Un episodio que me avergüenza
Me siento en el tranvía. Mientras abro mi libro noto que la mujer de enfrente, una morena de buen ver de unos cuarenta, se me queda mirando. ¿Miroslav? Sí, contesto intrigado. ¿No te acuerdas de mí? No, digo (no voy a repetir una viejísima escena de cuando era un chaval y en un autobús estuve hablando con una chica preciosa que me conocía a la que no logré recordar y que al final se bajó sin que supiera quién era). Soy May, trabajé con ustedes en el estudio de arquitectura ...¡May!
Sería hacia el año 88. Un amigo y yo, inmigrantes sin recursos ni contactos en esta isla, acabábamos de alquilar en Santa Cruz un pisito de cuarenta metros cuadrados que abríamos como estudio de arquitectura, con la esperanza de hacernos hueco en el mundo profesional (yo había ya pasado un año en Tenerife, pero en el sur, en una aventura que había acabado como el rosario de la aurora, dejándome más pelado y pobre de lo que era antes de venir). Necesitábamos una secretaria (adviértase el machismo implícito) y contactamos con una Academia vecina para que nos mandaran a las alumnas que estuviesen interesadas en el trabajo. Una de las que se presentó al “casting” (no recuerdo en absoluto a ninguna de las restantes) fue May.
Preparamos una pequeña batería de pruebas con la intención de poder valorar con un mínimo de objetividad la competencia de las aspirantes (todas mujeres, por supuesto). Tenían que redactar una breve carta a un imaginario (y ansiado) cliente, copiar a máquina un texto a la mayor velocidad y con el menor número de errores, ordenar en una estantería una serie de revistas y contestar una llamada telefónica en la que uno de nosotros, simulaba ser un impertinente y disgustado proveedor al que ellas tenían que conseguir calmar y dar largas educadamente. Además, les hacíamos una entrevista para ponderar sus motivaciones. Todo, como puede verse, muy pretencioso y profesional.
Bien es verdad que teníamos claro que la seleccionada no sólo tenía que aprobar en nuestra ilusoria escala de aptitud y actitud sino también superar unos mínimos en lo que eufemísticamente se solía llamar “buena presencia”. Vamos, que tenía que estar buena, y no tanto porque fuéramos unos salidos (que lo éramos: dos tíos de veintinueve años), sino porque estábamos convencidos de que cuanto de mejor ver estuviera nuestra secretaria-recepcionista más posibilidades teníamos de que nuestro embrión de estudio “progresara adecuadamente”. En nuestro descargo a posteriori, he de decir que los exámenes no nos dieron resultados contundentes. En general todas las aspirantes eran uniformemente mediocres en sus capacidades profesionales y quedaba claro que lo bien o mal que podrían funcionar dependería fundamentalmente de su disponibilidad a aprender y de sus ganas de currar. Con lo cual, confesándonoslo más o menos abiertamente, pasamos a aplicar el popular criterio de “ante la duda, la más ...”
Y la seleccionada fue May. Era una chica de diecinueve años, de unos rasgos preciosos algo aniñados que desmentían una mirada pícara y unos labios demasiado carnosos pero, sobre todo, un cuerpo espectacularmente tentador (aunque era algo bajita) que, para colmo, embutía en unas ropas estrechas que obligaban a calificarlo de provocativo. Esos argumentos físicos se complementaban con un hablar muy dulce y una disposición que nos pareció muy servicial y positiva. Así que le hicimos un contrato en prueba y empezó a venir en horario de mañanas a nuestra oficina.
Como apenas teníamos trabajo, pasábamos bastante tiempo hablando entre nosotros e, inevitablemente, May era el pivote central en el trío, generadora de una obvia “tensión sexual no resuelta”. Aun así, la cosa se fue manteniendo en un equilibrio inestable sobre la delgada línea de lo “políticamente correcto” hasta que empezaron a entrar los primeros trabajillos. Justo es reconocer que cierta influencia tuvo nuestra secretaria en alguno de esos encargos caídos a través de un tipo de una agencia inmobiliaria que había quedado encantado con la chica y, cada vez que tenía un rato libre, subía al estudio a coquetear con ella. Pero el hecho es que, en cuanto a May tuvimos que empezarle a exigir un cierto nivel de intensidad y eficacia en el curre, comenzó a mostrar demasiados fallos.
