Autómatas medievales
Tomás de Aquino, quien por cierto no nació en Aquino, de lo cual me enteré hace un par de veranos cuando, recorriendo el Lazio en un Fiat Panda de alquiler, llegamos a ese pueblo de la provincia de Frosinone, justo en el momento en que se celebraba una boda en la preciosa iglesia románica de Santa María della Libera y nos dijeron que "aquí no" (lo siento, no lo he podido resistir), sino que había sido en Roccasecca, un pueblo aun más pequeño, apenas distante diez kilómetros pero al que, como no nos pillaba en nuestra zigzagueante ruta (ni venía recomendado en nuestra guía), pasamos de ir, de lo cual, tras ver fotos del mismo, ahora me arrepiento (pero agua pasada no mueve molinos) porque parece bastante más bonito que Aquino, por más que de éste tome su nombre el condado medieval, aunque el castillo de los condes, los padres de Tomás, estaba (y sigue estando) en Roccasecca, en la cima del monte Asprano (553 metros de altura), dominando la antigua vía Casilina, que los romanos habían trazado por la llanura del Liri, río que discurre a las faldas de los Apeninos centrales; y no es casualidad que dominara ese territorio porque con tal objeto lo habían construido los monjes benedictinos de la famosa Abadía de Montecassino (ahí sí estuvimos, pero llegamos tarde y no nos dejaron entrar) a fin de protegerse de quienes venían del norte allá por el año mil (un poco antes, para ser exactos) pues hay que recordar que eran aquellos tiempos convulsos de broncas continuadas entre el Imperio y el Papado (y no sólo, que apenas cuarenta años antes, los moros habían destruido el monasterio) ...
Pero a lo que iba. Resulta que Tomás, con veintipocos años, llegó a Colonia para estudiar con Alberto Magno. Si, pensando en un chaval de veinte años, imagináramos que todavía apenas habría vivido, meteríamos la pata hasta el fondo. Con sólo cinco años sus amantes papás, el conde Landolfo V y la condesa Teodora de Caraccioli, le ingresaron en la cercana e importantísima abadía de Montecassino, con la cual -como ya he comentado- guardaban estrechas relaciones de dependencia feudal; por cierto, el abad era el tío de Tomasín así que todo iba quedando en familia. El niño demostró enseguida ser un prodigio que aprendía todo lo que le echaban y, según cuenta la hagiografía, tenía aun tiempo para preguntarse sobre Dios. Ahí habría seguido si no se hubiera metido la política por medio ya que, en 1239, el emperador Federico II decidió desalojar el monasterio cabreado con los monjes que habían apoyado al Papa Gregorio IX. La bronca entre el Papa y el Emperador tenía su origen en que Federico había accedido al cargo apoyado por el Vaticano, bien es verdad que como mal menor, pues al que en realidad apoyaba Inocencio III, uno de los papas que más ha intervenido en política (y el ranking está disputado), era a Otón de Brunswick a quien llegó a coronar pero luego va y le sale rana, con lo cual se enfadan. ¿Qué por qué se enfadan? Pues creo que porque el Papa quería que el nuevo emperador le concediese la soberanía feudal sobre Sicilia, donde curiosamente reinaba Federico, a la sazón de 17 añitos y tutelado por el propio pontífice. Como Otón se negó (y encima se puso a conquistar tierras italianas), pues el Papa le echó encima a Felipe II de Francia, quien en 1214 le derrotó en Bouvines y, ya se sabe, emperador derrotado, emperador destronado. Así que en 1220 Federico es coronado emperador en Roma y, listo él, sigue manteniendo el reino de Sicilia; lástima que el intrigante y ambicioso de Inocencio hubiera muerto unos añitos antes, porque el resultado fue que los Estados de San Pedro se vieron atenazados desde el sur y desde el norte por tierras imperiales.
