El trigo y la cizaña
Lo había soñado durante tres noches consecutivas. Y las tres había sido hacia las tres de la madrugada en punto, minuto más, minuto menos. Las tres noches se había despertado como deslumbrada por la nitidez del recuerdo, embargada por una absoluta lucidez, por el íntimo convencimiento de lo ineludible: era así, así tenía que ser. Las tres noches se había levantado de la cama, se había bebido un yogur líquido para apagar la secura de la garganta, había deambulado un rato por la casa silenciosa y había vuelto a acostarse para recuperar el sueño casi al instante. Lo curioso sin embargo, a diferencia de otros sueños anteriores, era que por la mañana éste no se había convertido en una sombra vaga, sino que seguía delineado con precisión en su memoria. Y también la seguridad, la certeza de su exactitud imperativa.
Los antiguos pensaban que los dioses hablaban a los humanos a través de los sueños. Rosana no creía en dioses, ni en otras zarandajas espirituales; tenía que haber sido su cerebro, sus neuronas retorcidas por el dolor, las que habían urdido a sus espaldas ese plan, las que se lo habían presentado mediante ese envoltorio onírico para que pudiera entenderlo, aprehenderlo en todo su organismo. Porque, en realidad, más que un plan de acción concreto (eso fue madurado durante las vigilias de esta semana) lo que había soñado tres noches consecutivas había sido una cadena argumentativa, una concatenación de premisas, cada una con sus respectivas pruebas de convicción, que, con la inevitabilidad lógica de los silogismos, llegaba a la conclusión irrefutable de que tenía que matar a Raquel García.
Como todas las de este nefasto mes, pasaba las tardes en el hospital, con Juan. Quedaban pocos días, un par de semanas a lo sumo, decían los médicos. Ya no habría más quimioterapia, ya nada más que morfina y esperar que ese cáncer voraz, esa locura suicida de las células de su marido colapsara definitivamente. Ella era la testigo obligada a asistir a esa dolorosa agonía, a sentir cómo la persona que más amaba se apagaba sin remedio. Y a admirarlo también ahora, comprobando cómo, pese a los aturdimientos de somnolencia de las drogas, seguía esforzándose por dejar todo organizado, por resolver los flecos pendientes, preocupado por ella y por tantos otros, por los miles de asuntos que su privilegiada inteligencia había logrado mantener en eficaz y sincronizado movimiento, en la más armónica y bella de las danzas.
Miraba a Juan, tan flaco, la mitad del cuerpo semiparalizada, sin fuerzas, y la rabia la desasosegaba. No es justo, se decía, y las palabras mudas se le escapaban al aire como espadas que desgarraran su amor, el de Juan, esa emotividad (tan buena y tan dulce y tan pacífica) que colmaba la habitación. Rosana no quería ensuciarla con las interferencias de su rebeldía, de su negación, pero ... Pero, ¿por qué había de morir alguien que tanto hacía por los demás, que tanto contribuía a que este mundo fuera mejor, que a tantos les parecía, no sólo a ella, un ser casi imprescindible? Juan desaparecería y en cambio otros malos bichos viviría, seguirían trayendo infelicidad, engrosando la ya demasiado abundante medida de lo feo, lo malo, lo ruin ... Sin ir más lejos, la directora general de su departamento, una trepa despreciable, sólo atenta a su propia vanidad, que se le desborda en todos sus actos; una mujer que desde su cutre estupidez, desde su "yoísmo" insaciable, pareciera empeñada en malograr cualquier esfuerzo constructivo de su entorno.
Juan y Raquel, extremos opuestos. Hay un equilibrio en el mundo, en el universo, le decía el sueño, pero es un equilibrio inestable que oscila de lo malo a lo bueno y, cuando lo malo crece demasiado hay que suprimirlo para que florezca lo bueno, hay que segar la cizaña para poder recoger el trigo. Y tenía que ser ella, Rosana, quien lo hiciera, porque sólo en ella había suficiente amor para admitir el sacrificio compensatorio de dar la muerte. Cada noche sucesiva de esas tres el sueño fue más detallado y explícito en los argumentos: la muerte de Juan (¿acaso el milagro de su curación?) exigía la de Raquel: así tenía que ser. Por tanto, había que urdir cuidadosamente el plan, preparar el crimen con todas las garantías de efectividad en su comisión y de impunidad posterior. A ello dedicó Rosana las mañanas de esta semana y, a medida que le iban cuadrando todas las piezas, que iba previendo todas las eventualidades, hasta las más improbables, su alma lograba desalojar la rabia impotente y quedarse sólo con el amor inmenso que fluía hacia y desde Juan.