El clima relajado de buen rollito fue estropeándose. Paco, mi socio, me planteó que al cumplirse el plazo de prueba tendríamos que cambiar de secretaria. Yo le propuse que me dejara hablar con ella a ver si lograba que mejorara su rendimiento, motivado un tanto porque le había cogido cariño y otro tanto porque, aunque no me lo reconociera francamente, la chica me ponía bastante. Así que, aprovechando el grado de intimidad que habíamos alcanzado, una tarde quedamos ella y yo para ir al cine y luego a charlar. La película, muy apropiadamente, fue “Armas de mujer”, en la que Melanie Griffith representa la secretaria perfecta. Luego cenamos en un pequeño restaurante y hablamos de sus dificultades con el trabajo del estudio pero, poco a poco, la conversación se alejó del terreno laboral y derivó hacia derroteros más escabrosos, chapoteando cada vez más descaradamente en las aguas del coqueteo erótico.
Cuando entramos en mi coche para que la llevara a su casa ya estábamos muy calientes y antes de arrancar comenzamos a besarnos y a manosearnos frenéticamente. O sea que no me dirigí hacia su domicilio sino al mío y una vez allí, sin preámbulos, directamente al dormitorio. Caímos en la cama abrazados y de esa guisa empezamos a desvestirnos mutuamente. O más preciso sería decir que era yo el que me esforzaba en arrancarle las ropas porque ella, muy participativa en los besos y caricias, oponía una extraña resistencia a quedar desnuda. En un momento, ante mi insistencia (de obra más que de palabra), me confesó que le daba vergüenza que la viera porque tenía una quemadura que la desfiguraba. Por supuesto, esas palabras no bastaron para sofocar mi excitación y, tranquilizándola, conseguí quitarle la camiseta.
Entonces vi su abdomen, carne retorcida en arrugas y cicatrices, un espantoso paisaje de piel asolada, y no pude evitar una náusea de repugnancia, un rechazo visceral que se impuso sobre mi compasión y mi lujuria. Me contó que, siendo apenas bebé, su hermano la había dejado caer en un caldero de agua hirviendo y había pasado dos meses hospitalizada, al borde de la muerte durante muchos días y recuperándose finalmente pero conservando para siempre ese espantoso estigma, que afeaba tantísimo un cuerpo que, vestido, se presentaba como la más apetecible de las tentaciones. Por supuesto, intenté disimular (sin lograrlo, claro está) la negación de mi cuerpo, y la abracé apretándola mucho, besándola y acariciándola. Lloró, lloramos, y nos bebimos las lágrimas en besos salados durante mucho rato y, al final, se quedó dormida.
A la mañana siguiente no estaba en mi cama. Fui al estudio y ya había llegado. No hubo ninguna referencia a nuestro encuentro. Poco más hay que contar. Cuando venció su periodo de prueba, fue ella misma la que nos dijo que, aunque estaba muy a gusto con nosotros, prefería buscar otro trabajo. Desde entonces hasta el otro día: veintidós años, se dice pronto ... Poco me enteré sobre lo que había sido de su vida; puede que todavía me sienta avergonzado. Tampoco tuvimos mucho tiempo: dos paradas después de que me sentara enfrente de ella, se bajó tras darme un beso y decirme que se había alegrado mucho de verme. Yo también, May.
Sería hacia el año 88. Un amigo y yo, inmigrantes sin recursos ni contactos en esta isla, acabábamos de alquilar en Santa Cruz un pisito de cuarenta metros cuadrados que abríamos como estudio de arquitectura, con la esperanza de hacernos hueco en el mundo profesional (yo había ya pasado un año en Tenerife, pero en el sur, en una aventura que había acabado como el rosario de la aurora, dejándome más pelado y pobre de lo que era antes de venir). Necesitábamos una secretaria (adviértase el machismo implícito) y contactamos con una Academia vecina para que nos mandaran a las alumnas que estuviesen interesadas en el trabajo. Una de las que se presentó al “casting” (no recuerdo en absoluto a ninguna de las restantes) fue May.
