Antonino Jaramillo (I)
Me llamo Antonino Jaramillo y acabo de matar a mi mujer.
Como frase inicial no está mal, cumple su cometido: impactar al lector, forzarle a seguir leyendo. Pero, claro, es un recurso fácil, nada original. Me imagino que serán centenares las novelas que empiezan con estas o muy parecidas palabras. Además, pensándolo mejor, este comienzo más que literario suena a confesión oral, la del típico asesino doméstico que llama a la policía inmediatamente perpetrado su crimen. Escribes en Google “acabo de matar a mi mujer”, así, entre comillas, y en 0,39 segundos te ofrece aproximadamente 1.130 páginas web en las que aparece esta frase y la gran mayoría se corresponde, efectivamente, con declaraciones reales de crónica negra. ¡Qué vulgar!
Pero, de otra parte, ¿qué, sino algo vulgar, puede provenir de mí? Me llamo Antonino Jaramillo, Nino para los colegas; ¡hay que joderse con el nombre y con el apodo! Desde luego no me ha ayudado nada a cimentar mi autoestima. ¡Antonino! ¿Por qué no Antonio? ¿Por qué ese diminutivo ridículo? Son preguntas retóricas, pero las respuestas son todavía más deprimentes. Me llamo Antonino en recuerdo del hermano menor de mi madre, enfermo de poliomielitis y muerto con apenas doce años. Su corta vida fue dolor y tristeza para mi familia materna como si Antonino Salgado hubiese venido al mundo sólo para amargar a todos, incluyendo a los que aun no habíamos nacido. ¿Parezco poco compasivo? Pues lo parezco porque es verdad, porque no siento sino rencor hacia ese Antonino de cuyo recuerdo provengo, porque estoy hasta los mismísimos de respirar este aire hipócrita de santurronería resignada, de tristeza metafísica, de opresivo aplanamiento. Además, ya finjo más que suficiente ante mis familiares; déjenme que aquí me desahogue un poco.
Si fuera justo, no obstante, debiera enfocar el odio hacia mi madre, la principal responsable de mi vulgar mediocridad; pero no se odia a una madre. Mi madre se llamaba Loli hasta sus trece años, hasta el momento en que su hermanito menor manifestó la enfermedad y ella decidió consagrar su vida a cuidarle y, sobre todo, a compartir su sufrimiento. A partir de entonces pasó a ser Dolores, con todas sus letras, sin admitir variación alguna. Muerto Antonino, hizo que Juan, mi padre, fuera su novio y, dos años después, su marido. Mi padre era y siguió siendo un calzonazos y, además, otra víctima de mi madre. Lo primero que le hizo, al poco de casarse, fue cambiarle el nombre; de Juan a secas pasó a ser Juan Crisóstomo, así, completito, bien silabeado. Es verdad que ese era su nombre oficial, pero hasta que mi madre no lo aireó no lo sabía nadie, ni siquiera creo que mis abuelos se acordasen. Mira que es mucho más difícil decir Juan Crisóstomo que Juan, ¿a que sí? Pues oye, pleno al quince; bastó que mi madre empezara a llamarle así delante de todo el mundo con tenaz insistencia para que el Juan se olvidara en un plis plas. El director del banco, por ejemplo, acogió el nuevo apelativo de su empleado inmediatamente después de contestar una llamada telefónica y oír a mi madre declamar (sí, porque no habla, declama con voz de tragedia griega): “por favor, ¿sería usted tan amable de ponerme con mi marido don Juan Crisóstomo Jaramillo?” En el trabajo, en el bar, en el club, en todos sitios mi padre pasó a ser en apenas unos días el portador de un nuevo nombre que, parece que todos coincidían, le sentaba mucho mejor que el antiguo. Esto llegó a decírselo su compañero de dominó una tarde en el club, con tan poco tino que, por más que se empeñaba en cínicos argumentos sobre la personalidad que le confería el vocativo esdrújulo, no podía evitar que se notase que estaba a punto de estallar en carcajadas de absoluto cachondeo.
