Bárbara Blomberg (1)
No es nada bueno toparse con reyes, y menos con emperadores; algo así pensaría Bárbara Blomberg, la madama, en sus postreros días, mientras, desde su casa de Ambrosero, miraba hacia oriente, como si su vista pudiese cruzar las marismas, salir de la ría y volar sobre el Cantábrico, atravesar la Francia enemiga y llegar hasta su Regensburg natal (Ratisbona le dicen en esta lengua impuesta), la capital de la Dieta Imperial. Se acuerda de la muchacha que era, tan alegre, tan bella, de la felicidad de los juegos de niña por las calles empedradas, las carreras hasta la ribera del Danubio. Se acuerda de su infancia feliz, antes de que las herejías del maldito Lutero fueran escuchadas por su padre en las sesiones del Consejo municipal. Cuánto dolor habrían de traerle esas doctrinas insidiosas; si el fraile de Wittenberg no hubiese existido, si al menos su padre no hubiese prestado oídos a sus doctrinas, Bárbara habría vivido feliz, ajena a emperadores y cortes, invisible a sus crueles designios. Aunque, ¿quién sabe lo que habría pasado?
Bárbara alza los ojos hacia las nubes que van cubriendo la bahía y una de ellas se le antoja el rostro ya olvidado de Roberto, el joven hermano de la duquesa Blanca, que no era tal, sino deuda política del duque de Baviera. Qué apuesto era Roberto, y qué encendida su parla, aunque fuera a favor de las ideas rebeldes de los protestantes; oyéndolo hablar con gestos exaltados en el comedor de sus padres, ella se arrobaba y notaba una extraña desazón, para disgusto de su madre, preocupada (y con motivo) por las penas que estos negocios peligrosos habrían de traer a todos. Luego, en la sobremesa, sería la vanidad la que la henchiría por dentro, viendo la cara de atento asombro y placer de Roberto, su admiración sin disimulos, escuchándola cantar y tañer el arpa. Bella era esa chica de diecisiete años, bella era su voz, bella era su alma: ¿cómo no iba el lindo noble local a enamorarse? Bárbara evoca ese otoño de 1545, de hace ya medio siglo; piensa en los paseos de ambos entre los robles de la pequeña isla danubiana y el regreso apresurado de su galán, corriendo a grandes zancadas por el puente de piedra, para llegar a tiempo las sesiones de la Rathaus; cree sentir todavía en sus puños la firme envoltura de las manos de Roberto, en sus labios los peligrosos y audaces besos, en su pelo las caricias que lo despeinaban. Pero no son más que nostalgias de vieja.
Sábado 10 de abril de 1546: llega a Regensburg el emperador. El cortejo, con sus nobles flamencos y españoles, entra por la puerta sur y desfila pausado, entre la multitud expectantes hasta la plaza de la Catedral de San Pedro. Allí, con el grupo de los burgueses, están Bárbara, su madre y sus hermanos, testigos del recibimiento oficial del Consejo de la ciudad libre que, pese a su adscripción al luteranismo, ha de acoger la Dieta Imperial. Palabras en latín y en pomposo alemán, falsas promesas de lealtad y gestos orgullosos de pavo real, bendiciones y muecas hipócritas, música para ensordecer la farsa bajo un tibio sol de primavera. Luego Carlos y su séquito se iría al hotel que le habían reservado, el Goldenes Kreuz, un imponente palacio de ladrillo rojo algo apartado del bullicioso centro urbano. Bárbara, acabada la ceremonia, se encontraría con Roberto, embutido en sus ropas de gala como miembro del Consejo, y aparecería su padre y les sonreiría, y todos juntos, con otros muchos burgueses satisfechos de abultadas barrigas, pasarían esa tarde celebrando los buenos tiempos que venían, ciegos a los oscuros presagios de guerra y crímenes. Pocos días después entra en la ciudad Blanca, la hermana de Roberto; venía con la comitiva del duque de Baviera para asistir a las importantes bodas de estado que habían de celebrarse ese Agosto en Regensburg.