Preparamos una pequeña batería de pruebas con la intención de poder valorar con un mínimo de objetividad la competencia de las aspirantes (todas mujeres, por supuesto). Tenían que redactar una breve carta a un imaginario (y ansiado) cliente, copiar a máquina un texto a la mayor velocidad y con el menor número de errores, ordenar en una estantería una serie de revistas y contestar una llamada telefónica en la que uno de nosotros, simulaba ser un impertinente y disgustado proveedor al que ellas tenían que conseguir calmar y dar largas educadamente. Además, les hacíamos una entrevista para ponderar sus motivaciones. Todo, como puede verse, muy pretencioso y profesional.
Bien es verdad que teníamos claro que la seleccionada no sólo tenía que aprobar en nuestra ilusoria escala de aptitud y actitud sino también superar unos mínimos en lo que eufemísticamente se solía llamar “buena presencia”. Vamos, que tenía que estar buena, y no tanto porque fuéramos unos salidos (que lo éramos: dos tíos de veintinueve años), sino porque estábamos convencidos de que cuanto de mejor ver estuviera nuestra secretaria-recepcionista más posibilidades teníamos de que nuestro embrión de estudio “progresara adecuadamente”. En nuestro descargo a posteriori, he de decir que los exámenes no nos dieron resultados contundentes. En general todas las aspirantes eran uniformemente mediocres en sus capacidades profesionales y quedaba claro que lo bien o mal que podrían funcionar dependería fundamentalmente de su disponibilidad a aprender y de sus ganas de currar. Con lo cual, confesándonoslo más o menos abiertamente, pasamos a aplicar el popular criterio de “ante la duda, la más ...”
Y la seleccionada fue May. Era una chica de diecinueve años, de unos rasgos preciosos algo aniñados que desmentían una mirada pícara y unos labios demasiado carnosos pero, sobre todo, un cuerpo espectacularmente tentador (aunque era algo bajita) que, para colmo, embutía en unas ropas estrechas que obligaban a calificarlo de provocativo. Esos argumentos físicos se complementaban con un hablar muy dulce y una disposición que nos pareció muy servicial y positiva. Así que le hicimos un contrato en prueba y empezó a venir en horario de mañanas a nuestra oficina.
Como apenas teníamos trabajo, pasábamos bastante tiempo hablando entre nosotros e, inevitablemente, May era el pivote central en el trío, generadora de una obvia “tensión sexual no resuelta”. Aun así, la cosa se fue manteniendo en un equilibrio inestable sobre la delgada línea de lo “políticamente correcto” hasta que empezaron a entrar los primeros trabajillos. Justo es reconocer que cierta influencia tuvo nuestra secretaria en alguno de esos encargos caídos a través de un tipo de una agencia inmobiliaria que había quedado encantado con la chica y, cada vez que tenía un rato libre, subía al estudio a coquetear con ella. Pero el hecho es que, en cuanto a May tuvimos que empezarle a exigir un cierto nivel de intensidad y eficacia en el curre, comenzó a mostrar demasiados fallos.
El clima relajado de buen rollito fue estropeándose. Paco, mi socio, me planteó que al cumplirse el plazo de prueba tendríamos que cambiar de secretaria. Yo le propuse que me dejara hablar con ella a ver si lograba que mejorara su rendimiento, motivado un tanto porque le había cogido cariño y otro tanto porque, aunque no me lo reconociera francamente, la chica me ponía bastante. Así que, aprovechando el grado de intimidad que habíamos alcanzado, una tarde quedamos ella y yo para ir al cine y luego a charlar. La película, muy apropiadamente, fue “Armas de mujer”, en la que Melanie Griffith representa la secretaria perfecta. Luego cenamos en un pequeño restaurante y hablamos de sus dificultades con el trabajo del estudio pero, poco a poco, la conversación se alejó del terreno laboral y derivó hacia derroteros más escabrosos, chapoteando cada vez más descaradamente en las aguas del coqueteo erótico.
Cuando entramos en mi coche para que la llevara a su casa ya estábamos muy calientes y antes de arrancar comenzamos a besarnos y a manosearnos frenéticamente. O sea que no me dirigí hacia su domicilio sino al mío y una vez allí, sin preámbulos, directamente al dormitorio. Caímos en la cama abrazados y de esa guisa empezamos a desvestirnos mutuamente. O más preciso sería decir que era yo el que me esforzaba en arrancarle las ropas porque ella, muy participativa en los besos y caricias, oponía una extraña resistencia a quedar desnuda. En un momento, ante mi insistencia (de obra más que de palabra), me confesó que le daba vergüenza que la viera porque tenía una quemadura que la desfiguraba. Por supuesto, esas palabras no bastaron para sofocar mi excitación y, tranquilizándola, conseguí quitarle la camiseta.