Para esas fechas, Federico, ya más madurito, debía tener bastante claro que no se iba a dejar mangonear por el vicario de Cristo. Diez años antes, con sólo dieciséis años, había tenido que aceptar las presiones de su tutor Inocencio y casarse con una mujer que le doblaba la edad, Constanza, viuda del rey de Hungría e hija de Alfonso II el Casto (tan casto no sería) de Aragón y Sancha, la hermana de Pedro II de Castilla. Muerta ya Constanza sería él quien elegiría nueva consorte, Yolanda de Jerusalén, lo que no gusta nada al entonces Papa, el ya nombrado Gregorio IX. El caso es que desde el Vaticano se emprende una campaña acusando al emperador de múltiples pecados e imponiéndole como penitencia hacer la Cruzada a Tierra Santa. Federico remolonea y el Papa le excomulga y le califica de Anticristo. Finalmente Federico se decide a partir hacia Oriente, obteniendo éxitos insospechados (casi más con diplomacia que con guerra) y coronándose rey de Jerusalén. El Papa está que trina y cada vez le tiene más rabia: declara que esa no es una guerra santa porque el emperador está excomulgado y, aprovechando su ausencia, decide invadir Sicilia aliado con los lombardos. Federico regresa apresurado, derrota a las fuerzas pontificias y firma la paz con el Papa. Pero la paz no duraría mucho y Gregorio vuelve a excomulgar al emperador y convoca un Concilio en Roma con la intención de forzar su deposición. Pero el Papa, que andaba por los noventa y ocho años (vaya con los viejos rencorosos) por fin se muere en 1241 y el Concilio no llega a celebrarse. Pues en estas trifulcas últimas fue que los benedictinos de Montecassino apoyaron al Papa y fueron castigados con el cierre temporal de la abadía, lo que a nuestro amigo Tomás le significó la vuelta al castillo de Roccasecca, con mamá y las hermanas (el Conde había muerto).
Ya sé que me he alargado metiéndome con la historia del Papado y el Imperio en esos tiempos, la época de los güelfos contra los gibelinos o, lo que es lo mismo, los hinchas de la dinastía bávara (los Welfen) contra la casa de Sajonia (los Hohenstaufen), pero es que hay que mostrar el tiempo en el que vivía Tomás. Y eso que no es de Tomás de quien quiero hablar o, más bien, sólo iba a contar una anécdota suya en relación con Alberto Magno, pero es que empiezo a enrollarme y ya dudo que sea capaz de llegar a ese puerto. Porque, claro, desde que Tomás debe abandonar Montecassino hasta que llega Colonia transcurre una década larga llena de aventuras, cuya narración me cuesta mucho omitir. Es relevante, en todo caso, contar que Tomás fue enviado a seguir sus estudios en la universidad de Nápoles, fundada pocos años antes por Federico II para competir con la de Bolonia. Los estudios teológicos estaban muy influidos por los dominicos, orden fundada por el burgalés Domingo de Guzmán hacía poco más de dos décadas; eran pues estos frailes unos “recién llegados”, sobre todo en comparación con los ilustres benedictinos, sin duda la Orden más importante durante lo que se llevaba de Edad Media (también estaban, entre otros, los franciscanos que siempre me han caído muy bien pero que en esta historia no tienen papel ninguno) pero, quizás por eso, tenían un entusiasmo predicador que enseguida les hizo ganar adeptos; además, en esos inicios, gracias a la incorporación de muy buenas cabezas y a su vocación estudiosa, ganaron merecida fama de doctos. Lástima que tan prometedores inicios quedaran enseguida vinculados a la Inquisición, pero esa es otra historia.
El caso es que el joven Tomás quedó encandilado con la joven Orden de Predicadores y con 18 años decidió ingresar en ella con gran disgusto de su madre (recuérdese que el destino del chico debía ser la abadía de Montecassino como pieza clave en la estrategia feudal familiar). Teodora monta en cólera y se empeña en secuestrar a su propio hijo mientras los monjes dominicos en ocultarlo, llevándolo de Nápoles a Roma y de ahí a Bolonia, pero la madre pide ayuda a sus contactos en el ejército imperial quienes finalmente lo apresan y le llevan al castillo de Roccasecca, donde lo mantienen retenido unos cuantos meses presionándole para que cambie de opinión (entre las presiones el propio Tomás contó que le tentaron mandándole a su habitación una prostituta para que le sedujera; por supuesto, resistió la tentación y, no contento con ello, hizo inmediatamente voto de castidad perpetua). En fin, sea porque sus familiares cedieron a la terquedad del muchacho (sus compañeros le llamaban el buey) o porque se escapó descolgándose con una cuerda desde la ventana de su prisión, como narran algunas biografías pías (con poca credibilidad, me parece a mí), el joven dominico quedó libre de su familia para a partir de entonces vivir su vocación. Era 1245 y Tomás, con veinte años, fue a París, la más importante universidad de la época. Y allí se topó con otra de las grandes luminarias intelectuales de la época: Alberto Magno.
