Una aguja en el pajar
El azar es sorprendente, cuesta no admitir que la magia exista. Dejémoslo en coincidencias, pero no por ello menos curiosas. Y atrayentes, al menos para mí. Auster hace de ellas uno de los cimientos de su literatura, que tanto me gusta. En la mañana de ayer buscaba en internet información sobre un tema del curre. No sé muy bien cómo (misterios de Google) llego a una página en alemán sobre la historia de la familia Hachez, los fundadores en Bremen de esa famosa marca de chocolate. Yo, ni papa de alemán y, además, a primera vista no parecía que hubiese ninguna relación entre esa web y lo que buscaba. Iba pues a cerrarla cuando, a pie de página, veo el nombre y apellido de un antigua amiga mía: Gudrun.
La conocí hacia mediados de los 80 en Madrid. Era novieta de un amigo, Alfonso, con quien compartí piso un año. Este amigo había vivido unos años en Alemania y allí la había conocido. No mantenían ninguna relación formal, pero Gudrun, que vivía en Bremen, vino un par de veces a nuestra casa y se acostaba con Alfonso. En mi último año madrileño nos hizo otra visita; esta vez con una amiga, Ingrid, que vivía por entonces en Granada. Ambas eran un encanto, unos años mayores que nosotros (superaban los treinta). Por esos días había decidido aceptar la oferta laboral que me trajo a esta isla. En la última noche -se iban al día siguiente- les invité a visitarme en Tenerife. Recuerdo que Gudrun, que no hablaba apenas español, me miró dulcemente y me dijo que le encantaría. La verdad que la chica me gustaba un montón, tanto su físico como su carácter (que simplemente intuía porque la comunicación entre nosotros era una prueba de obstáculos); pero estaba con Alfonso, así que ...
Por entonces salía con una preciosa morenita conquense que estudiaba cuarto de psicología en la Autónoma de Madrid. Esther ha sido una de las mujeres que más me ha enseñado, de la que más aprendí. Lo más impactante de ella era su absoluta franqueza, tanta que podía confundirse con dureza emocional. Cuando me propusieron irme a vivir a Canarias, me animó a aceptar y, al mismo tiempo, restó importancia a nuestra relación, situándola en su justa realidad sin ninguna dramatización. No creo que ninguno de los dos estuviéramos enamorados y, desde luego, ambos teníamos claro que en esos momentos nuestras prioridades eran otras. Aun así, con la forma en que Esther condujo nuestra separación quiso seguramente hacerme un último regalo. Aunque no fue el último porque, ante mi insistencia, aceptó venir conmigo a Roma esas navidades, cuando ya llevaba cuatro meses aburridísimo en una urbanización turística del sur tinerfeño.
Pero vuelvo a Gudrun. Esas mismas navidades, a través de mi amigo Alfonso, me entero de que le gustaría venir a visitarme, acompañada de su hermana. Me dio muchísima rabia, porque me apetecía mucho verla, pasar con ella unos días, pero ya había organizado la escapada a Roma. La llamé por teléfono y en un inglés macarrónico (ni ella ni yo lo hablábamos bien) le expliqué mis planes y le insistí en que, pese a ello, se viniera con su hermana, que les dejaba mi casa a su disposición (por cierto, un chaletito de dos dormitorios en primera línea con una terraza frente a La Gomera desde la que se disfrutaban espectaculares puestas de sol). Así que se vinieron a pasar una semanita, si bien llegaron cuando ya yo me había ido. También vino otro amigo madrileño quien, por cierto, se enrolló con Sabina, la hermana.
Llegué a Tenerife de mis vacaciones romanas (y de mi despedida definitiva de Esther) en uno de los antiguos vuelos nocturnos. Muy de madrugada (hacia las 5 o 6) entré en mi casa. En el primer dormitorio atisbé los cuerpos dormidos de mi amigo y Sabina (sorpresa relativa); en el del fondo, el mío, estaba Gudrun que abrió los ojos al oírme, me sonrió y me invitó a meterme en la cama. Sin palabras nos acurrucamos muy juntitos y así estuvimos un ratillo acariciándonos y besándonos, ambos muertos de cansancio, disfrutando de un placer tierno, almohadillado en un sopor dulce. No pensé en nada, simplemente me dejé llevar a ese estado de felicidad sin preguntas, desde el que fuimos cayendo suavemente en el sueño. Despertamos abrazados hacia las once. Desayuno los cuatro juntos y casi, sin tiempo para contarse nada, ponerse en marcha porque las dos alemanas salían ya para Bremen. Un beso sutil de despedida y yo con una sensación inquietante de irrealidad.