El anzuelo, cómo no, había sido el halago. Con medias palabras, le insinuó a la directora que se había enterado de una trama de corrupción que involucraría al consejero de Medio Ambiente. Aunque del mismo partido, Rosana sabía que Raquel temía y odiaba a ese individuo, quien a su vez la menospreciaba, obstaculizando con su actitud las ansias de poder de la vanidosa política. Por supuesto, picó; la convocó a su despacho, pero Rosana arguyó que no se atrevía a hablar en el departamento; incluso se permitió el farol de echarse para atrás, de decir que seguramente habría interpretado mal los datos, que mejor no darle más vueltas. Raquel insistió, acicateada su curiosidad carroñera. No me atrevo, pasó entonces a la defensiva Rosana, me da miedo que sepan que lo sé y más que te lo haya contado. Con esas argucias la mantuvo tres días en vilo, negándose también a encontrarse con ella fuera del departamento, por si las veían juntas, creando la atmósfera típica de una película de conspiraciones en la que Raquel se zambulló cada vez más entusiasmada e impaciente.
Por fin, como quería, fue la directora quien propuso el lugar idóneo. Un mirador que se asomaba a los acantilados en el recodo de una carretera secundaria, un lugar al que nunca iba nadie y que Raquel le había dicho hace unos meses que era su escondite preferido cuando necesitaba pensar (¿esta idiota piensa?, se había preguntado entonces Rosana) o estar a solas con alguien. Una plataforma de madera volada sobre el mar con unas tablas atornilladas a unos postes como única protección. Bueno, fingió ceder de mala gana Rosana, nos vemos allí el viernes a las tres de la tarde. Y ahí estaba ella, esperándola. Llevaba ya un buen rato, le había dado tiempo de sobra para retirar los cuatro tornillos del tramo central de la barandilla que ahora no era más que una tabla apoyada, lista para caerse al mínimo impacto, incapaz de contener ya el peso de un cuerpo, el de Raquel, cuando ella, Rosana, lo empujase violentamente. Raquel caería doscientos metros, rebotaría contra los escarpes para yacer, rota, sobre las rocas de la orilla, sacudido su cadáver por las olas. Y ella, Rosana, arrancaría su coche y regresaría a la ciudad, al hospital, a Juan.
Ve el coche de la directora apareciendo tras la curva; llega puntual. Suena el móvil; del hospital le comunican que Juan acaba de entrar en coma.
Los antiguos pensaban que los dioses hablaban a los humanos a través de los sueños. Rosana no creía en dioses, ni en otras zarandajas espirituales; tenía que haber sido su cerebro, sus neuronas retorcidas por el dolor, las que habían urdido a sus espaldas ese plan, las que se lo habían presentado mediante ese envoltorio onírico para que pudiera entenderlo, aprehenderlo en todo su organismo. Porque, en realidad, más que un plan de acción concreto (eso fue madurado durante las vigilias de esta semana) lo que había soñado tres noches consecutivas había sido una cadena argumentativa, una concatenación de premisas, cada una con sus respectivas pruebas de convicción, que, con la inevitabilidad lógica de los silogismos, llegaba a la conclusión irrefutable de que tenía que matar a Raquel García.
Como todas las de este nefasto mes, pasaba las tardes en el hospital, con Juan. Quedaban pocos días, un par de semanas a lo sumo, decían los médicos. Ya no habría más quimioterapia, ya nada más que morfina y esperar que ese cáncer voraz, esa locura suicida de las células de su marido colapsara definitivamente. Ella era la testigo obligada a asistir a esa dolorosa agonía, a sentir cómo la persona que más amaba se apagaba sin remedio. Y a admirarlo también ahora, comprobando cómo, pese a los aturdimientos de somnolencia de las drogas, seguía esforzándose por dejar todo organizado, por resolver los flecos pendientes, preocupado por ella y por tantos otros, por los miles de asuntos que su privilegiada inteligencia había logrado mantener en eficaz y sincronizado movimiento, en la más armónica y bella de las danzas.