Cuando se encontraron, Alberto rondaba la cuarentena y llevaba algo más de veinte años en la Orden de los Predicadores. Era ya uno de los sabios más respetados de la época, por lo que es lícito suponer que los mandamases de los dominicos quisiesen poner a la joven promesa italiana bajo la tutela pedagógica de su más importante estrella. Como fuera, lo que parece indiscutible es que, pese a la timidez silenciosa del de Aquino que le hacía parecer retrasado a los ojos de sus compañeros, Alberto lo caló enseguida y advirtió que los “mugidos de ese buey mudo algún día llenarían el mundo”. En cuanto a Tomás, quedó encantado con el nuevo profesor quien fue seguramente el que le inoculó el interés por Aristóteles que tan fecundo le resultaría para la confección, veinte años después, de su famosísima Summa Theologiae. Así que Tomás se quedó con Alberto durante siete años; los tres primeros en París y los cuatro siguientes en Colonia, a donde le acompañó como segundo profesor del recién creado Studium Generale.
Aunque disto muchísimo de conocerlos en profundidad, tengo la impresión de que Alberto y Tomás eran de caracteres y aficiones bastante distintos. Ambos hijos de condes y ambos dominicos dedicados al estudio y la enseñanza, reacios los dos a ocupar cargos de poder (aunque no siempre pudieron evitarlos). Pero al italiano le atraía más la teología pura, preocupado desde niño por indagar en la esencia de Dios, y a ese objeto puso conocimientos y raciocinio (si bien, a medida que se avejentaba, iba renunciando a la vía racional y cayendo cada vez con más frecuencia en éxtasis contemplativos); al suabo, en cambio, le interesaban sobremanera las cosas de este mundo: la física, las ciencias naturales, la astronomía. De hecho, una de las aficiones de este hombre de la que me he enterado hace poco, era la de los autómatas. Cabe suponer que ese interés provendría de sus lecturas griegas y latinas; Aristóteles, en sus Problemas de Mecánica (300 aC), describe el prototipo de ruedas dentadas enlazadas para trasmitir movimiento y de Herón de Alejandría, en los albores de nuestra era, se dice que fabricó numerosos ingenios mecánicos con ruedas movidas por el vapor de agua y, entre ellos, varios autómatas. Pero, si hemos de hacer caso a Jünger (El libro de Arena, 1957), no es hasta la oscura frontera del primer milenio que las ruedas dentadas se aplican a la medición y control del tiempo; el filósofo alemán sostiene que el invento del reloj mecánico cambia la naturaleza del tiempo (que pasa de ser fluido y telúrico a discreto y rítmico) y permite, como consecuencia inevitable, el desarrollo de las máquinas, en el verdadero sentido de la palabra.
Se atribuye a Gerberto de Aurillac, luego Papa con el nombre de Silvestre II, la invención del reloj mecánico. Fue este hombre una de las grandes fuerzas creadoras que ha dado nuestra especie, otro de esos que causó estupor entre sus contemporáneos, mezcla superlativa de admiración y miedo, porque diabólicas pensaban muchos que tenían que ser sus artes. Personaje fáustico que merecería ser más conocido y que -cómo no- también construyó autómatas. Por cierto, en su juventud vivió tres años en el monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona) que atesoraba en su biblioteca muchísimos conocimientos del Califato cordobés; quiero pensar que de estos temas mucho aprendería del saber árabe que era mucho más avanzado que el europeo, como dejó patente Al-Jazari en su "libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos" (1260) en el que recopilaba abundantes mecanismos de los siglos anteriores. Pero al grano, no creo errar demasiado si considero a Alberto Magno hijo intelectual de Gerberto, como del mismo linaje resultaría, a mi juicio, el enigmático y genial Leonardo.