Al verano siguiente fui a visitarla. Fue mi primer viaje a Alemania y también estuvo lleno de azares sorprendentes. En el vuelo de Madrid a Frankfurt conocí a una chica rubia que me contó una historia rocambolesca cuya reseña no tiene ahora cabida. Iba a Berlín (el muro aun no había caído) y, sin embargo, me tropecé con ella en Bremen una semana después; decidió acompañarme en el tren de vuelta y estuvo conmigo dos días en Frankfurt. Pero esa es otro extraño cuento, plagado de misterios surrealistas que nunca llegué a desentrañar. Lo cierto es que ese viaje, motivado por unas caricias entre el sueño y la vigilia, tuvo también mucho de onírico. De hecho, mientras lo evoco, me vuelve esa sensación de irrealidad, de acontecimientos desgajados de la cadena de sucesos de mi historia personal, al modo de los que vivimos en sueños. Aun así, guardo con relativa fidelidad mis impresiones del primer día paseando por Frankfurt, lo mucho que me impresionó la rehabilitación del núcleo antiguo, lo mucho que me gustó la ribera del Meno con los fantásticos museos que allí se disponían (especialmente el de Meier).
Pasé una semanita en Bremen, alojado con las dos hermanas. Con absoluta normalidad, Gudrun me alojó en su cama y me dedicó las noches, salvo un par de ellas que las pasó en la casa de un amigo suyo. Desde luego, yo no era capaz de procesar demasiado esa situación, pero tampoco me molesté en tratar de entenderla. Me enseñaron la ciudad, me presentaron a varios amigos (entre ellos el "especial" de Gudrun), me llevaron a beber cerveza y oír música, pasamos una tarde en su huerto en una isla del Weser ... (Esa isla fluvial el Ayuntamiento la ha dividido en parcelas que alquila para que los ciudadanos cultiven con mucho esfuerzo y cariño unas hortalizas bastante escuálidas; me sorprendió muy favorablemente esa iniciativa municipal). Mis relaciones amorosas con Gudrun fueron, durante esas noches, casi tan etéreas como la única de Tenerife. Aun así -y perdóneseme el exabrupto- me dejaron algún bichito de hábitat genital que involuntariamente presenté posteriormente a otras amigas. Qué inconsciente era uno en la veintena, antes de los tiempos del sida.
Durante los meses siguientes mantuve esporádicos intercambios epistolares con Gudrun. Un par de años después volví a Alemania, esta vez con R, mi ex. Pasamos un día en Bremen, alojados en la casa de las dos hermanas, pero obviamente la situación era distinta, tanto la mía como la de ella, pues entonces mantenía una relación bastante más tradicional con un alemán calvo, de gafitas a lo Lennon y perilla rubia. Y, salvo error u omisión, no creo haber tenido más contactos. Alguna vez, bastantes años después, he tratado de indagar sobre su vida, sin resultado alguno. Hasta ayer, cuando de la forma más inusitada aparece la aguja en el pajar infinito de internet. Y este hallazgo casual (que nunca habría aparecido de haber sido intencionado) me ha traído su recuerdo, tan dulce y suave como los momentos que compartí con ella.
