Primera cita
El sábado 1 de abril de 2006 me desperté nervioso, de eso me acuerdo. Gracias a la contabilidad de ese año (por aquel entonces apuntaba los gastos diariamente), sé que fui al Corte Inglés a hacer la compra semanal y me regalé el libro que acababa de publicar Eduardo Mendoza (“Mauricio o las elecciones primarias”, entretenido pero poco más). Había reservado en un restaurante del Puerto de La Cruz a las tres menos cuarto, por lo que calculo que habríamos quedado hacia las dos en el portal de su casa, en la zona de San Benito de La Laguna. Llegué con algunos minutos de adelanto y aparqué en la que yo creía que era la calle paralela a la suya. Mi idea era acercarme caminando a su portal para recibirla. Justo cuando iba a salir del coche –faltarían cinco minutos para la hora– noto que me dan unos golpecitos en la ventanilla y la veo allí, sonriéndome. Resulta que me había equivocado: estaba aparcado en su calle, no en la paralela.
He pasado unas tres horas revisando mis viejos discos duros en busca de fotos de ese día pero en vano (me ha servido para ordenar muchas de nuestros primeros años). Me habría encantado recuperar su imagen de ese momento, la primera “real” que tuve de ella. Creo recordar –pero es un recuerdo etéreo, nada consistente– que llevaba vaqueros y una camisa, camiseta o suéter ligero rosado. De lo que sí me acuerdo es de que me encantó, de que me pareció preciosa. Pero también me sobresalté, me había sorprendido sin esperarla. Así que me apresuré a abrir la portezuela y salir del coche (iba en el enorme Ford Mondeo que era también de mi ex y que chocaría unos meses después), darle dos besos visiblemente azorado y llevarla con lo que quería ser galantería pero casi fue a empujones al lado del copiloto para abrirle la puerta y acomodarla en el asiento. No sé si ella estaría también nerviosilla pero, si así era, lo disimulaba con su resplandeciente sonrisa.
La verdad es que casi no recuerdo nada de esa jornada. Sé que fuimos al restaurante del Puerto que me habían recomendado. Gracias a la contabilidad, compruebo que se llamaba Lucas y que pagué casi sesenta euros con tarjeta; pero no puedo decir lo que comimos aunque sí que nos gustó mucho a ambos. Ocupaba una casona situada casi al lado de la autopista del Norte en la primera entrada al Puerto viniendo desde La Laguna (la de Martiánez), pero creo que ya no está ahí. Hacía buen día y almorzamos en una terraza que miraba hacia el Rincón. Tampoco me acuerdo de lo que hablamos, pero sí de que lo hicimos sin cesar y con fluidez, como si nos conociéramos desde hacía mucho (téngase en cuenta que las dos semanas de correos y messenger nos habían llevado a un nivel alto de intimidad y cariño). En fin, que nos sentimos muy bien mutuamente y, al acabar la comida, quisimos seguir juntos.
Le propuse que recorriéramos la vertiente Norte y llegamos hasta la Punta de Teno, deteniéndonos en los sitios más bonitos para dar breves paseos, como si fuéramos turistas. Luisa llevaba más tiempo que yo en Tenerife –había venido desde Gran Canarias a la Universidad– pero yo conocía la Isla bastante mejor que ella, de modo que disfruté haciéndole de guía y me halagó la atención que me prodigaba, lo interesada que se mostraba. Un sano escepticismo (del que no carezco) me sugeriría que algo podría estar fingiendo con la intención, consciente o no, de encandilarme. No lo percibí así esa tarde, desde luego, y ahora sé con certeza que nada hubo de impostura. Muchos años después, cuando conoció y se ganó a mi madre expresándole entusiasmo por su casa, mi hermana llegó a pensar que Luisa había actuado con una estrategia preparada para caer bien y, sin embargo, nada más lejos de la verdad. La pobre se quedó sorprendida cuando se enteró y es que no podía concebir comportamientos retorcidos, manipuladores. Luisa no sabía fingir, cuando no estaba a gusto recurría al silencio. De modo que me consta que Luisa disfrutó mucho de ese nuestro primer encuentro. Se estaba enamorando, nos estábamos enamorando.
Creo –no estoy seguro– que nos detuvimos en Las Aguas, que hicimos una breve incursión en el casco antiguo de Icod, que paseamos por los centros de Garachico y Los Silos y que miramos la unión de los dos mares desde el faro de Teno. Luego, cuando empezaba a atardecer, hacia las ocho de la tarde, nos sentamos en un muro bajo con vistas hacia La Palma y nos besamos. No consigo recordar, por más que lo intento, la ubicación del lugar en el que nos dimos el primer beso. Me da mucha rabia porque ahora, que no ceso de llorarla, cogería el coche y me iría hasta allí y me imaginaría, con tanta nitidez como si lo estuviera viendo, a esas dos personas besándose, empezando una historia cuyo argumento ignoraban, una historia plena de amor (y de muchas más cosas) pero que tenía mucho todavía por vivir. Estoy relatando las páginas iniciales, el final de la introducción. Lo triste es que las páginas últimas del libro, muchas, han quedado en blanco.
Tampoco me acuerdo de ese primer beso; no me acuerdo específicamente, se me confunde con tantos que nos hemos dado. Pero sí recuerdo que nos besamos con absoluta espontaneidad, sin ninguna timidez o vergüenza. Y también recuerdo que me embargó una sensación de inmensa alegría, de una alegría profunda, serena. Beso que clausuraba las angustias de mis últimos meses, epifanía que revelaba una nueva vida, anticipo de una felicidad absoluta que llegaría a partir del día siguiente. Estuvimos un rato largo besándonos, abrazados frente al mar, y si paramos fue porque tampoco se trataba de dar un espectáculo indecoroso (ya no éramos unos críos) y, además, empezamos a sentir frío. Así que nos metimos en el coche, regresamos a San Benito y la dejé en su casa. Habríamos ido a cenar pero ella tenía algo que hacer con su hija. Desde luego, queríamos seguir juntos, que no se acabara esa primera cita. Pero fue bueno separarnos con ganas de más. Quedamos para vernos al día siguiente. Conduje hasta Santa Cruz cantando durante todo el trayecto (menos mal que no había nadie al lado).
yo también creo en su transparencia, en su incapacidad para mentir y manipular. Por eso, aparte de ser mi hermana ella era una verdadera amiga
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