Ya voy llegando a lo que quería (menos mal) que es contar que dicen las crónicas (y conste que no es que me lo crea del todo, ma se non vero, è ben trovato) que Alberto había fabricado, después de larguísimos años de trabajo, un autómata androide -el primero de que se tiene noticia- que era capaz de andar, abría la puerta del monasterio, avisaba si había llegado alguien, entretenía a los visitantes, se ocupaba de tareas caseras... Parece que Tomás ignoraba su existencia pues forma parte de la leyenda que un día, al ir a visitar al maestro, le abrió la puerta el conocido "hombre de hierro" y, tras el susto de órdago inicial, arrambló a bastonazos contra el engendro infernal hasta destruirlo. Divertida escena que puede simbolizar tantas cosas (y mejor me callo), entre otras la santa indignación ante las máquinas que acabarían por deshumanizarnos (esta viene a ser la tesis de Jünger). Claro que, más compasivos, podemos imaginar que lo que hacía Tomás era proteger a su maestro de acusaciones inquisitoriales por presuntos pactos diabólicos. Ciertamente, Alberto hubo de soportarlas pero, por fortuna, nunca llegaron demasiado lejos. De hecho, este alemán del sur, murió con casi ochenta años, sobreviviendo a Tomás, que era casi un cuarto de siglo más joven. Por eso la acusación que se hace al de Aquino de haber destruido a la muerte de Alberto otro autómata suyo, una cabeza parlante que contestaba preguntas, ya no es que sea inverosímil sino simplemente imposible.
La historia de los autómatas daría mucho juego durante los siglos posteriores hasta llegar al gran Houdini, pero de eso no voy de momento a ocuparme. Sírvame decir para acabar cuánto me habría gustado ver la escena entre Alberto y Tomás cuando el primero hubiese descubierto a su androide destrozado; tengo que buscar tacos en latín. Ah, me olvidaba, Santo Tomás fue canonizado poco más de medio siglo después de su muerte; Alberto Magno hubo de esperar a 1931.
Pero a lo que iba. Resulta que Tomás, con veintipocos años, llegó a Colonia para estudiar con Alberto Magno. Si, pensando en un chaval de veinte años, imagináramos que todavía apenas habría vivido, meteríamos la pata hasta el fondo. Con sólo cinco años sus amantes papás, el conde Landolfo V y la condesa Teodora de Caraccioli, le ingresaron en la cercana e importantísima abadía de Montecassino, con la cual -como ya he comentado- guardaban estrechas relaciones de dependencia feudal; por cierto, el abad era el tío de Tomasín así que todo iba quedando en familia. El niño demostró enseguida ser un prodigio que aprendía todo lo que le echaban y, según cuenta la hagiografía, tenía aun tiempo para preguntarse sobre Dios. Ahí habría seguido si no se hubiera metido la política por medio ya que, en 1239, el emperador Federico II decidió desalojar el monasterio cabreado con los monjes que habían apoyado al Papa Gregorio IX. La bronca entre el Papa y el Emperador tenía su origen en que Federico había accedido al cargo apoyado por el Vaticano, bien es verdad que como mal menor, pues al que en realidad apoyaba Inocencio III, uno de los papas que más ha intervenido en política (y el ranking está disputado), era a Otón de Brunswick a quien llegó a coronar pero luego va y le sale rana, con lo cual se enfadan. ¿Qué por qué se enfadan? Pues creo que porque el Papa quería que el nuevo emperador le concediese la soberanía feudal sobre Sicilia, donde curiosamente reinaba Federico, a la sazón de 17 añitos y tutelado por el propio pontífice. Como Otón se negó (y encima se puso a conquistar tierras italianas), pues el Papa le echó encima a Felipe II de Francia, quien en 1214 le derrotó en Bouvines y, ya se sabe, emperador derrotado, emperador destronado. Así que en 1220 Federico es coronado emperador en Roma y, listo él, sigue manteniendo el reino de Sicilia; lástima que el intrigante y ambicioso de Inocencio hubiera muerto unos añitos antes, porque el resultado fue que los Estados de San Pedro se vieron atenazados desde el sur y desde el norte por tierras imperiales.