Yo creo que a mi madre le gustó lo de Crisóstomo porque le evocaba cristianismo arcaico, martirios, santos sacrificios. Me da que nunca debió enterarse de que Crisóstomo significa “boca de oro” y fue el apelativo que, por su gran elocuencia, le dieron a ese Juan que en el siglo IV llegó a obispo de Constantinopla. ¿Elocuente mi padre? ¡Ja! Si el pobre cabrón no abría apenas la boca, ni siquiera para defenderse. Él mismo, poco antes de morir, me contó con voz resignada la patética escena de un almuerzo en casa de sus padres, dos o tres meses después de la boda. Ya para entonces el Juan estaba en franco proceso de extinción, pero el virus destructivo no había prendido en la casa de los Jaramillo. Así que mi madre, esa tarde, decidió coger el toro por los cuernos y forzar lo que no ocurría espontáneamente. En un momento, como sin darle importancia, se dirigió a su suegra y le dijo que “preferiríamos que a mi marido, a partir de ahora, le llamarais Juan Crisóstomo; así, su nombre completo; coincidiréis en que le sienta mucho mejor”. Notad como, en la misma frase, mi madre declaraba que el deseo era mutuo (mentira cochina) y que el marido era suyo (ya no el hijo de sus padres); así es doña Dolores Salgado de Jaramillo. Su suegra, sin embargo, pasado el eterno instante de estupor, miró a su hijo, al calzonazos de su Juanito, y le preguntó si a él le parecía bien (“a ti te parece bien, Juan”, enfatizando el pronombre de segunda persona singular y el nombre familiar). Pero fue un pobre desafío a la nuera; mi padre contestó que sí, que creían (ambos) que ese nombre le sentaba mejor. Y desde entonces, ni sus padres volvieron a llamarle Juan.
Si mi padre no fue capaz de defenderse a sí mismo, ¿cómo habría podido evitar mi Antonino? Antonino Jaramillo, para colmo dos diminutivos seguidos. Si uno se apellida Jaramillo, al hijo se le ha de poner delante un nombre contundente; Ramón Jaramillo, por ejemplo, nunca Antonino, por Dios. De más estaría contar mis vanos intentos, al inicio de mi etapa escolar, de presentarme como Antonio ante los compañeros; poco necesitó mi madre para abortarlos. Y así crecí, como el mediocre Antonino Jaramillo que era y sigo siendo, al que nadie hacía caso, salvo como blanco de ocasionales pullas. Así dejé de ser un niño y conseguí (no sé bien cómo) ir a estudiar a la universidad, en la capital de mi provincia. Pero allí tampoco pude ser Antonio y seguí siendo Antonino, aunque mi madre ya no estuviera al quite. La novedad de esos años fue el Nino, que se le ocurrió a un gracioso de la facultad y no precisamente con intenciones amistosas. Nino Jaramillo, el perfecto pardillo; éste era el pareado con el que me identificaban, la clave para sacarme de mi habitual invisibilidad en las escasas conversaciones en las que se me mencionaba: “... llegó Nino Jaramillo -¿Quién? –Sí, hombre, el perfecto pardillo”.
Por supuesto si ni amigos tenía imaginaos mi éxito con las mujeres. Ni una rosca me comía. Hasta que conocí a Trini y me enamoré. ¿Cómo no iba a enamorarme de alguien tan dulce, alguien que me veía, que no me consideraba el pardillo mediocre que hasta yo sabía que era? Trini además era bellísima; su belleza mezclaba rasgos angélicos y formas diabólicas, una cara de serena armonía y un cuerpo voluptuoso que excitaba los deseos más salvajes. ¿Por qué, entonces, amándonos como nos amábamos, la he matado?
