Malentendidos
Estela Canto (Buenos Aires, 1916-1994) fue una de las “enamoradas” de Jorge Luis Borges. Lo conoció en agosto 1944, en una velada literaria en casa de Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, un tríplex en la esquina de Santa Fe y Ecuador, en pleno Barrio Norte bonaerense. Si los Bioy habían invitado a su selecto grupo a una joven aspirante a escritora –tenía sólo dos cuentos publicados– se debía a la intercesión de su hermano, Patricio Canto, muy amigo de Silvina. Estela cuenta en su Borges a contraluz que, aunque se había maravillado con la lectura de La muerte y la brújula, no tenía especial interés en conocer a Borges porque no le atarían los hombres de letras. Cuando en esa reunión Bioy Casares le presentó a Borges (que rondaría los cuarenta y cinco), éste con aire desatento le tendió la mano, floja y como sin huesos, y enseguida dirigió sus ojos celestes en otra dirección. A Estelea le pareció descortés y además le sorprendió que no se sintiera impresionadao por ella como en esos tiempos mostraban casi todos los hombres. Era una mujer guapa, de marcado carácter y de ideas muy liberales, incluyendo la sexualidad.
A partir de esa primera invitación Estela se convirtió en habitual en la casa de los Bioy y, por lo tanto, tuvo que cruzarse más de una vez con Borges. Nos cuenta que éste, cuando acababa de trabajar con Adolfito (por entonces escribían juntos los cuentos de Isidro Parodi), solía retirarse directamente, sin pasar a saludar a los que estuvieran reunidos en la casa. Así pasaron los meses hasta que una noche de verano antes de los grandes calores (es decir, finales del 44 o principios de 45), “por pura casualidad, Borges y yo salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfombras de color en torno a los troncos negros. Una brisa fresca soplaba desde el río. Era alrededor de la medianoche”. Borges le propuso que caminaran juntos, antes de meterse en el subte. Rehago la caminata gracias al GoogleMaps: recorrieron las diecinueve cuadras de la Avenida Santa Fe hasta la Plaza San Martín. Ahí mismo vivía Borges (en la calle Maipú 994), pero el escritor debía sentirse a gusto con Estela porque le propuso acompañarla hasta su casa (“la noche era tan linda, era una pena perderla, además, había trenes hasta después de la una y media), hacia el Sur. Así que probablemente degustarían las once cuadras de Maipú hasta llegar a la avenida de Mayo. Allí hicieron un breve alto en un bar (ella pidió un café, él un vaso de leche) para luego reanudar la marcha. Cuando llegaron a la avenida de Chile (probablemente caminaron las tres manzanas de Chacabuco, luego una en diagonal por Presidente Roca hasta Belgrano y de ahí tres más de nuevo en dirección Sur por la calle Piedras) estarían a solo una cuadra de la esquina con Tacuarí, donde residía Estela; pero entonces Borges sugirió acercarse al Parque Lezama (4 cuadras hacia el Este y seis más hacia el Sur). Allí, sentados en el graderío que se abre a la calle Brasil, mirando “la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodoxa rusa”, estuvieron conversando (o más bien, Borges monologando) hasta las tres y media de la madrugada. A esa hora, Georgie (como lo llamaban los amigos) echó una mirada al reloj, llamó un taxi y la dejó en su casa. (Nota: en su libro, Estela da a entender que fueron grandes andarines; el recorrido de esa noche cubre unos seis kilómetros y medio: no está mal pero tampoco es para presumir).
Parece bastante confirmado que en esa primera cita peripatética Borges se enamoró de Estela (ella no tanto; dice que lo admiraba intelectualmente) e inició un cortejo singular –califiquémoslo de borgiano– que incluyó la dedicatoria de uno de sus más relevantes cuentos, El Aleph, y la petición de matrimonio hacia principios del otoño de 1945 (marzo o abril). La relación nunca llegó a cuajar, por más que durante varios meses la Canto fuera conocida como la novia de Borges. Ella finalmente se enamoró de otro hombre y se alejó, después volvieron a verse pero el escritor ya no la quería, “algo se había roto entre ellos”. Pero no es de la relación amorosa (y de las dificultades de Borges para desarrollarlas) de lo que quiero hablar, sino de cómo ésta surge, según Estela Canto, a causa de un malentendido. Aquella noche en que el escritor ya maduro se enamoró de la joven atractiva empezaron hablando de política y, como era lógico, de Perón, por entonces vicepresidente en el gobierno militar de Farrell, pero ya el líder indiscutible de los trabajadores y objeto de tan apasionadas filias como fobias. Estela y Borges eran antiperonistas, si bien con distintas apreciaciones sobre lo que había de acontecer. Ahora bien, todo el círculo de quienes se reunían con los Bioy era antiperonista, de modo que esta coincidencia no era motivo para generar ningún chispazo. Éste se produjo cuando la Canto mencionó su admiración por Bernard Shaw y citó en inglés párrafos de obras suyas. Dice en el libro: ““A él le gustó que yo pudiera citar en inglés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió para nosotros en un segundo idioma, al cual recurría en momentos de angustia o de exaltación lírica”. De hecho, algo más tarde, cuando se detuvieron en el bar de la Avenida de Mayo, él le dijo que era la primera vez que encontraba una mujer a la que le gustara Bernard Shaw. Por cierto, ese comentario (como apunta la propia Canto) revela un pensamiento machista muy enraizado: las mujeres tenían intelectos débiles, limitados.