Entonces vi su abdomen, carne retorcida en arrugas y cicatrices, un espantoso paisaje de piel asolada, y no pude evitar una náusea de repugnancia, un rechazo visceral que se impuso sobre mi compasión y mi lujuria. Me contó que, siendo apenas bebé, su hermano la había dejado caer en un caldero de agua hirviendo y había pasado dos meses hospitalizada, al borde de la muerte durante muchos días y recuperándose finalmente pero conservando para siempre ese espantoso estigma, que afeaba tantísimo un cuerpo que, vestido, se presentaba como la más apetecible de las tentaciones. Por supuesto, intenté disimular (sin lograrlo, claro está) la negación de mi cuerpo, y la abracé apretándola mucho, besándola y acariciándola. Lloró, lloramos, y nos bebimos las lágrimas en besos salados durante mucho rato y, al final, se quedó dormida.
A la mañana siguiente no estaba en mi cama. Fui al estudio y ya había llegado. No hubo ninguna referencia a nuestro encuentro. Poco más hay que contar. Cuando venció su periodo de prueba, fue ella misma la que nos dijo que, aunque estaba muy a gusto con nosotros, prefería buscar otro trabajo. Desde entonces hasta el otro día: veintidós años, se dice pronto ... Poco me enteré sobre lo que había sido de su vida; puede que todavía me sienta avergonzado. Tampoco tuvimos mucho tiempo: dos paradas después de que me sentara enfrente de ella, se bajó tras darme un beso y decirme que se había alegrado mucho de verme. Yo también, May.
Mon ami, mon amour- Amparo Sánchez (Tucson-Habana, 2010)
CATEGORÍA: Recuerdos
Realmente es algo muy sórdido.
ResponderEliminartristísimo, lo siento.
ResponderEliminarAsí que el tal Miroslav pasa por mi barrio. Igual es aquel que he visto el otro día dándose el lote en el tranvía.
ResponderEliminarTío, no debías hacer esas cosas a la pibas. ¡Hay que ser salido!
¡Será mamón y yo sin conocerlo!
Miroslav, no te afliges. La culpa la tuvo el egoísmo de la juventud. Interesante sería la pregunta ¿ cómo reaccionarías hoy con 51 años ? ¿Cerrarías los ojos, y la harías feliz aunque fuese sólo por una noche ?
ResponderEliminarC'est la vie
ResponderEliminarYo imagino que todos, más o menos, tenemos en nuestra vida algún episodio de este tipo, no particularmente enorgullecedor. En cambio no todos tenemos la lucidez y la decencia básica de enfrentarlo, analizarlo y contarlo como has hecho tú.
ResponderEliminarUno no puede evitar reaccionar de determinada forma ante ciertos estímulos. Quizá por eso es mejor interesarse antes por aquello que nos cuentan, antes de descubrirlo ante nuestros ojos. O haberlo hecho con la ropa puesta, luego habría tiempo para intimar.
ResponderEliminarEncuentro fantástico el 'episodio' bajo cualquier punto de vista: el tuyo de entonces y el actual; el suyo de entonces y también el de agora.
ResponderEliminarY el de los comentaristas.
Supongo que tod@s l@s bloquer@s tenemos historias similares o iguales en nuestro 'haber', sepamos o queramos contarlas o callarlas.
Recuerdo que Rafael Azcona decía (yo era un mozalbete entonces) que era muy difícil escribir un guión interesante después de ver la peli 'Breve encuentro', porque casi todos los encuentros amorosos (sentimentales, sexuales) se reducen finalmente a un breve encuentro... mejor o peor resuelto.
Que este realto de Miroslav no acabase en su día precisamente FELIZ no quiere decir que no fuera exactamente romántico y cargado de erotismo.
Y, una vez más, lo narra con toda honestidad y son su puntillo de humor en los paréntesis.
Creo que yo sí hubiera rematado la faena sin falsa piedad ni tampoco guiado por un salimiento imparable, sino porque está claro que ese era mi objetivo final y el de ella.