La conocí hacia mediados de los 80 en Madrid. Era novieta de un amigo, Alfonso, con quien compartí piso un año. Este amigo había vivido unos años en Alemania y allí la había conocido. No mantenían ninguna relación formal, pero Gudrun, que vivía en Bremen, vino un par de veces a nuestra casa y se acostaba con Alfonso. En mi último año madrileño nos hizo otra visita; esta vez con una amiga, Ingrid, que vivía por entonces en Granada. Ambas eran un encanto, unos años mayores que nosotros (superaban los treinta). Por esos días había decidido aceptar la oferta laboral que me trajo a esta isla. En la última noche -se iban al día siguiente- les invité a visitarme en Tenerife. Recuerdo que Gudrun, que no hablaba apenas español, me miró dulcemente y me dijo que le encantaría. La verdad que la chica me gustaba un montón, tanto su físico como su carácter (que simplemente intuía porque la comunicación entre nosotros era una prueba de obstáculos); pero estaba con Alfonso, así que ...
Por entonces salía con una preciosa morenita conquense que estudiaba cuarto de psicología en la Autónoma de Madrid. Esther ha sido una de las mujeres que más me ha enseñado, de la que más aprendí. Lo más impactante de ella era su absoluta franqueza, tanta que podía confundirse con dureza emocional. Cuando me propusieron irme a vivir a Canarias, me animó a aceptar y, al mismo tiempo, restó importancia a nuestra relación, situándola en su justa realidad sin ninguna dramatización. No creo que ninguno de los dos estuviéramos enamorados y, desde luego, ambos teníamos claro que en esos momentos nuestras prioridades eran otras. Aun así, con la forma en que Esther condujo nuestra separación quiso seguramente hacerme un último regalo. Aunque no fue el último porque, ante mi insistencia, aceptó venir conmigo a Roma esas navidades, cuando ya llevaba cuatro meses aburridísimo en una urbanización turística del sur tinerfeño.
Pero vuelvo a Gudrun. Esas mismas navidades, a través de mi amigo Alfonso, me entero de que le gustaría venir a visitarme, acompañada de su hermana. Me dio muchísima rabia, porque me apetecía mucho verla, pasar con ella unos días, pero ya había organizado la escapada a Roma. La llamé por teléfono y en un inglés macarrónico (ni ella ni yo lo hablábamos bien) le expliqué mis planes y le insistí en que, pese a ello, se viniera con su hermana, que les dejaba mi casa a su disposición (por cierto, un chaletito de dos dormitorios en primera línea con una terraza frente a La Gomera desde la que se disfrutaban espectaculares puestas de sol). Así que se vinieron a pasar una semanita, si bien llegaron cuando ya yo me había ido. También vino otro amigo madrileño quien, por cierto, se enrolló con Sabina, la hermana.
Llegué a Tenerife de mis vacaciones romanas (y de mi despedida definitiva de Esther) en uno de los antiguos vuelos nocturnos. Muy de madrugada (hacia las 5 o 6) entré en mi casa. En el primer dormitorio atisbé los cuerpos dormidos de mi amigo y Sabina (sorpresa relativa); en el del fondo, el mío, estaba Gudrun que abrió los ojos al oírme, me sonrió y me invitó a meterme en la cama. Sin palabras nos acurrucamos muy juntitos y así estuvimos un ratillo acariciándonos y besándonos, ambos muertos de cansancio, disfrutando de un placer tierno, almohadillado en un sopor dulce. No pensé en nada, simplemente me dejé llevar a ese estado de felicidad sin preguntas, desde el que fuimos cayendo suavemente en el sueño. Despertamos abrazados hacia las once. Desayuno los cuatro juntos y casi, sin tiempo para contarse nada, ponerse en marcha porque las dos alemanas salían ya para Bremen. Un beso sutil de despedida y yo con una sensación inquietante de irrealidad.
Al verano siguiente fui a visitarla. Fue mi primer viaje a Alemania y también estuvo lleno de azares sorprendentes. En el vuelo de Madrid a Frankfurt conocí a una chica rubia que me contó una historia rocambolesca cuya reseña no tiene ahora cabida. Iba a Berlín (el muro aun no había caído) y, sin embargo, me tropecé con ella en Bremen una semana después; decidió acompañarme en el tren de vuelta y estuvo conmigo dos días en Frankfurt. Pero esa es otro extraño cuento, plagado de misterios surrealistas que nunca llegué a desentrañar. Lo cierto es que ese viaje, motivado por unas caricias entre el sueño y la vigilia, tuvo también mucho de onírico. De hecho, mientras lo evoco, me vuelve esa sensación de irrealidad, de acontecimientos desgajados de la cadena de sucesos de mi historia personal, al modo de los que vivimos en sueños. Aun así, guardo con relativa fidelidad mis impresiones del primer día paseando por Frankfurt, lo mucho que me impresionó la rehabilitación del núcleo antiguo, lo mucho que me gustó la ribera del Meno con los fantásticos museos que allí se disponían (especialmente el de Meier).