Pero a lo que vamos, el caso es que, si bien a ambos les gustaba George Bernard Shaw, lo que del dublinés le atraía a cada uno eran cosas completamente diferentes. A ella le interesaba “la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la rebeldía de algunos de sus personajes”; a Jorge Luis ““las situaciones extrañas de sus dramas”. Seguramente, si hubieran profundizado en sus gustos, es más que seguro que Borges se hubiera desilusionado, sabido el poco interés que sentía hacia los aspectos sociales. Lo que pasa es que, estoy seguro, el escritor no querría profundizar. De pronto, un comentario casi frívolo de una casi desconocida hace que vibre alguna remota cuerda emocional de su interior. Y mira a la chica y se dice que es muy bella y siente que puede enamorarse (y quiere enamorarse, desde luego). Apuesto a que Borges nunca quiso conocer a Estela. En realidad, hasta esta conclusión me parece improcedente: no es que no quisiera, es que no podía, no sabía. Se montaría su propia película, la endiosó como se comprueba leyendo sus cartas. Estela Canto era una imagen creada por Borges a la que solo pedía que lo amara. Naturalmente, Estela no podía amarlo, ninguna mujer podría haberlo amado. Desde luego, la personalidad de Borges y su comportamiento en el amor era (al menos en esas fechas) en exceso extrema. No obstante, sin necesidad de ser tan obtusos como el genial literato, sí es verdad que no pocos de nosotros hemos iniciado relaciones amorosas, nos hemos enamorado, sobre la base de un malentendido. Luego pasa el tiempo y creemos que la otra persona ha cambiado, pero a lo mejor no, a lo mejor simplemente nos engañamos.
A partir de esa primera invitación Estela se convirtió en habitual en la casa de los Bioy y, por lo tanto, tuvo que cruzarse más de una vez con Borges. Nos cuenta que éste, cuando acababa de trabajar con Adolfito (por entonces escribían juntos los cuentos de Isidro Parodi), solía retirarse directamente, sin pasar a saludar a los que estuvieran reunidos en la casa. Así pasaron los meses hasta que una noche de verano antes de los grandes calores (es decir, finales del 44 o principios de 45), “por pura casualidad, Borges y yo salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfombras de color en torno a los troncos negros. Una brisa fresca soplaba desde el río. Era alrededor de la medianoche”. Borges le propuso que caminaran juntos, antes de meterse en el subte. Rehago la caminata gracias al GoogleMaps: recorrieron las diecinueve cuadras de la Avenida Santa Fe hasta la Plaza San Martín. Ahí mismo vivía Borges (en la calle Maipú 994), pero el escritor debía sentirse a gusto con Estela porque le propuso acompañarla hasta su casa (“la noche era tan linda, era una pena perderla, además, había trenes hasta después de la una y media), hacia el Sur. Así que probablemente degustarían las once cuadras de Maipú hasta llegar a la avenida de Mayo. Allí hicieron un breve alto en un bar (ella pidió un café, él un vaso de leche) para luego reanudar la marcha. Cuando llegaron a la avenida de Chile (probablemente caminaron las tres manzanas de Chacabuco, luego una en diagonal por Presidente Roca hasta Belgrano y de ahí tres más de nuevo en dirección Sur por la calle Piedras) estarían a solo una cuadra de la esquina con Tacuarí, donde residía Estela; pero entonces Borges sugirió acercarse al Parque Lezama (4 cuadras hacia el Este y seis más hacia el Sur). Allí, sentados en el graderío que se abre a la calle Brasil, mirando “la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodoxa rusa”, estuvieron conversando (o más bien, Borges monologando) hasta las tres y media de la madrugada. A esa hora, Georgie (como lo llamaban los amigos) echó una mirada al reloj, llamó un taxi y la dejó en su casa. (Nota: en su libro, Estela da a entender que fueron grandes andarines; el recorrido de esa noche cubre unos seis kilómetros y medio: no está mal pero tampoco es para presumir).