Miraba a Juan, tan flaco, la mitad del cuerpo semiparalizada, sin fuerzas, y la rabia la desasosegaba. No es justo, se decía, y las palabras mudas se le escapaban al aire como espadas que desgarraran su amor, el de Juan, esa emotividad (tan buena y tan dulce y tan pacífica) que colmaba la habitación. Rosana no quería ensuciarla con las interferencias de su rebeldía, de su negación, pero ... Pero, ¿por qué había de morir alguien que tanto hacía por los demás, que tanto contribuía a que este mundo fuera mejor, que a tantos les parecía, no sólo a ella, un ser casi imprescindible? Juan desaparecería y en cambio otros malos bichos viviría, seguirían trayendo infelicidad, engrosando la ya demasiado abundante medida de lo feo, lo malo, lo ruin ... Sin ir más lejos, la directora general de su departamento, una trepa despreciable, sólo atenta a su propia vanidad, que se le desborda en todos sus actos; una mujer que desde su cutre estupidez, desde su "yoísmo" insaciable, pareciera empeñada en malograr cualquier esfuerzo constructivo de su entorno.
Juan y Raquel, extremos opuestos. Hay un equilibrio en el mundo, en el universo, le decía el sueño, pero es un equilibrio inestable que oscila de lo malo a lo bueno y, cuando lo malo crece demasiado hay que suprimirlo para que florezca lo bueno, hay que segar la cizaña para poder recoger el trigo. Y tenía que ser ella, Rosana, quien lo hiciera, porque sólo en ella había suficiente amor para admitir el sacrificio compensatorio de dar la muerte. Cada noche sucesiva de esas tres el sueño fue más detallado y explícito en los argumentos: la muerte de Juan (¿acaso el milagro de su curación?) exigía la de Raquel: así tenía que ser. Por tanto, había que urdir cuidadosamente el plan, preparar el crimen con todas las garantías de efectividad en su comisión y de impunidad posterior. A ello dedicó Rosana las mañanas de esta semana y, a medida que le iban cuadrando todas las piezas, que iba previendo todas las eventualidades, hasta las más improbables, su alma lograba desalojar la rabia impotente y quedarse sólo con el amor inmenso que fluía hacia y desde Juan.
El anzuelo, cómo no, había sido el halago. Con medias palabras, le insinuó a la directora que se había enterado de una trama de corrupción que involucraría al consejero de Medio Ambiente. Aunque del mismo partido, Rosana sabía que Raquel temía y odiaba a ese individuo, quien a su vez la menospreciaba, obstaculizando con su actitud las ansias de poder de la vanidosa política. Por supuesto, picó; la convocó a su despacho, pero Rosana arguyó que no se atrevía a hablar en el departamento; incluso se permitió el farol de echarse para atrás, de decir que seguramente habría interpretado mal los datos, que mejor no darle más vueltas. Raquel insistió, acicateada su curiosidad carroñera. No me atrevo, pasó entonces a la defensiva Rosana, me da miedo que sepan que lo sé y más que te lo haya contado. Con esas argucias la mantuvo tres días en vilo, negándose también a encontrarse con ella fuera del departamento, por si las veían juntas, creando la atmósfera típica de una película de conspiraciones en la que Raquel se zambulló cada vez más entusiasmada e impaciente.
Por fin, como quería, fue la directora quien propuso el lugar idóneo. Un mirador que se asomaba a los acantilados en el recodo de una carretera secundaria, un lugar al que nunca iba nadie y que Raquel le había dicho hace unos meses que era su escondite preferido cuando necesitaba pensar (¿esta idiota piensa?, se había preguntado entonces Rosana) o estar a solas con alguien. Una plataforma de madera volada sobre el mar con unas tablas atornilladas a unos postes como única protección. Bueno, fingió ceder de mala gana Rosana, nos vemos allí el viernes a las tres de la tarde. Y ahí estaba ella, esperándola. Llevaba ya un buen rato, le había dado tiempo de sobra para retirar los cuatro tornillos del tramo central de la barandilla que ahora no era más que una tabla apoyada, lista para caerse al mínimo impacto, incapaz de contener ya el peso de un cuerpo, el de Raquel, cuando ella, Rosana, lo empujase violentamente. Raquel caería doscientos metros, rebotaría contra los escarpes para yacer, rota, sobre las rocas de la orilla, sacudido su cadáver por las olas. Y ella, Rosana, arrancaría su coche y regresaría a la ciudad, al hospital, a Juan.
Ve el coche de la directora apareciendo tras la curva; llega puntual. Suena el móvil; del hospital le comunican que Juan acaba de entrar en coma.
Todos se van - Andrés Calamaro (On the Rock, 2010)
CATEGORÍA: Ficciones
No nos dejes así...