Blanca, la que iba a ser su cuñada, la que se decía su más fiel amiga y a la que quiso con tanta ternura, tendría por aquellos días veinticinco años y se encomiaba como una de las más bellas y deseadas damas del Imperio. Su virtud pública no iba pareja con la privada y Bárbara pronto descubrió, con el asombro propio de su inocencia, que el mismo emperador gozaba de sus favores. Un hombre tan religioso, y tan mayor, y tan feo ... Era una tarde apacible y ambas amigas conversaban reclinadas en una barca que descendía lánguidamente por el río. Blanca reía ante los ojos abiertos y escandalizados de su joven amiga, encantada con el efecto de sus confidencias coquetas. No conoces a los hombres, cariño, todos son iguales, da igual qué tan virtuosos te parezcan. Y Carlos es hombre, el hombre más poderoso del mundo, lo cual eclipsa cualquier otra desventaja. Ser amada por el emperador, estrechada en sus brazos, sentir cómo se derrite contra mi cuerpo quien hace temblar a todos nuestros príncipes, quien aprisionó al mismo rey de Francia, quien es la más firme barrera contra el sultán de los sarracenos, quien llegó incluso a humillar al Papa ... Ay, Bárbara, en esos momentos soy una diosa amada por Zeus y la dicha me colma para muchos días. Y no es tan feo ni tan viejo, mi adorado emperador; bocón, sí, que ni siquiera esa rala barba disimula la mandíbula desencajada, y quizá un poco demasiado achacoso para sus cuarenta y seis años. Pero ni me fijo, sé que le hago feliz con mis caricias, que cuando a mi lado yace las punzadas terribles de la gota no le aquejan, que en mi compañía su frente se distiende como si las graves preocupaciones de estos tiempos convulsos, todas a su cargo, carecieran de peso; y así me confiesa que la paz que en mí encuentra es la que anhela, la paz del retiro a algún lugar apartado, solo con Dios ... y conmigo, añade con una leve sonrisa juguetona.
Hacia finales de aquella primavera, Regensburg acogía un grandísimo número de ilustres visitantes. No sólo estaban los príncipes asistentes al Reichstag sino también numerosos visitantes coronados de todas las esquinas germanas. Por supuesto, sin contar al emperador, los más egregios eran su hermano Fernando, el rey de romanos, y el gran Duque Guillermo de Baviera, feudatario de la ciudad. El rey Fernando traía a dos de sus hijas, Ana y María, para desposarlas respectivamente con Alberto, el heredero de Baviera, y Guillermo, duque de Cleves. Ciertamente se trataba de bodas políticas, urdidas de común acuerdo entre ambos hermanos al servicio de los intereses del Imperio. De las dos, la de la quinceañera María resultaba especialmente significativa y esperanzadora para los burgueses de Ratisbona y tantas otras ciudades que habían renegado de la obediencia a la Santa Iglesia romana. Guillermo era un príncipe protestante, que, además, hacía menos de tres años, guerreaba contra el emperador en alianza con el rey de Francia, su artero enemigo. Verdad era que Carlos lo derrotó y Guillermo hubo de presentarse, con ropajes negros, a solicitar clemencia, renegando del francés y de sus falsas promesas. Que ahora casara con una sobrina del emperador no podía interpretarse sino como señal de cierta tolerancia hacia los luteranos; quizá los Habsburgo empezaban a cansarse de estas guerras de religión que estaban desangrando Europa. Argumentos de esta laya se desgranaban en las tertulias familiares de los Blomberg, a las que además de Roberto, ya casi de la familia aunque todavía no se hubieran pronunciado compromisos, también con frecuencia asistía Blanca. Las mujeres oían y callaban, escépticas ante el entusiasmo de los hombres, algo burlonas de que se tomaran tan en serio la traicionera política, pero, pese a todo, contagiadas en cierto grado de los augurios felices que flotaban en el ambiente.
Sería por aquellas fechas, hacia finales de mayo o principios de junio, cuando Bárbara acompañó por primera vez a su amiga al Hotel de la Cruz Dorada. Blanca le había hablado a Carlos de ella, de su jovial lozanía y de su maestría canora e instrumental y, eso le dijo, el propio emperador había expresado su deseo de conocerla, de disfrutar de una velada con la suave música del arpa. Conoció pues Bárbara al poderoso en esa y otras reuniones casi íntimas, sin la presencia de apenas cortesanos ni príncipes, sólo el secretario Quijada, un austero noble castellano, y algunos familiares que ocasionalmente lo acompañaban. No había pues política entre ellos, aunque los graves y perentorios asuntos de ésta se entrometían casi siempre por boca del español, pero entonces el emperador mandaba salir a las mujeres hasta que los despachaba, como si quisiera apartar a quienes son caros a su afecto de tales suciedades. Recuerda ahora Bárbara, mientras una tenue llovizna cantábrica acelera el ocaso, las miradas casi ensoñadoras que le dirigía el César, no puede evitar esbozar una sonrisa al rememorar las pullas de Blanca, ligeramente celosa por el progresivo encariñamiento que advertía en Carlos. Y, sin embargo, cuán equivocados estaban los temores de su amiga. Pero, ¿cómo iba a saber cualquiera de ellos los perversos avatares que el destino les tenía preparados?
