cambio apenas hubiera alterado la percepción de nuestra cotidianeidad. Pareciera que las maletas, todas las maletas, tienen ruedas desde siempre.
Pues bien, estos días me he puesto a investigar un poquito en la red y –por fin– me enteró suficientemente de la historia de las maletas rodantes. “Oficialmente” se considera que el inventor fue un estadounidense llamado Bernard D. Sadow. Según contó él mismo en 2010, el chispazo le vino volviendo con su mujer de unas vacaciones en Aruba en 1970 cuando, mientras cargaba dos pesadas maletas, vio en el aeropuerto un operario con un carrito en el que transportaba varios bultos. Sadow, que por entonces tenía cuarenta y cinco años, era vicepresidente de una empresa de Massachusetts dedicada precisamente a artículos de viaje. Imagino que en el taxi le iría dando vueltas a la idea y nada más llegar a caso desmontó el juego de ruedas de un baúl y se lo implantó a una maleta; luego le añadió una correa de cuero y acabado el invento.
El hombre estaba entusiasmado, tal vez pensara que había logrado el pelotazo de su vida. Empezó a ofrecer su invento a varios comercios del ramo pero, para su sorpresa, no interesaba. Parece que en esos tiempos se sobreentendía que una maleta con ruedas solo la usarían mujeres; que un hombre arrastrara una mostraría debilidad, cuestionaría su preciada virilidad. Y tampoco estaría bien visto que una mujer la usara porque sugeriría poca caballerosidad del marido (naturalmente, ni se concebía que las mujeres viajaran solas). Katrine Marçal, una escritora sueca, sostiene en un libro reciente que este invento, como muchos otros, tardó en afianzarse precisamente por la omnipresente cultura patriarcal de la época. No obstante, eran los años setenta y algo estaba cambiando. Sadow finalmente se entrevistó con Jerry Levy, el vicepresidente de Macy’s (los populares grandes almacenes neoyorkinos) y este hombre, seguramente más abierto de mente que el resto de sus colegas, quedó impresionado. Así, en octubre del setenta, Macy’s puso a la venta el primer modelo de maletas con ruedas. El anuncio publicitario de esas primeras maletas es una muestra evidente de que se trataba de un producto dirigido al público femenino; hoy en día sería inconcebible.
Sin embargo, pese que apareció en el mercado norteamericano en esa fecha, no llegó a popularizarse. De hecho, durante la segunda mitad de los setenta, periodo en el que hice unos cuantos viajes trasatlánticos, no recuerdo en absoluto haber visto en los aeropuertos a nadie con maletas rodantes y estoy seguro de que me hubiera llamado la atención; diría incluso que tampoco hasta bien avanzada la siguiente década. Parece que el éxito definitivo de las maletas rodantes se debe a un piloto de la Northwest Airlines llamado Robert Plath (no creo que tuviera parentesco con la poeta Sylvia Plath). Por lo visto, el hombre estaba harto de las largas y frecuentes caminatas aeroportuarias a que están obligados los tripulantes de los aviones y pensó que sería una buena idea poner dos ruedas a sus maletas y además un mango extensible para arrastrarlas (bastante más práctico que la correa de Sadow). El “invento” estaba dirigido hacia sus colegas y, enseguida empezaron a verse por los aeropuertos estadounidenses pilotos y azafatas llevando sus maletas de cabina rodantes. Pronto Bob Plath se dio cuenta de que sus maletas llamaban la atención (y el deseo) de los viajeros y se animó a crear su propia empresa para comercializarlas, Travelpro que, fundada en 1987 todavía continúa vendiendo maletas. Calculo pues que entre los últimos ochenta y hasta la primera mitad de los noventa transcurrió el que podíamos llamar periodo de transición, durante el cual coexistirían maletas con y sin ruedas. Ya en el actual siglo las maletas sin ruedas pueden considerarse una especie extinguida.
Asombra desde luego que lo que parece una obviedad –poner ruedas a las maletas para facilitar su desplazamiento– se haya popularizado tan recientemente (en el último cuarto de siglo). Cuando las maletas carecían de ruedas, recuérdese, existían empleados –en los hoteles, las estaciones, los aeropuertos– cuyo trabajo consistía en llevar el equipaje de los clientes, bien con sus brazos o recurriendo a carritos manuales o con motor provistos evidentemente de ruedas. De modo que la posibilidad siempre estuvo presente y, como ya he contado, así se iluminó Sadow. Lo cierto es que antes que él hubo unos cuantos más que patentaron maletas con ruedas sin que sus inventos llegaran siquiera a comercializarse. La primera patente norteamericana que encuentro de una maleta con ruedas es de 1922, registrada a nombre de Theophilus Hokkanen. Casi nada he logrado averiguar sobre este hombre que, de origen finlandés como deja claro su apellido, pero parece que residía en Brooklyn. En Geni (una web de genealogías), encuentro a un Teophilus Hokkanen que se casó con Johanna Kangas (1894-1947) y con la que tuvo un hijo, también llamado Teophilus, que nació en Pittsburgh en 1918. Las fechas cuadran y nos permiten imaginarnos un matrimonio veinteañero de finlandeses que hacia el final de la Gran Guerra emigran a Estados Unidos. En las listas de pasajeros de la isla de Ellis, constan una Johanna (1894), un Teofilos (1886) en una llegada de 1920 (sin fecha precisa); si son éstos, los datos del hijo son erróneos: o nació más tarde en suelo americano o bien lo hizo en Finlandia y venía con ellos en el barco. En todo caso, parece que Johanna se casó en segundas nupcias con un tal Foster y aparece en la Bremen Passenger Lists llegando de nuevo a la isla Ellis con 36 años en agosto de 1930, acompañada de su hijo Teophilus, de 12 años. Deduzco pues que el Teophilus inventor murió no mucho después de patentar su maleta rodante, y que Johanna volvería a Europa con su niño para luego regresar a los Estados Unidos. El hombre probablemente no habría cumplido los cuarenta y no parece que su idea le aportara ningún beneficio.
