Bárbara Blomberg (2)
Aquel verano selló el destino de Bárbara; la vorágine de acontecimientos se le confunde en la memoria; imágenes de escenas inconexas como delirios oníricos. Ve a Blanca, llorosa, arrodillada en el reclinatorio de la capilla de su palacio, golpeándose el pecho con los puños. Sus pecados han traído el castigo, le acecha el deshonor, el repudio marital y el exilio. ¿Y el emperador? Él te protegerá. Carlos no lo sabe, no debe saberlo, contesta la desgraciada. Ha tenido otros hijos, incluso cuando vivía su reina portuguesa a la que tanto amó; pero siempre han sido de mozas solteras. Mi marido, Bárbara, es un noble católico, uno de los más leales apoyos del César en su cruzada contra la herejía europea. ¿Imaginas las consecuencias? Sólo me queda juntarme a él enseguida y hacerle creer que por fin ha logrado preñarme. Pero no sé en dónde ni por cuánto tiempo lo retienen sus servicios a Carlos, si en Flandes o en Bohemia, si en el Milanesado o en Castilla. Y el emperador, además, no quiere dejarme ir de su compañía hasta que él mismo parta. Temo que acabará expuesto mi secreto y perdida estaré.
La noche ya está ocultando el día y Bárbara recuerda otros cielos sombríos, los que ampararon su primera discusión con Roberto. El joven enamorado rabiaba de celos; sabía del poder de seducción del emperador con las mujeres (lo comprobaba en el entusiasmo de su propia hermana, por más que Blanca nunca le hubiese confesado la verdadera largueza de sus intimidades) y sufría por las frecuentes visitas de su amada a sus aposentos. No le calmaron las protestas de Bárbara por su inocencia. Cada vez más airado exigió a la muchacha que le jurara no volver a su cámara y, ante las razonables palabras de ella, que intentaban hacerle ver lo disparatado de ese propósito y los perjuicios que a todos reportaría cumplirlo, proclamó que se negaba por faltarle amor suficiente. En su desatino, quiso Roberto que se casaran esa misma noche, en una ermita a las afueras que atendía un anciano franciscano. La nueva negativa de Bárbara, ofendida por esa indignidad impropia de su fama y de su rango, precipitó una despedida rencorosa de los amantes. Mientras se alejaba, el imprudente galán dejó oír de su boca insultos al emperador y una críptica amenaza hacia la muchacha: "ya me dirás, cuando ocurra lo que ha de ocurrir, si haces bien en ser leal a ese viejo tirano".
Otra de esas escenas: un grupo de lansquenetes de la guardia imperial entrando a patadas en la casa de sus padres y prendiendo a maese Blomberg, llevándose a rastras al respetado consejero municipal de Regensburg mientras su madre les impreca entre llantos. Luego Bárbara se enteraría de que los más exaltados del partido luterano habían tramado un complot contra Carlos, que aprovechando la presencia en la ciudad preparaban una algarada, que incluso se había hablado de atacar al César o a alguno de sus familiares más cercanos. Roberto –cómo no– era uno de los conspiradores, infelices ingenuos que no supieron disimular sus planes, no lo suficiente para que pasaran inadvertidos a tantos oídos pagados por los Habsburgo. En una misma noche, a sólo dos fechas de la primera de las bodas, Carlos desplegó sus redes y en acciones perfectamente concertadas cazó a todos los conjurados y también a algunos más que no lo eran. Blomberg había sido añadido a la lista sin pruebas, pues no podía haberlas ya que desconocía la trama y, de haberla conocido, la habría desaprobado; pero era luterano, rico y envidiado por más de uno de los espías católicos del emperador. Y así, padre y amante de Bárbara, con catorce más, se vieron encerrados en un sótano oscuro, expuesto a las frías humedades del Danubio.