Para esas fechas, Federico, ya más madurito, debía tener bastante claro que no se iba a dejar mangonear por el vicario de Cristo. Diez años antes, con sólo dieciséis años, había tenido que aceptar las presiones de su tutor Inocencio y casarse con una mujer que le doblaba la edad, Constanza, viuda del rey de Hungría e hija de Alfonso II el Casto (tan casto no sería) de Aragón y Sancha, la hermana de Pedro II de Castilla. Muerta ya Constanza sería él quien elegiría nueva consorte, Yolanda de Jerusalén, lo que no gusta nada al entonces Papa, el ya nombrado Gregorio IX. El caso es que desde el Vaticano se emprende una campaña acusando al emperador de múltiples pecados e imponiéndole como penitencia hacer la Cruzada a Tierra Santa. Federico remolonea y el Papa le excomulga y le califica de Anticristo. Finalmente Federico se decide a partir hacia Oriente, obteniendo éxitos insospechados (casi más con diplomacia que con guerra) y coronándose rey de Jerusalén. El Papa está que trina y cada vez le tiene más rabia: declara que esa no es una guerra santa porque el emperador está excomulgado y, aprovechando su ausencia, decide invadir Sicilia aliado con los lombardos. Federico regresa apresurado, derrota a las fuerzas pontificias y firma la paz con el Papa. Pero la paz no duraría mucho y Gregorio vuelve a excomulgar al emperador y convoca un Concilio en Roma con la intención de forzar su deposición. Pero el Papa, que andaba por los noventa y ocho años (vaya con los viejos rencorosos) por fin se muere en 1241 y el Concilio no llega a celebrarse. Pues en estas trifulcas últimas fue que los benedictinos de Montecassino apoyaron al Papa y fueron castigados con el cierre temporal de la abadía, lo que a nuestro amigo Tomás le significó la vuelta al castillo de Roccasecca, con mamá y las hermanas (el Conde había muerto).
Ya sé que me he alargado metiéndome con la historia del Papado y el Imperio en esos tiempos, la época de los güelfos contra los gibelinos o, lo que es lo mismo, los hinchas de la dinastía bávara (los Welfen) contra la casa de Sajonia (los Hohenstaufen), pero es que hay que mostrar el tiempo en el que vivía Tomás. Y eso que no es de Tomás de quien quiero hablar o, más bien, sólo iba a contar una anécdota suya en relación con Alberto Magno, pero es que empiezo a enrollarme y ya dudo que sea capaz de llegar a ese puerto. Porque, claro, desde que Tomás debe abandonar Montecassino hasta que llega Colonia transcurre una década larga llena de aventuras, cuya narración me cuesta mucho omitir. Es relevante, en todo caso, contar que Tomás fue enviado a seguir sus estudios en la universidad de Nápoles, fundada pocos años antes por Federico II para competir con la de Bolonia. Los estudios teológicos estaban muy influidos por los dominicos, orden fundada por el burgalés Domingo de Guzmán hacía poco más de dos décadas; eran pues estos frailes unos “recién llegados”, sobre todo en comparación con los ilustres benedictinos, sin duda la Orden más importante durante lo que se llevaba de Edad Media (también estaban, entre otros, los franciscanos que siempre me han caído muy bien pero que en esta historia no tienen papel ninguno) pero, quizás por eso, tenían un entusiasmo predicador que enseguida les hizo ganar adeptos; además, en esos inicios, gracias a la incorporación de muy buenas cabezas y a su vocación estudiosa, ganaron merecida fama de doctos. Lástima que tan prometedores inicios quedaran enseguida vinculados a la Inquisición, pero esa es otra historia.
El caso es que el joven Tomás quedó encandilado con la joven Orden de Predicadores y con 18 años decidió ingresar en ella con gran disgusto de su madre (recuérdese que el destino del chico debía ser la abadía de Montecassino como pieza clave en la estrategia feudal familiar). Teodora monta en cólera y se empeña en secuestrar a su propio hijo mientras los monjes dominicos en ocultarlo, llevándolo de Nápoles a Roma y de ahí a Bolonia, pero la madre pide ayuda a sus contactos en el ejército imperial quienes finalmente lo apresan y le llevan al castillo de Roccasecca, donde lo mantienen retenido unos cuantos meses presionándole para que cambie de opinión (entre las presiones el propio Tomás contó que le tentaron mandándole a su habitación una prostituta para que le sedujera; por supuesto, resistió la tentación y, no contento con ello, hizo inmediatamente voto de castidad perpetua). En fin, sea porque sus familiares cedieron a la terquedad del muchacho (sus compañeros le llamaban el buey) o porque se escapó descolgándose con una cuerda desde la ventana de su prisión, como narran algunas biografías pías (con poca credibilidad, me parece a mí), el joven dominico quedó libre de su familia para a partir de entonces vivir su vocación. Era 1245 y Tomás, con veinte años, fue a París, la más importante universidad de la época. Y allí se topó con otra de las grandes luminarias intelectuales de la época: Alberto Magno.