Podría pintaros un cuadro de violencia doméstica, la descripción minuciosa de ese deslizamiento peligroso e imperceptible en que va poco a poco dejándose ir la vida conyugal. Os hablaría de cómo ni el amor más grande resiste las múltiples excusas cotidianas del hastío, de cómo hasta lo sagrado se vuelve irrelevante y profanarlo deja de revelársenos sacrílego. Intentaría justificar los primeros golpes como explosiones incontroladas de la tensión que soportaba, protestas airadas a la continua humillación que vivía en mi trabajo, al insuficiente apoyo que encontraba en Trini. Tendrías así una historia conocida de malos tratos, tan cutre como son todas y, al mismo tiempo, tan tranquilizadora para vuestras hipócritas conciencias porque os permite mantener las distancias condenatorias. ¿Qué hay que entender de un pobre diablo cobarde que agrede a su mujer? Pues lo siento, no hubo violencia doméstica, nunca dejé de considerarla el amor de mi vida, lo más sagrado y caro de mi existencia.
Puedo a cambio inventaros una historia de celos, pintar un crimen pasional, a ser posible con ribetes de tragedia clásica. La he matado porque me traicionaba, porque era ella quien profanaba nuestro amor sagrado. A lo mejor, si me afano lo suficiente, lograría que muchos (hombres, sobre todo) justificaran mi acto porque en su atávico interior sentirían la complicidad necesaria. Pero tampoco es verdad; Trini no me engañaba porque no había nada sobre lo que mentir.
¿La he matado entonces para ser fiel al destino intrínseco de mi propia mediocre naturaleza? ¿Había acaso yo, cual Judas, de destruir a quien me redimía? Confieso que me agrada esta explicación mística, seguramente porque me exime de culpa en tanto me arrebata mi responsabilidad. Y no sólo de este crimen horrendo, sino de todos los actos de mi vida, de mi propia personalidad. Sólo soy una víctima, puedo dejar de atormentarme.
Lo que pasa es que, aunque quiero creer que hay algo de verdad en el anterior párrafo, tampoco vale del todo para aclarar lo ocurrido. Empecé diciendo que había matado a mi mujer, pero ya advertí que sólo pretendía un inicio epatante, retener vuestra atención. Se trataba de un recurso literario o, si lo preferís porque no os gusten las florituras, de una simple mentira. Yo, Antonino Jaramillo, estoy soltero (¿quién querría casarse conmigo?) y, por tanto, no he podido matar a mi mujer. Pero entonces, diréis, ¿has matado a una que no es tu mujer o no has matado a nadie y simplemente te estás cachondeando? ¿Y esa que has matado, si lo has hecho, es Trini? Y, si es Trini, ¿por qué las has matado? No es fácil responder ninguna de esas preguntas y, además, tampoco estoy seguro de querer hacerlo; ya lo meditaré. Las cosas con mucha frecuencia no son lo que parecen, eso sí os lo puedo asegurar. Entre tanto, pensad lo que os dé la gana; al fin y al cabo no me conocéis y mejor es que así sea. Prefiero caeros mal, incluso que me odiéis, a seguir invisible a vuestros ojos. Hasta otra.
PD: Me gustan los Talking Heads.
Sin palabras me he quedado. Me encanta el relato.
ResponderEliminarCasi prefiero pensar que el pobre Antonino no ha matado a nadie... aunque me da que me equivoco, no sé por qué.
Besos
Hay gente a la que le gusta llamar la atención ;-)Besos.
ResponderEliminarCáspita, señor Jaramillo, cómo se las gasta usted! Aunque aún no ha facilitado datos coherentes para amarle u odiarle, por lo tanto me reservo mi derecho a sentir un sentimiento concreto en un momento más tardío, cuando las explicaciones que tenga usted a bien contar me tracen un mapa mental mucho más profuso.
ResponderEliminarEso sí, ha conseguido usted salir de la invisibilidad. Volveré a este lugar a escucharle porque me ha dejado atrapada con sus palabras.
Suya afectísima,
Inmunda Perez(a)
Me hiciste reir más de una vez, detestar a esa madre deleznable, querer sacudir a Juan Crisóstomo y estar en el lugar de su madre para sacudir a la tal Dolores en mi rol de suegra bruja.
ResponderEliminarUn beso :-)