Tres microrrelatos
Atascos
Tú no viviste los atascos de esta Isla. La veinteañera miró al viejo de al lado. ¿Atascos? Sí, colas infinitas, más de dos horas del Puerto a Santa Cruz, cualquiera cogía su coche, miles en el asfalto, una locura. Fue en el veinticuatro. Primero, carriles exclusivos para guaguas en la mayoría de las carreteras; después, restricciones al uso del vehículo privado. Vaya bronca se montó, pero la presidenta aguantó el tirón y mira ahora: una maravilla.
El viejo despertó de su ensoñación. Ahí seguía, en una guagua atrapada en el enjambre inmóvil de la autopista del norte.
Mi rostro
Milenios guardan mis huesos. Nací junto a los lagos ya agostados de lo que hoy llamáis Botsuana. Durante largos siglos he recorrido el ancho mundo, que siempre me fue ajeno. He vivido amores y odios, guerras y festejos, alegrías y penas. He conocido las obras más excelsas del ingenio humano y también sus actos más atroces. Los persistentes dedos de Cronos han modelado mis rasgos, archivos orgánicos de la historia de los hombres.
Ahora, cuando el fin de mi peregrinar es inminente, me miro en el espejo: un óvalo liso y vacío, borrado por la indiferencia del olvido.
Glioblastoma multiforme
Nunca supe si lo supo. La biopsia del tumor cerebral se llevó su voz, mas también los rejos de malhumor y orgullo. Fueron nueve meses duros –muy duros–, pero plenos de amor. Como nunca lo admití, tampoco quise que ella lo pensara. Solo en una ocasión, con lengua de trapo, trató de pedirme que cuidara de su hija, pero no la dejé acabar; vas a ponerte bien, la interrumpí. Me miró con ojos brillantes y sonrió.
Durante estos años tristes, con frecuencia me siento junto al magnolio y más de una vez se lo he preguntado: ¿Lo sabías, mi amor? ¿Qué pensabas? ¿Qué sentías? Pero nunca me contesta, desde las raíces del árbol, bajo tierra.
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