Cuando se encontraron, Alberto rondaba la cuarentena y llevaba algo más de veinte años en la Orden de los Predicadores. Era ya uno de los sabios más respetados de la época, por lo que es lícito suponer que los mandamases de los dominicos quisiesen poner a la joven promesa italiana bajo la tutela pedagógica de su más importante estrella. Como fuera, lo que parece indiscutible es que, pese a la timidez silenciosa del de Aquino que le hacía parecer retrasado a los ojos de sus compañeros, Alberto lo caló enseguida y advirtió que los “mugidos de ese buey mudo algún día llenarían el mundo”. En cuanto a Tomás, quedó encantado con el nuevo profesor quien fue seguramente el que le inoculó el interés por Aristóteles que tan fecundo le resultaría para la confección, veinte años después, de su famosísima Summa Theologiae. Así que Tomás se quedó con Alberto durante siete años; los tres primeros en París y los cuatro siguientes en Colonia, a donde le acompañó como segundo profesor del recién creado Studium Generale.
Aunque disto muchísimo de conocerlos en profundidad, tengo la impresión de que Alberto y Tomás eran de caracteres y aficiones bastante distintos. Ambos hijos de condes y ambos dominicos dedicados al estudio y la enseñanza, reacios los dos a ocupar cargos de poder (aunque no siempre pudieron evitarlos). Pero al italiano le atraía más la teología pura, preocupado desde niño por indagar en la esencia de Dios, y a ese objeto puso conocimientos y raciocinio (si bien, a medida que se avejentaba, iba renunciando a la vía racional y cayendo cada vez con más frecuencia en éxtasis contemplativos); al suabo, en cambio, le interesaban sobremanera las cosas de este mundo: la física, las ciencias naturales, la astronomía. De hecho, una de las aficiones de este hombre de la que me he enterado hace poco, era la de los autómatas. Cabe suponer que ese interés provendría de sus lecturas griegas y latinas; Aristóteles, en sus Problemas de Mecánica (300 aC), describe el prototipo de ruedas dentadas enlazadas para trasmitir movimiento y de Herón de Alejandría, en los albores de nuestra era, se dice que fabricó numerosos ingenios mecánicos con ruedas movidas por el vapor de agua y, entre ellos, varios autómatas. Pero, si hemos de hacer caso a Jünger (El libro de Arena, 1957), no es hasta la oscura frontera del primer milenio que las ruedas dentadas se aplican a la medición y control del tiempo; el filósofo alemán sostiene que el invento del reloj mecánico cambia la naturaleza del tiempo (que pasa de ser fluido y telúrico a discreto y rítmico) y permite, como consecuencia inevitable, el desarrollo de las máquinas, en el verdadero sentido de la palabra.
Se atribuye a Gerberto de Aurillac, luego Papa con el nombre de Silvestre II, la invención del reloj mecánico. Fue este hombre una de las grandes fuerzas creadoras que ha dado nuestra especie, otro de esos que causó estupor entre sus contemporáneos, mezcla superlativa de admiración y miedo, porque diabólicas pensaban muchos que tenían que ser sus artes. Personaje fáustico que merecería ser más conocido y que -cómo no- también construyó autómatas. Por cierto, en su juventud vivió tres años en el monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona) que atesoraba en su biblioteca muchísimos conocimientos del Califato cordobés; quiero pensar que de estos temas mucho aprendería del saber árabe que era mucho más avanzado que el europeo, como dejó patente Al-Jazari en su "libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos" (1260) en el que recopilaba abundantes mecanismos de los siglos anteriores. Pero al grano, no creo errar demasiado si considero a Alberto Magno hijo intelectual de Gerberto, como del mismo linaje resultaría, a mi juicio, el enigmático y genial Leonardo.
Ya voy llegando a lo que quería (menos mal) que es contar que dicen las crónicas (y conste que no es que me lo crea del todo, ma se non vero, è ben trovato) que Alberto había fabricado, después de larguísimos años de trabajo, un autómata androide -el primero de que se tiene noticia- que era capaz de andar, abría la puerta del monasterio, avisaba si había llegado alguien, entretenía a los visitantes, se ocupaba de tareas caseras... Parece que Tomás ignoraba su existencia pues forma parte de la leyenda que un día, al ir a visitar al maestro, le abrió la puerta el conocido "hombre de hierro" y, tras el susto de órdago inicial, arrambló a bastonazos contra el engendro infernal hasta destruirlo. Divertida escena que puede simbolizar tantas cosas (y mejor me callo), entre otras la santa indignación ante las máquinas que acabarían por deshumanizarnos (esta viene a ser la tesis de Jünger). Claro que, más compasivos, podemos imaginar que lo que hacía Tomás era proteger a su maestro de acusaciones inquisitoriales por presuntos pactos diabólicos. Ciertamente, Alberto hubo de soportarlas pero, por fortuna, nunca llegaron demasiado lejos. De hecho, este alemán del sur, murió con casi ochenta años, sobreviviendo a Tomás, que era casi un cuarto de siglo más joven. Por eso la acusación que se hace al de Aquino de haber destruido a la muerte de Alberto otro autómata suyo, una cabeza parlante que contestaba preguntas, ya no es que sea inverosímil sino simplemente imposible.