Qué misterioso es todo...
Grillo escribió: "Creo que yo sí hubiera rematado la faena sin falsa piedad ni tampoco guiado por un salimiento imparable, sino porque está claro que ese era mi objetivo final y el de ella."
ResponderEliminarQué sabe usted, señor fanfarrón, como hubiera respondido usted en esta situación. A veces el hombre no funciona, por mil mecanismos, y ya está, señor maquinón. ¿Y que haría usted, no ofrecer a la mujer al menos cariño, o "falsa piedad" como la llama usted? ¿La arrojaría a un lado, como un chulo?
May con sus lágrimas fue tan compasiva como Miroslav con las suyas, y por ello el reencuentro fue amable
Hassan: ¿Sórdido? Un poco exagerado el adjetivo, me parece a mí.
ResponderEliminarDante Bertini: Hombre, tampoco tan triste y, además, es agua muy pasada. Para tristezas las que estoy viviendo ahora.
Jonatan Alexis: Por tu barrio pasaron esas historias, sí; aunque, por aquel entonces tú parabas en otra zona. ¿Y es que tú no eras un salido a los veintitantos? Pero ya de esos ímpetus queda poco.
C.C. Sin duda son cosas de la juventud; ¿cómo reaccionaría hoy? La verdad: no lo sé.
Lansky: Sí, cosas que ocurren, de las que dejan más pena que gloria.
Vanbrugh: Gracias por atribuirme lucidez y decencia; se intenta, al menos.
Amaranta: En esos momentos no estaba yo para escuchar demasiado y, además, las palabras no me iban a bajar el achuchón.
Grillo: No creo que lo que hice o dejé de hacer estuviera motivado por ninguna piedad más o menos falsa. Simplemente, me impactó tanto la visión de la piel quemada que se me quitaron las ganas. Pero, evidentemente, cada uno habría actuado según su naturaleza.
Cretina Aguilera: Dentro de lo que cabe, aunque May obviamente se dio cuenta del rechazo de mi cuerpo y eso hubo de dolerle, pienso que el episodio se resolvió dentro del marco del cariño mutuo, sin ningún mal rollo. Puede que tengas razón en que tal sea la causa de que el reencuentro haya sido amable, no sé. Estando de acuerdo con tu comentario, creo, no obstante, que sobran los epítetos que le dedicas a Grillo, aunque entiendo tu desacuerdo con sus palabras.
Cretina Aguilera:
ResponderEliminarDe ningún modo se me ocurriría deirle a usted (tampoco) que no se me escopete haciendo honor a su nombre y faltándome con calificativos como FANFARRÓN, maquinón (¿?¿) o CHULO...
Observe que mi comentario a lo que cuenta Miroslav arranca directamente con un 'CREO QUE'; o sea, no lo afirmo, no estoy seguro.
Observe que en otra parte digo SUPONGO QUE...
Tal vez haya notado que cuando quiero afirmar algo no me muerdo la lengua y digo exactamente lo que pienso o quiero sin el menor prurito. Cuando dudo, sólo 'supongo' o 'creo'. No obstante está usted en su derecho a expresarse como pueda... como le dé la gana.
Un saludo sin exceso de efusividad, 'maquinista'.
Grillo:
ResponderEliminarUsted dice que su comentario arranca con un "creo que" relativo a lo que hubiera hecho usted, pero prosigue con un despectivo 'sin falsa piedad" y "salimiento imparable" que califica a la actitud de Miroslav.
Después habla de "rematar la faena..." (olé, Grillo) y que "está claro que ese era mi objetivo final y el de ella".
En su comentario, usted se pone en lugar de Miroslav, y presume de lo que usted hubiera hecho. Eso es propio de fanfarrones, de gente que va de máquina por la vida. En cuanto a lo de "chulo", que no sólo significa "proxeneta" sino también "enteradillo", no formaba parte de una frase afirmativa sino de un interrogante. Sería interesante ver que contrapone usted a "la falsa piedad".
Desde luego he notado que se expresa usted de una forma que no permite a otros hacer en su blog, debido, en mi opinión, a la fragilidad de su ego.
Un saludo desde lejos y con máscara anti-gas.