Llaman a Bárbara para que se retire a descansar, pero la madama no escucha la voz de su criada; sus ojos, fijos en el mar gris, están empañados, lágrimas muy antiguas vuelven a resbalar por sus mejillas igual que cuando era muchacha y comprendió que su vida se la cambiaban para siempre, que no era más que un juguete a merced de los poderosos. La mañana siguiente a la infausta noche, el desconcierto y la desesperación reinaban en la casa de los Blomberg cuando tres golpes perentorios sonaron en la puerta. Era Blanca, la duquesa que, por primera vez, entraba en ese hogar burgués. Venía llorando, exhibiendo un dolor propio que le impedía darse cuenta de la desolación de sus huéspedes. Fuera por la sagacidad de él o por la debilidad de ella, le había confesado a Carlos su embarazo. El católico emperador no admitía que ese hijo naciera sin reconocer su augusta paternidad pero, al mismo tiempo, sus intereses políticos vetaban que se supiera que ella era la madre. Y le había encargado, impuesto más bien, que resolviera ella el dilema, que encontrase una doncella soltera que asumiera la maternidad de su futuro vástago. Por tal motivo había acudido Blanca a la casa de su amiga y tal era el favor que le suplicaba.
Bárbara divisa un rayo lejano en el horizonte que le recuerda la tormenta de indignación que estalló esa mañana en su pecho. ¿Cómo podía atreverse Blanca a pedirle tamaña deshonra? Pensó en su padre, siempre tan orgulloso de ella, tan confiado en su futuro; en Roberto, quien confirmaría con tal falsedad lo que sus celos le impulsaban a creer, quien no sólo dejaría de amarla, sino que la colmaría de odio y maldiciones. Pensó en su futuro, que habría de ser lejos de su amada Ratisbona, criando un hijo que no era suyo y que le recordaría siempre cómo habían destrozado su vida. Todos estos pensamientos, y muchos más, cruzaron vertiginosos la mente y el corazón de Bárbara, y la ira que le producían tuvo el inesperado efecto de despertar su ingenio, amodorrado por el dolor de los recientes acontecimientos. Su intuición, herencia de tantas generaciones de mujeres calladas, le aconsejó no expulsar a Blanca a cajas destempladas sino que, por el contrario, la acogió entre sus brazos y secó sus lágrimas aristocráticas. Sin comprometer ninguna respuesta, logró calmarla y entonces le sugirió que salieran de esa casa, que pasearan un rato y fueran luego juntas a hablar con el emperador.
Caminando hacia el hotel de Carlos por las más recoletas calles de Ratisbona, pudo por fin Bárbara hacerle saber a su amiga la triste situación de su familia. Repuesta de su ensimismamiento egoísta, Blanca reconoció que bastante sabía de lo sucedido, antes incluso, gracias a su privilegiado rol de confidente imperial, de que se hubiesen precipitado los acontecimientos, justificando su silencio en pretendidas obligaciones de lealtad. Así, durante ese paseo, se enteró Bárbara del destacado papel de su amante en el complot y de la más que probable sentencia de muerte que le esperaba y la herida de su corazón se le antojó más dolorosa al pensar en la parte que ella, por más que inocente, pudiera llevar en la insensata decisión de Roberto. Que su padre apareciera ligado a los conspiradores ensombrecía los augurios sobre su suerte, pues era política usual de aquellos reyes preferir suprimir de golpe los riesgos, sin preocuparse de mensurar cuidadosamente las culpabilidades. Así que, antes de llegar al Goldenes Kreuz ya Bárbara había decidido prestarse a la farsa siempre que el emperador estuviera dispuesto, con su clemencia, a pagar el precio.
El frío que sube desde la ría hace que Bárbara, por fin, se anime a tornar a su casa santanderina, volver con su hijo, su nuera y sus nietos (éstos sí verdaderos); y mientras da los escasos pasos que la conducen hasta el portalón entre muros de piedra, por un momento ve la entrada muy distinta del hotel alemán del emperador. Apenas por fugaces instantes le vuelven las imágenes de su última entrevista con Carlos V, que no fue el anciano cariñoso de las pasadas veladas sino el príncipe adusto que discute, desde la arrogancia del muy superior, los negocios de estado, que tales son para esa gente sus asuntos particulares. Ahora, que es una anciana a punto de los setenta y que tanto ha soportado, no puede dejar de admirar a aquella casi niña que supo plantar cara al señor de medio mundo, que se atrevió a negociar la venta de su honra pública y fue capaz de obtener a cambio la vida de las dos personas amadas. Trata inútilmente de disipar las brumas de su memoria preguntándose si aquella muchacha habría medido todo el alcance, en pérdidas y dolores, que su decisión le acarrearía. Seguro que no, como nunca sabemos las consecuencias de nuestros actos y, en todo caso, hizo lo único que le permitieron hacer quienes jugaron con su destino. Con un movimiento brusco de cabeza espanta melancolías estériles y se sienta a la mesa en la que ya está dispuesta la cena.