La historia de los autómatas daría mucho juego durante los siglos posteriores hasta llegar al gran Houdini, pero de eso no voy de momento a ocuparme. Sírvame decir para acabar cuánto me habría gustado ver la escena entre Alberto y Tomás cuando el primero hubiese descubierto a su androide destrozado; tengo que buscar tacos en latín. Ah, me olvidaba, Santo Tomás fue canonizado poco más de medio siglo después de su muerte; Alberto Magno hubo de esperar a 1931.
CATEGORÍA: Personas y personajes
Ante esta magna clase que me acabas de dar, poco puedo hacer, sino guardar silencio y asimilar que los guelfos y gibelinos , el entramado papal, las madres autoritarias, los hijos superdotados, la amenaza inquisitorial, el talento ancestral y las Ciencias varias tuvieron que darse en una interminable cadena...."y que se precisaran todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran" (Con el permiso de Borges al que he robado el final de su poema Las Causas ) . Gracias, Miroslav
ResponderEliminarMery
Mery: Para nada mi intención dar clases y menos con el nivel tan frivolón de libro de historia de bachillerato que he exhibido en este post. Trataba sólo de jugar un ratito con una época lejana a partir del descubrimiento reciente de la anécdota de los autómas (que, por otro lado, apostaría a que no es verídica). Lo que en realidad hubiera querido hacer era escribir el diálogo ficticio entre Alberto y Tomás con autómata destrozado entre ambos; y si pudiera hacerlo en latín, ya sería la hostia. En todo caso, reconocerás que la época era fascinante (bueno, como todas). Un beso.
ResponderEliminarSupongo que todas las épocas son fascinantes pero la medieval para mi es la que más me llama la antención.
ResponderEliminarAmy.
Miroslav, ese diálogo que te ronda por la cabeza escribir sería soberbio, aunque no sea en latín. Piénsalo.
ResponderEliminarPor cierto para mí la época medieval es fascinante, precisamente porque en la universidad descubrí que tenía mas luces que sombras y que albergaba , si no la cuna, al menos las sábanas y la colcha de nuestra cultura.
Un abrazo
veamos...
ResponderEliminardiseño y fabrico un automata de hierro en esa epoca,,, vale.. esta dentro de los límites de la credibilidad con un poco de pensamiento mágico agregado, pero que la inquicicion no lo quemara vivo por pactos con el diablo y fuera luego canonizado.. algo no me cierra.
un beso...
buena disertación,, sip
Pues sabes qué te digo? Que para escribir un cuento así hay que saber mucho...! Chiquito repaso a la historia...!
ResponderEliminarDe todas formas yo tampoco me creo lo del androide, porque me da que en esa época no había pilas.
Oye, pero qué mayor sale Carlos de Inglaterra en la foto...!
Un beso grande.
Muy interesante, fuera real o ficción lo del androide.
ResponderEliminarPor cierto, hay una frase en tu post que casi consigue despistarme de la historia:
"...y convoca un Concilio en Roma con la intención de forzar su deposición".
Para mí una deposición es un acto extremadamente íntimo como para convocar todo un concilio. De ahí que por un momento pensase que tu post era mucho más frívolo de lo que en realidad pretendías.
Por suerte, reconocido el otro significado de la palabra, pude seguir leyendo.
Lo que aprende una por aquí!!
Un beso.
Pues parece que el tal Jünger (del que no había oído hablar en mi vida) estaba equivocado.
ResponderEliminarA principios de siglo se encontró en un naufragio romano un curioso artefacto conocido como "la máquina de Antiquitera" (o Anticitera) por la isla griega cercana al lugar del hallazgo.
Datada en los años ochenta antes de cristo, está máquina que está compuesta por un conjunto de engranajes diferenciales de bronce y siempre se ha sospechado que era un reloj astronómico.