Pues tal vez me expresé mal, Cretina: Por 'falsa piedad' creía dar a entender una especie de misericordia o eso que llaman 'caridad cristiana', o sea: un favor haciendo de tripas corazón. Y no alude a Miroslav, (que hizo lo que creyó correcto y FUE CORRECTO), sino precisamente a quienes hubieran obrado en sentido contrario. A los falsos piadosos.
ResponderEliminar'Salimiento imparable' : si entendí bien Panciutti y la mujer ya iban embalados, calientes, según narra él. Que en román paladín se suele decir 'estar salidos'.
Vea bien el valor de 'presumir' y entenderá mi presunción al repecto.
Asevero ahora: no tengo NADA de chulo ni de proxeneta. Jamás lo he sido. Fanfarrón sí a veces, pero verá que 'fanfarrón a la inversa', burlándome siempre de mis no-éxitos y meteduras de pata.
Ahí me identifico tanto, tanto con Miroslav, (además, él se expresa mucho mjor que yo.)
Y la fragilidad de mi ego en el blog vueve a ser asunto mío del que puede usted opinar como le parezca. Jamás borro o modero un comentario por estúpido, agresivo o malintencionado que pueda ser. Es más, aunque quisiera 'borrar' algo no sabría ni cómo hacerlo - debido a mi torpeza informática.
Le recomiendo no sguirlo, pues al parecer le disgusta. Si lo hace (deduzco obviamente que me lee...),y si sube a mi palestra y tira pellas de barro volverá a ser su 'gusto'.
Yo sigo a Miroslav - lo habrá notado - porque me gusta mucho lo que narra, cómo lo cuenta y su versatilidad.
Desde lejos, con máscara antigás o sin ella: SEA FELIZ y no cuente conmigo para estas discusiones bizantinas.
Ya me parece excesivo utilizar tanto espacio en Miros y concederle usted un crédito que no me parece que merezca.
Esto sí lo entiende ¿verdad?
Señor Grillo, la "falsa piedad" no tiene nada que ver con la caridad cristiana ni con la misericordia.
ResponderEliminarDice usted que no hubiera actuado con "salimiento imparable" pero a la vez que "hubiera rematado la faena".
Eso de que jamás borra un comentario en su blog es bastante divertido. Vaya si hay comentarios borrados (alguno mío), aunque aparentemente sea su hijo el encargado de hacerlo.
Por lo demás, su blog, en el que presume de premios y viajes y conquistas amorosas, es algo público, al menos de momento. Un lugar para leer y reir de vez en cuando.
Si no le apetece a usted mantener una discusión bizantina, ya sabe usted lo que puede hacer.
Ante todo hay que agradecer la honestidad con que escribes el suceso.
ResponderEliminarEs triste, si, pero alguna compensación habrá tenido la chica, por algún lado. La vida acaba impartiendo justicias.
Un abrazo
Miroslav, creo que el episodio que ha escrito usted es sórdido, y no por el "climax" de la historia (perdónese la antítesis) en la cama, sino por el tratamiento laboral que recibió May, con una impresionante falta de profesionalidad
ResponderEliminarEl recuerdo es suyo y usted será el que lo juzgue, lo que si me apetece decirle es que como relato es un diez.
ResponderEliminarMiroslav.
ResponderEliminarRepaso este post tuyo, que me pareció espléndido desde el peimer día, aunque lo que te ocurrió entonces con May cuadra muy bien bajo el título 'Conciertos y Desconciertos'. A veces nos desconcertamos con respecto a algunos hechos de nuestra propia atuación. Cosa tan humana. Yo mismo pude haberte respondido sin demasiado concierto o sin saber expresarme como deseaba, y siempre con admiración y buena voluntad.
A otra cosa: en su momento colgaste otro dejando bien clara tu muy negativa opinión sobre los trolls... y ahora debo disculparme por haber sido incauto y haber dado cuerda a uno.
A mi me son indiferentes, pero discutir en tu blog con uno de ellos es como jalear a un borracho en el bar de un conocido ya que en el mío no tienen opción. Llegué a la convicción de que aún siendo inanes y estando en su derecho y su libertad no merecían ni tres palabras mías.
Ahora lo estoy haciendo... sólo como disculpa hacia ti.
Seré más cuidadoso con eso cuando opine sobre algo de lo que cuentes.
Un saludo.