Un sueño
Pienso continuamente en ella. A cada rato me viene a la mente su imagen, me asaltan flashes de escenas vividas, sobre todo de estos últimos meses, los terribles de la enfermedad. Pero además, como si no me bastara con esos pensamientos espontáneos, soy yo el que convoco los recuerdos. Me pongo a ver fotos, a escuchar su voz en breves audios del whatsapp, a leer mensajes sobre anodinos asuntos cotidianos pero condimentados casi siempre con guiños humorísticos y cariñosos. Ha habido quien me ha dicho que hacer esto no es bueno, que no me ayuda; probablemente yo mismo, viendo a otro en la situación en que estoy, habría opinado igual. Pero verla y escucharla, también hablar con ella, desde luego, es lo que quiero y lo que necesito ahora. Sé que su ausencia es irremediable, definitiva, pero no puedo sumergirme de golpe en la frialdad del vacío, no puedo asumir en toda su crueldad esa absoluta plenitud de la nada.
Así transcurren mis días, arrastrados por la imparable imposición de lo cotidiano pues, como asegura la repulsiva frase hecha, “la vida sigue” (aunque mucho habría que discutir sobre si ésta en la que ella no está sigue siendo la vida). Las noches son otra cosa. Duermo poco y me despierto mucho, cada dos horas, tres a lo sumo. Al abrir los ojos la busco en su lado de la cama y hay siempre unos segundos de inquietud hasta recordar que no está y sentir la dolorosa angustia del pecho, el grito callado que me lacera por dentro. Porque hasta esos odiosos y demasiados frecuentes despertares sé que estoy con ella, en sueño confortante, sereno, amoroso. Es un sueño sin argumento, no ocurre nada; o, al menos, nada recuerdo al despertar, salvo la certidumbre de que estábamos juntos sintiendo nuestro amor compartido, en paz.
Esta noche, sin embargo, en la última dormida –entre las tres y media y las seis–, he tenido un sueño narrativo. Dana y yo estábamos en un piso de un edificio antiguo (podría ser uno de los del Ensanche madrileño) que era donde vivíamos los tres. Dana tenía unos quince años y yo cuarenta y pico, de modo que eran los inicios de nuestra relación, pero en el sueño sentía que llevábamos ya mucho tiempo juntos. Luisa acababa de irse, había bajado a coger un taxi que la llevaría al aeropuerto. Se iba a Estados Unidos a reunirse con un antiguo novio. Nos abandonaba. Se había despedido de mí cariñosamente: os quiero mucho, me dijo, pero tengo que irme; explícaselo a Dana. Y eso estaba haciendo cuando me acordé de que se había olvidado algo (no sé qué era), de modo que bajé corriendo las escaleras de ese edificio del XIX, pero al llegar a la calle el taxi ya se había ido. Entré en el ascensor y pulsé el botón de la segunda planta. Mientras ascendía pensaba que la llamaría al móvil y trataría de disuadirla. En todo caso, me decía a mí mismo, algún día regresará y volveremos a estar juntos. Y en ese momento el ascensor se detuvo con una fuerte sacudida y el brutal golpe me despertó.
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