A partir de esa fecha, constan varias patentes estadounidenses relacionadas. En 1925, un tal Saviour (traducción de Salvatore) Mastrantonio la solicita para un portaequipajes con ruedas, aunque en su descripción también sugiere poner directamente ruedas a la maleta. Nada he descubierto de este señor, sin duda un inmigrante italiano. En 1949, Bernard Quinton –de quien tampoco he averiguado nada– obtuvo la patente para su “maleta móvil” que, tal como puede verse en el dibujo del registro, viene a ser muy similar a la que popularizó Bob Plath a finales de los ochenta. En el 57, un tal Milton Katz (también ignoto) patentó una pequeña plataforma con cuatro rodantes para que sobre la misma se apoyara la maleta; en mi opinión una idea bastante absurda. Finalmente, hay que citar otro antecesor del invento de Sadow, aunque éste no llegó a patentar el invento. Se trata de Joseph Krupa (1915-1989), nacido en Polonia pero que emigró a Croacia en 1943 huyendo de la ocupación nazi. Se instaló en Karlovac y allí se casó y residió hasta su muerte. Fue pintor y profesor de bellas artes, deportista e inventor, todo un hombre renacentista en una época –la de la Guerra Fría– y en un país poco proclive a la creatividad. No obstante, aunque sus inventos no trascendieron a Occidente, no debió irle mal a juzgar por la foto de la casa en que vivía. Hacia 1954 posa ante la cámara con su maleta rodante.
En este buceo internáutico, indagando sobre los orígenes de la maleta con ruedas, he dado con Anita Willets-Burnham (1880-1958), una pintora impresionista estadounidense además de apasionada viajera. De hecho, su fama la debe a la publicación en 1933 de su libro Round the world on a penny (la vuelta al mundo con un centavo); por lo visto, esta mujer con marido e hijos (seis personas) llevó a cabo dos grandes giras por docenas de países: en 1921-22 y en 1928-30. Fue antes de la segunda cuando se planteó que tenían que encontrar una solución para no ser, según sus palabras, caballos de carga humanos. Y la solución se le hizo evidente: pongamos ruedas a las maletas. Su hijo Bud se ocupó de instalar dos ruedas de un viejo cochecito de bebé en la parte baja y un mango telescópico de madera, exactamente lo mismo que patentaría Bob Plath en 1987, solo que sesenta años antes. Imagino que quienes vieran a esa señora americana y su familia con maletas rodantes por las estaciones ferroviarias, puertos y hoteles de todo el mundo se quedarían sorprendidos, pero parece que a nadie se le ocurrió copiar la idea con fines comerciales.
Acabo ya, una vez que me he aclarado el interrogante que me planteé hace seis años. Subsiste, sin embargo, mi asombro de que una solución tan obvia haya tardado tantísimo tiempo en popularizarse. Quizás haya que darle la razón a Katrine Marçal y concluir que la principal causa del retraso radique en la mentalidad patriarcal del siglo pasado.
Acabo ya, una vez que me he aclarado el interrogante que me planteé hace seis años. Subsiste, sin embargo, mi asombro de que una solución tan obvia haya tardado tantísimo tiempo en popularizarse. Quizás haya que darle la razón a Katrine Marçal y concluir que la principal causa del retraso radique en la mentalidad patriarcal del siglo pasado.
hace unos 15 años un jefe que yo tenia, que viajaba todo el tiempo, me comentó que una valija de cuatro ruedas que alguien deslizaba era un poco gay. El usaba una con dos ruedas y mango extensible. Mi jefe no era homofóbico, era bien abierto en montones de aspectos y sin embargo la dichosa valijita con cuatro ruedas (una por esquina) le parecía ridícula.
ResponderEliminarPensando en este tema, ya me había encontrado al dichoso Plath, y se me ocurrió que las valijas con ruedas son obvias en un aeropuerto muy grande, como los que se popularizaron circa los 70. Digamos, las valijas con ruedas y el Boeing 747 son artefactos que viene juntos.
Y esto nos da una pauta de que el temor al ridículo es una fuerza de la naturaleza incontenible. Fíjate que tenia que ser un piloto de aerolinea, insospechado de paleto o patasucia quien popularizara el dichoso artefacto. Atributo que los inmigrantes anteriores no tenían, y tampoco Macy´s hablándole a las mujeres (¿quien se preocupa de una cosa que usaras una vez por año al ir de vacaciones?) .
Y si lo pensamos un poco el mismo concepto de inventor es muy engañoso, sólo aquello que la sociedad esta desesperadamente necesitando logra remontar, y entonces el inventor pasa a ser un tipo, y un conjunto grande de personas en sociedad y una circunstancia espacio temporal. Cada invento es hijo de su tiempo, podemos decir recurriendo al lugar común.
Hola Miroslav
ResponderEliminarHace poco conocí tu blog por un post muy viejo sobre los habitantes antipodas y ese debate histórico, desde entonces y de manera casi religiosa intento leer todas las entradas (o al menos las que me parezcan interesantes) desde las más históricas,filosóficas políticas o incluso las personales.
Simplemente quería decirte que me gusta mucho tu manera de escribir, y como cuando lo requieres realmente transmites muy bien las emociones.
Espero con ansias la siguiente entrada
Saludos desde colombia