ResponderEliminarBesos
Un saludo para Miroslav de C.C. A LA ESPERA.
ResponderEliminarSi Dios fuese justo, la bondad sería un antidoto contra el cancer.
¡Ca şi viaţa însăşi!
ResponderEliminarAlicia: Me temo que así os dejo. ¿O no has oído que los finales abiertos son muy recomendables?
ResponderEliminarCC: Totalmente de acuerdo, lo cual nos lleva directamente al ateismo: Si Dios no es justo no es; luego, no es.
Traian Radulescu: No imaginaba volver a verte por aquí. Pero juegas con ventaja: se ve que entiendes el español y a mí, en cambio, no me pasa lo mismo con el rumano. Aprovechando el traductor de Google te contesto que este relato está "inspirat de viaţa însăşi".
Miedo me dan los que pretenden la justicia a cualquier precio. Suelen acabar asesinando gente con motivos tan peregrinos como los de Rosana, y avasallando a los demás en nombre de sus propios, absurdos y privados sueños.
ResponderEliminar(Espero, pada poder mantener mi respeto intelectual por los ateos, que haya razonamientos menos evidentemente débiles para concluir que Dios no existe.)
Sí: que no hace ninguna falta que exista (ninguna falta explicativa, se entiende), pero que si existiera tendría que dar demasiadas explicaciones, como los consejeros delegados de las multinacionales más tenebrosas.
ResponderEliminarVanbrugh dices que esperas que los ateos tengan razonamientos más sólidos para concluir en si no creencia, más que en la no existencia de Dios (no se puede concluir la no existencia de alguien que no existe ¿o acaso sí?). Lo que te quiero decir es que no parte del razonamiento las creencias y la fe, ¿por qué habría que partir del razonamiento la no creencia?. La fe no es algo racional, es apostar por algo que se desconoce y no hay nada más irracional que apostar por lo desconocido, o quizás sí, no apostar. Más que nada porque estas apuestas están abocadas al fracaso, el premio será para todos, los que apostaron y los que no, o si acaso no lo hay, también será generalizado para todos.
ResponderEliminarClaro, Amaranta. Claro que no hay argumentos para demostrar la no existencia de Dios, igual que no los hay para demostrar su existencia. Creer o no que Dios existe no tiene nada que ver con los argumentos. Eso es precisamente lo que quería dar a entender en mi apostilla a Miroslav, que fingía haber dado con una forma lógica de demostrar que Dios no es.
ResponderEliminarPero la fe no es una apuesta, es algo mucho más serio. Nadie que se tome en serio su fe la vive como una apuesta.
No me refería al significado de apuesta en el sentido de juego, sino en el sentido de elegir una opción.
ResponderEliminarYo sinceramento no lo veo tan serio, quiero decir que la filiciación es algo en lo que uno no tiene por qué creer, no por lo que hacer méritos. Se tiene o no se tiene. Con Dios pasará exactamente igual, ser hijo de Dios no depende de que creamos en él, sino de que Éste exista y si existe "todos" seremos hijos de él. Creer es irrelevante, cualquier padre lo sabe o mejor dicho cualquier madre, los padres como que no lo tenéis tan claro.
Después de releerlo, pienso que es un cuento magnífico. Curiosamente lo que más me gusta es lo que a primera vista me pareció más endeble: el contraste entre el ‘realismo’ de las corruptelas y vanidades políticas y la ‘fantasía’ no ya de un sueño compensador de las muertes de buenos y malos, sino de un sueño con receta. Porque lo sueños jamás dictan ninguna instrucción clara y por eso y de eso viven los chamanes, psicoanalistas y demás interpretadores.
ResponderEliminar(Por cierto, tengo otro final para tu cuento; digamos una prolongación de él, y no es ninguna de las dos previsibles)
Si yo fuera Dios, (que lo soy, lo somos todos: los que lo creen/crean y quienes no tenemos más remedio que serlo porque no creemos en dioses ajenos y dudosos), me cabrearía mucho que vinieran unos 'tomasines' a demostrar mi existencia. Me preguntaría - ¿Y quién carajo sois vosotros para especular conmigo?
ResponderEliminarDecía Aristóteles que ni Dios puede cambiar el pasado - ni por tanto a sí mismo - ... y supongo que estaba de cachondeo.
En cuanto a tirar por el barranco a la amiga trepa estamos de acuerdo. Yo personalmente la empujaría sin remuerdo, pero para una imbécil así sería más pena dejarla viva y consumirse tan de a poco como Juan.