Parece bastante confirmado que en esa primera cita peripatética Borges se enamoró de Estela (ella no tanto; dice que lo admiraba intelectualmente) e inició un cortejo singular –califiquémoslo de borgiano– que incluyó la dedicatoria de uno de sus más relevantes cuentos, El Aleph, y la petición de matrimonio hacia principios del otoño de 1945 (marzo o abril). La relación nunca llegó a cuajar, por más que durante varios meses la Canto fuera conocida como la novia de Borges. Ella finalmente se enamoró de otro hombre y se alejó, después volvieron a verse pero el escritor ya no la quería, “algo se había roto entre ellos”. Pero no es de la relación amorosa (y de las dificultades de Borges para desarrollarlas) de lo que quiero hablar, sino de cómo ésta surge, según Estela Canto, a causa de un malentendido. Aquella noche en que el escritor ya maduro se enamoró de la joven atractiva empezaron hablando de política y, como era lógico, de Perón, por entonces vicepresidente en el gobierno militar de Farrell, pero ya el líder indiscutible de los trabajadores y objeto de tan apasionadas filias como fobias. Estela y Borges eran antiperonistas, si bien con distintas apreciaciones sobre lo que había de acontecer. Ahora bien, todo el círculo de quienes se reunían con los Bioy era antiperonista, de modo que esta coincidencia no era motivo para generar ningún chispazo. Éste se produjo cuando la Canto mencionó su admiración por Bernard Shaw y citó en inglés párrafos de obras suyas. Dice en el libro: ““A él le gustó que yo pudiera citar en inglés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió para nosotros en un segundo idioma, al cual recurría en momentos de angustia o de exaltación lírica”. De hecho, algo más tarde, cuando se detuvieron en el bar de la Avenida de Mayo, él le dijo que era la primera vez que encontraba una mujer a la que le gustara Bernard Shaw. Por cierto, ese comentario (como apunta la propia Canto) revela un pensamiento machista muy enraizado: las mujeres tenían intelectos débiles, limitados.
Pero a lo que vamos, el caso es que, si bien a ambos les gustaba George Bernard Shaw, lo que del dublinés le atraía a cada uno eran cosas completamente diferentes. A ella le interesaba “la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la rebeldía de algunos de sus personajes”; a Jorge Luis ““las situaciones extrañas de sus dramas”. Seguramente, si hubieran profundizado en sus gustos, es más que seguro que Borges se hubiera desilusionado, sabido el poco interés que sentía hacia los aspectos sociales. Lo que pasa es que, estoy seguro, el escritor no querría profundizar. De pronto, un comentario casi frívolo de una casi desconocida hace que vibre alguna remota cuerda emocional de su interior. Y mira a la chica y se dice que es muy bella y siente que puede enamorarse (y quiere enamorarse, desde luego). Apuesto a que Borges nunca quiso conocer a Estela. En realidad, hasta esta conclusión me parece improcedente: no es que no quisiera, es que no podía, no sabía. Se montaría su propia película, la endiosó como se comprueba leyendo sus cartas. Estela Canto era una imagen creada por Borges a la que solo pedía que lo amara. Naturalmente, Estela no podía amarlo, ninguna mujer podría haberlo amado. Desde luego, la personalidad de Borges y su comportamiento en el amor era (al menos en esas fechas) en exceso extrema. No obstante, sin necesidad de ser tan obtusos como el genial literato, sí es verdad que no pocos de nosotros hemos iniciado relaciones amorosas, nos hemos enamorado, sobre la base de un malentendido. Luego pasa el tiempo y creemos que la otra persona ha cambiado, pero a lo mejor no, a lo mejor simplemente nos engañamos.
Buena entrada, aunque hay una errata: en el segundo párrafo, has repetido un buen pedazo del texto, que vuelve a reproducir lo anteriormente dicho desde la segunda mitad de la segunda línea completa, debajo de la foto de Borges y Canto ("A partir de esa primera invitación...").
ResponderEliminarEscribo en Word y luego lo paso a blogger. No entiendo muy bien cómo se coló esa repetición y, sobre todo, no entiendo cómo no me di cuenta. Ya está corregido; gracias.
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