Bárbara alza los ojos hacia las nubes que van cubriendo la bahía y una de ellas se le antoja el rostro ya olvidado de Roberto, el joven hermano de la duquesa Blanca, que no era tal, sino deuda política del duque de Baviera. Qué apuesto era Roberto, y qué encendida su parla, aunque fuera a favor de las ideas rebeldes de los protestantes; oyéndolo hablar con gestos exaltados en el comedor de sus padres, ella se arrobaba y notaba una extraña desazón, para disgusto de su madre, preocupada (y con motivo) por las penas que estos negocios peligrosos habrían de traer a todos. Luego, en la sobremesa, sería la vanidad la que la henchiría por dentro, viendo la cara de atento asombro y placer de Roberto, su admiración sin disimulos, escuchándola cantar y tañer el arpa. Bella era esa chica de diecisiete años, bella era su voz, bella era su alma: ¿cómo no iba el lindo noble local a enamorarse? Bárbara evoca ese otoño de 1545, de hace ya medio siglo; piensa en los paseos de ambos entre los robles de la pequeña isla danubiana y el regreso apresurado de su galán, corriendo a grandes zancadas por el puente de piedra, para llegar a tiempo las sesiones de la Rathaus; cree sentir todavía en sus puños la firme envoltura de las manos de Roberto, en sus labios los peligrosos y audaces besos, en su pelo las caricias que lo despeinaban. Pero no son más que nostalgias de vieja.
Sábado 10 de abril de 1546: llega a Regensburg el emperador. El cortejo, con sus nobles flamencos y españoles, entra por la puerta sur y desfila pausado, entre la multitud expectantes hasta la plaza de la Catedral de San Pedro. Allí, con el grupo de los burgueses, están Bárbara, su madre y sus hermanos, testigos del recibimiento oficial del Consejo de la ciudad libre que, pese a su adscripción al luteranismo, ha de acoger la Dieta Imperial. Palabras en latín y en pomposo alemán, falsas promesas de lealtad y gestos orgullosos de pavo real, bendiciones y muecas hipócritas, música para ensordecer la farsa bajo un tibio sol de primavera. Luego Carlos y su séquito se iría al hotel que le habían reservado, el Goldenes Kreuz, un imponente palacio de ladrillo rojo algo apartado del bullicioso centro urbano. Bárbara, acabada la ceremonia, se encontraría con Roberto, embutido en sus ropas de gala como miembro del Consejo, y aparecería su padre y les sonreiría, y todos juntos, con otros muchos burgueses satisfechos de abultadas barrigas, pasarían esa tarde celebrando los buenos tiempos que venían, ciegos a los oscuros presagios de guerra y crímenes. Pocos días después entra en la ciudad Blanca, la hermana de Roberto; venía con la comitiva del duque de Baviera para asistir a las importantes bodas de estado que habían de celebrarse ese Agosto en Regensburg.
Blanca, la que iba a ser su cuñada, la que se decía su más fiel amiga y a la que quiso con tanta ternura, tendría por aquellos días veinticinco años y se encomiaba como una de las más bellas y deseadas damas del Imperio. Su virtud pública no iba pareja con la privada y Bárbara pronto descubrió, con el asombro propio de su inocencia, que el mismo emperador gozaba de sus favores. Un hombre tan religioso, y tan mayor, y tan feo ... Era una tarde apacible y ambas amigas conversaban reclinadas en una barca que descendía lánguidamente por el río. Blanca reía ante los ojos abiertos y escandalizados de su joven amiga, encantada con el efecto de sus confidencias coquetas. No conoces a los hombres, cariño, todos son iguales, da igual qué tan virtuosos te parezcan. Y Carlos es hombre, el hombre más poderoso del mundo, lo cual eclipsa cualquier otra desventaja. Ser amada por el emperador, estrechada en sus brazos, sentir cómo se derrite contra mi cuerpo quien hace temblar a todos nuestros príncipes, quien aprisionó al mismo rey de Francia, quien es la más firme barrera contra el sultán de los sarracenos, quien llegó incluso a humillar al Papa ... Ay, Bárbara, en esos momentos soy una diosa amada por Zeus y la dicha me colma para muchos días. Y no es tan feo ni tan viejo, mi adorado emperador; bocón, sí, que ni siquiera esa rala barba disimula la mandíbula desencajada, y quizá un poco demasiado achacoso para sus cuarenta y seis años. Pero ni me fijo, sé que le hago feliz con mis caricias, que cuando a mi lado yace las punzadas terribles de la gota no le aquejan, que en mi compañía su frente se distiende como si las graves preocupaciones de estos tiempos convulsos, todas a su cargo, carecieran de peso; y así me confiesa que la paz que en mí encuentra es la que anhela, la paz del retiro a algún lugar apartado, solo con Dios ... y conmigo, añade con una leve sonrisa juguetona.