La noche ya está ocultando el día y Bárbara recuerda otros cielos sombríos, los que ampararon su primera discusión con Roberto. El joven enamorado rabiaba de celos; sabía del poder de seducción del emperador con las mujeres (lo comprobaba en el entusiasmo de su propia hermana, por más que Blanca nunca le hubiese confesado la verdadera largueza de sus intimidades) y sufría por las frecuentes visitas de su amada a sus aposentos. No le calmaron las protestas de Bárbara por su inocencia. Cada vez más airado exigió a la muchacha que le jurara no volver a su cámara y, ante las razonables palabras de ella, que intentaban hacerle ver lo disparatado de ese propósito y los perjuicios que a todos reportaría cumplirlo, proclamó que se negaba por faltarle amor suficiente. En su desatino, quiso Roberto que se casaran esa misma noche, en una ermita a las afueras que atendía un anciano franciscano. La nueva negativa de Bárbara, ofendida por esa indignidad impropia de su fama y de su rango, precipitó una despedida rencorosa de los amantes. Mientras se alejaba, el imprudente galán dejó oír de su boca insultos al emperador y una críptica amenaza hacia la muchacha: "ya me dirás, cuando ocurra lo que ha de ocurrir, si haces bien en ser leal a ese viejo tirano".
Otra de esas escenas: un grupo de lansquenetes de la guardia imperial entrando a patadas en la casa de sus padres y prendiendo a maese Blomberg, llevándose a rastras al respetado consejero municipal de Regensburg mientras su madre les impreca entre llantos. Luego Bárbara se enteraría de que los más exaltados del partido luterano habían tramado un complot contra Carlos, que aprovechando la presencia en la ciudad preparaban una algarada, que incluso se había hablado de atacar al César o a alguno de sus familiares más cercanos. Roberto –cómo no– era uno de los conspiradores, infelices ingenuos que no supieron disimular sus planes, no lo suficiente para que pasaran inadvertidos a tantos oídos pagados por los Habsburgo. En una misma noche, a sólo dos fechas de la primera de las bodas, Carlos desplegó sus redes y en acciones perfectamente concertadas cazó a todos los conjurados y también a algunos más que no lo eran. Blomberg había sido añadido a la lista sin pruebas, pues no podía haberlas ya que desconocía la trama y, de haberla conocido, la habría desaprobado; pero era luterano, rico y envidiado por más de uno de los espías católicos del emperador. Y así, padre y amante de Bárbara, con catorce más, se vieron encerrados en un sótano oscuro, expuesto a las frías humedades del Danubio.
Llaman a Bárbara para que se retire a descansar, pero la madama no escucha la voz de su criada; sus ojos, fijos en el mar gris, están empañados, lágrimas muy antiguas vuelven a resbalar por sus mejillas igual que cuando era muchacha y comprendió que su vida se la cambiaban para siempre, que no era más que un juguete a merced de los poderosos. La mañana siguiente a la infausta noche, el desconcierto y la desesperación reinaban en la casa de los Blomberg cuando tres golpes perentorios sonaron en la puerta. Era Blanca, la duquesa que, por primera vez, entraba en ese hogar burgués. Venía llorando, exhibiendo un dolor propio que le impedía darse cuenta de la desolación de sus huéspedes. Fuera por la sagacidad de él o por la debilidad de ella, le había confesado a Carlos su embarazo. El católico emperador no admitía que ese hijo naciera sin reconocer su augusta paternidad pero, al mismo tiempo, sus intereses políticos vetaban que se supiera que ella era la madre. Y le había encargado, impuesto más bien, que resolviera ella el dilema, que encontrase una doncella soltera que asumiera la maternidad de su futuro vástago. Por tal motivo había acudido Blanca a la casa de su amiga y tal era el favor que le suplicaba.