Pasé una semanita en Bremen, alojado con las dos hermanas. Con absoluta normalidad, Gudrun me alojó en su cama y me dedicó las noches, salvo un par de ellas que las pasó en la casa de un amigo suyo. Desde luego, yo no era capaz de procesar demasiado esa situación, pero tampoco me molesté en tratar de entenderla. Me enseñaron la ciudad, me presentaron a varios amigos (entre ellos el "especial" de Gudrun), me llevaron a beber cerveza y oír música, pasamos una tarde en su huerto en una isla del Weser ... (Esa isla fluvial el Ayuntamiento la ha dividido en parcelas que alquila para que los ciudadanos cultiven con mucho esfuerzo y cariño unas hortalizas bastante escuálidas; me sorprendió muy favorablemente esa iniciativa municipal). Mis relaciones amorosas con Gudrun fueron, durante esas noches, casi tan etéreas como la única de Tenerife. Aun así -y perdóneseme el exabrupto- me dejaron algún bichito de hábitat genital que involuntariamente presenté posteriormente a otras amigas. Qué inconsciente era uno en la veintena, antes de los tiempos del sida.
Durante los meses siguientes mantuve esporádicos intercambios epistolares con Gudrun. Un par de años después volví a Alemania, esta vez con R, mi ex. Pasamos un día en Bremen, alojados en la casa de las dos hermanas, pero obviamente la situación era distinta, tanto la mía como la de ella, pues entonces mantenía una relación bastante más tradicional con un alemán calvo, de gafitas a lo Lennon y perilla rubia. Y, salvo error u omisión, no creo haber tenido más contactos. Alguna vez, bastantes años después, he tratado de indagar sobre su vida, sin resultado alguno. Hasta ayer, cuando de la forma más inusitada aparece la aguja en el pajar infinito de internet. Y este hallazgo casual (que nunca habría aparecido de haber sido intencionado) me ha traído su recuerdo, tan dulce y suave como los momentos que compartí con ella.
CATEGORÍA: Recuerdos
Con ella y con los bichitos ;).
ResponderEliminarTE he leído con la sonrisa en los labios. Sigue guardando esos recuerdos, son los que nos hacen sonreir cuando miramos atrás.
ResponderEliminarBesos de una maia.
Ye aseguro que esas dos personas que te comentan arriba son mujeres solas...que mas da quie querra casarse y vivir con semejantes lacras
ResponderEliminarInteresante saber de tus correrías.
ResponderEliminarque linda historia, me ha gustado mucho la forma en como la relataste, sin duda se trata de recuerdos muy dulces...
ResponderEliminarpero mira que te las traias de jovenzuelo eh?
besos...
Ay, juventud divino tesoro, etc...
ResponderEliminarLástima de bichito :D
Besos
Madre mía!!! te han salido un para de comentaristas de los que hay que borrar directamente.
ResponderEliminarA mi me parece genial tener recuerdos y yo, que he vivido un año y medio en Alemania, tengo claro que, ahora ya no tanto, pero antes eran más liberales que nosotros.
Yo viví en Munich y es una ciudad preciosa; no viviría siempre en Alemania pero de visita en un pais muy bonito.
Borra al anónimo!!!
El mundo es un pañuelo y la vida da muuuuuuuuchas vueltas. Y es curiosa la forma en que a veces nos reencontramos con nuestro pasado. En esos reencuentros algunos ni siquiera se reconocen.
ResponderEliminarBesos.
la magia existe claro que existe, el problema es a veces encontrarla o ponerla en práctica
ResponderEliminarsaludos