Hacia finales de aquella primavera, Regensburg acogía un grandísimo número de ilustres visitantes. No sólo estaban los príncipes asistentes al Reichstag sino también numerosos visitantes coronados de todas las esquinas germanas. Por supuesto, sin contar al emperador, los más egregios eran su hermano Fernando, el rey de romanos, y el gran Duque Guillermo de Baviera, feudatario de la ciudad. El rey Fernando traía a dos de sus hijas, Ana y María, para desposarlas respectivamente con Alberto, el heredero de Baviera, y Guillermo, duque de Cleves. Ciertamente se trataba de bodas políticas, urdidas de común acuerdo entre ambos hermanos al servicio de los intereses del Imperio. De las dos, la de la quinceañera María resultaba especialmente significativa y esperanzadora para los burgueses de Ratisbona y tantas otras ciudades que habían renegado de la obediencia a la Santa Iglesia romana. Guillermo era un príncipe protestante, que, además, hacía menos de tres años, guerreaba contra el emperador en alianza con el rey de Francia, su artero enemigo. Verdad era que Carlos lo derrotó y Guillermo hubo de presentarse, con ropajes negros, a solicitar clemencia, renegando del francés y de sus falsas promesas. Que ahora casara con una sobrina del emperador no podía interpretarse sino como señal de cierta tolerancia hacia los luteranos; quizá los Habsburgo empezaban a cansarse de estas guerras de religión que estaban desangrando Europa. Argumentos de esta laya se desgranaban en las tertulias familiares de los Blomberg, a las que además de Roberto, ya casi de la familia aunque todavía no se hubieran pronunciado compromisos, también con frecuencia asistía Blanca. Las mujeres oían y callaban, escépticas ante el entusiasmo de los hombres, algo burlonas de que se tomaran tan en serio la traicionera política, pero, pese a todo, contagiadas en cierto grado de los augurios felices que flotaban en el ambiente.
Sería por aquellas fechas, hacia finales de mayo o principios de junio, cuando Bárbara acompañó por primera vez a su amiga al Hotel de la Cruz Dorada. Blanca le había hablado a Carlos de ella, de su jovial lozanía y de su maestría canora e instrumental y, eso le dijo, el propio emperador había expresado su deseo de conocerla, de disfrutar de una velada con la suave música del arpa. Conoció pues Bárbara al poderoso en esa y otras reuniones casi íntimas, sin la presencia de apenas cortesanos ni príncipes, sólo el secretario Quijada, un austero noble castellano, y algunos familiares que ocasionalmente lo acompañaban. No había pues política entre ellos, aunque los graves y perentorios asuntos de ésta se entrometían casi siempre por boca del español, pero entonces el emperador mandaba salir a las mujeres hasta que los despachaba, como si quisiera apartar a quienes son caros a su afecto de tales suciedades. Recuerda ahora Bárbara, mientras una tenue llovizna cantábrica acelera el ocaso, las miradas casi ensoñadoras que le dirigía el César, no puede evitar esbozar una sonrisa al rememorar las pullas de Blanca, ligeramente celosa por el progresivo encariñamiento que advertía en Carlos. Y, sin embargo, cuán equivocados estaban los temores de su amiga. Pero, ¿cómo iba a saber cualquiera de ellos los perversos avatares que el destino les tenía preparados?
A Hard Rain's A-Gonna Fall - Bill Frisell (East-West, 2005)
CATEGORÍA: Ficciones
¿La foto del puente y las dos torres catedralicias es Ratisbona, Miros?
ResponderEliminarSí, Lansky, es Ratisbona. Bonita ciudad; estuve allí hará unos diez años.
ResponderEliminarSu tumba está en el covento de frailes de Montehano en Escalante. Su casa palacio,en Colindres una y otra en Gama. Dónde haya un barrio que llaman el barrio de la Madama.
ResponderEliminarTambién vivió en Laredo.
Hay apellidos alemanes españolizados en la zona, de su corte y acompañantes que se vinieron con ella.
Un saludo Miroslav
León, gracias por tu comentario. Sabía que estaba enterrada en Escalante y erróneamente asumí que allí había vivido sus últimos años. Investigo un poquillo a raíz de tus palabras y compruebo que, no en Gama, sino en la vecina aldea de Ambrosero tuvo su última casa. Cambio la localidad en el post, confiando que desde Ambrosero (donde nunca he estado) se pueda ver la bahía y el cantábrico (o, al menos, se pudiera ver hace más de 400 años).
ResponderEliminarGracias de nuevo, y encantado de verte por aquí.
Que vergüenza de personajes y el pueblo pasando hambre.
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