Según un reciente estudio en el que ha participado diversas universidades y la empresa HP y donde se ha reconstruido la máquina utilizando tomografía, el dispositivo permitía predecir las posiciones del Sol, la Luna, Mercurio, Marte, Jupiter, Saturno y Venus.
Lo curioso de esta máquina es tanto el hecho de que sirva para lo que sirve (y parece que además funciona) como que constituye una prueba de que en esa época se podían fabricar engranajes dentados más finos y pequeños de los necesarios para fabricar un reloj de pared cosa que, efectivamente, se creía que no fue posible hasta la edad media.
Tal vez por eso mucha gente lo considera un OPARS (un objeto fuera de su tiempo).
Tito: Jünger fue un filósofo alemán que murió en 1998 con más de 100 años. En su "Libro de Arena", escrito en 1957, habla de los relojes desde los conocimientos que se tenían a esa fecha y aprovecha para hacer unas reflexiones sobre las distintas concepciones del tiempo ligadas a los tipos de reloj usados. Desde sus planteamientos (cargados de cierta melancolía) defiende que el dominio del reloj de "ruedas" (basado en los engranajes) supone un tipo de civilizacion radicalmente distinta en cuanto al tiempo (y peor). Estoy simplificando mucho; te recomiendo que leas el libro porque es interesante. Pero, aunque el tema sé que te interesa, no es desde luego un tratado técnico. Las informaciones sobre los distintos relojes las aprovecha para exponer esas ideas de naturaleza "filosófica".
ResponderEliminarPor supuesto, Jünger no conocía la máquina de Antiquitera. De hecho, su distinción entre "aparato" y "máquina" no deja de ser vaga y seguramente objetable. Ello, no obstante, no invalida la coherencia global de lo que cuenta, que como te digo se refiere más a la relación de los hombres con el tiempo.
Buscando sobre autómatas en internet (porque fue la anécdota que cuenta Jünger la que me motivó a escribir este post), me enteré de la máquina de Antiquitera. No quise mencionarla porque ya me estaba enrollando demasiado (algún día escribiré sobre autómatas, que me parece un tema muy sugestivo). En todo caso, este post no es nada "fiable" en cuanto a veracidad (¿o es que alguno podemos creer que Alberto Magno fabricase un autómata de esas características?)
Pues como tu bien dices, te enrollas como las persianas, pero lo haces tan bien, que me ha prendido de un tirón toda la historia. Muy instructivo y muy divertido.
ResponderEliminarY nos quejamos de los Papas actuales, uff.
Entre Tomás y Alberto, siempre me ha caído mejor el segundo, y si encima me cuentas que fabricaba pre-robots, mas aún. Pero a mi también me cuesta trabajo creer en un autómata que se moviera e hiciera tantas cosas sin pilas ¿con un mecanismo de cuerda? Amos anda!
Y si te gustan los autómatas, te gustaría la película "La Huella", la antigua, claro, la de Lawrence Olivier y Michel Caine.
Esperamos con impaciencia el post "automático"
Yo me lo creo todo. Mi primo (y luego mi hermano le copió la idea) fabricó un artilugio inspirado en el sistema de cuerdas y poleas que se usaban en las casas antiguas en sustitución del portero electrónico (más bien en anteposición) allá por los años cuarenta. Por cierto, me estoy acordando de un par de anécdotas al respecto que cuenta mi padre en sus memorias: hora de actualizar su blog (me lo apunto). Resulta que la casa de mi primo tiene dos plantas, pero están distribuidas al revés de lo que viene siendo costumbre: la primera planta son los dormitorios y la segunda el salón y la cocina; la razón de ser viene establecida por un mejor aprovechamiento de las vistas al mar. ¿Qué pasa si voy de visita y llamo a la puerta? Pues que tienen que bajar a la planta de abajo a abrirme. ¿Y si los que llegan son sus hijos de jugar de la calle (del orden de chiquicientas veces al día)? Pues que, o bien se te ponen los gemelos muy tonificados, o bien se te pone un humor de perros. Así que puso unas poleítas y una cuerda desde el piso de arriba que acababa atada del pestillo que abría la puerta, sólo tirar y abrir.
ResponderEliminarSi al artilugio le ponemos ojos y forma androide... y si yo fuera Tomás... también me asustaría, ¿no?
Besazos.
Hola Miroslav. Con un poco m�s de trabajo conseguir�as una novela hist�rica (lo que no es en absoluto desde�able). Enhorabuena por tan interesante y pedag�gico post. Saludos.
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