Bárbara divisa un rayo lejano en el horizonte que le recuerda la tormenta de indignación que estalló esa mañana en su pecho. ¿Cómo podía atreverse Blanca a pedirle tamaña deshonra? Pensó en su padre, siempre tan orgulloso de ella, tan confiado en su futuro; en Roberto, quien confirmaría con tal falsedad lo que sus celos le impulsaban a creer, quien no sólo dejaría de amarla, sino que la colmaría de odio y maldiciones. Pensó en su futuro, que habría de ser lejos de su amada Ratisbona, criando un hijo que no era suyo y que le recordaría siempre cómo habían destrozado su vida. Todos estos pensamientos, y muchos más, cruzaron vertiginosos la mente y el corazón de Bárbara, y la ira que le producían tuvo el inesperado efecto de despertar su ingenio, amodorrado por el dolor de los recientes acontecimientos. Su intuición, herencia de tantas generaciones de mujeres calladas, le aconsejó no expulsar a Blanca a cajas destempladas sino que, por el contrario, la acogió entre sus brazos y secó sus lágrimas aristocráticas. Sin comprometer ninguna respuesta, logró calmarla y entonces le sugirió que salieran de esa casa, que pasearan un rato y fueran luego juntas a hablar con el emperador.
Caminando hacia el hotel de Carlos por las más recoletas calles de Ratisbona, pudo por fin Bárbara hacerle saber a su amiga la triste situación de su familia. Repuesta de su ensimismamiento egoísta, Blanca reconoció que bastante sabía de lo sucedido, antes incluso, gracias a su privilegiado rol de confidente imperial, de que se hubiesen precipitado los acontecimientos, justificando su silencio en pretendidas obligaciones de lealtad. Así, durante ese paseo, se enteró Bárbara del destacado papel de su amante en el complot y de la más que probable sentencia de muerte que le esperaba y la herida de su corazón se le antojó más dolorosa al pensar en la parte que ella, por más que inocente, pudiera llevar en la insensata decisión de Roberto. Que su padre apareciera ligado a los conspiradores ensombrecía los augurios sobre su suerte, pues era política usual de aquellos reyes preferir suprimir de golpe los riesgos, sin preocuparse de mensurar cuidadosamente las culpabilidades. Así que, antes de llegar al Goldenes Kreuz ya Bárbara había decidido prestarse a la farsa siempre que el emperador estuviera dispuesto, con su clemencia, a pagar el precio.
El frío que sube desde la ría hace que Bárbara, por fin, se anime a tornar a su casa santanderina, volver con su hijo, su nuera y sus nietos (éstos sí verdaderos); y mientras da los escasos pasos que la conducen hasta el portalón entre muros de piedra, por un momento ve la entrada muy distinta del hotel alemán del emperador. Apenas por fugaces instantes le vuelven las imágenes de su última entrevista con Carlos V, que no fue el anciano cariñoso de las pasadas veladas sino el príncipe adusto que discute, desde la arrogancia del muy superior, los negocios de estado, que tales son para esa gente sus asuntos particulares. Ahora, que es una anciana a punto de los setenta y que tanto ha soportado, no puede dejar de admirar a aquella casi niña que supo plantar cara al señor de medio mundo, que se atrevió a negociar la venta de su honra pública y fue capaz de obtener a cambio la vida de las dos personas amadas. Trata inútilmente de disipar las brumas de su memoria preguntándose si aquella muchacha habría medido todo el alcance, en pérdidas y dolores, que su decisión le acarrearía. Seguro que no, como nunca sabemos las consecuencias de nuestros actos y, en todo caso, hizo lo único que le permitieron hacer quienes jugaron con su destino. Con un movimiento brusco de cabeza espanta melancolías estériles y se sienta a la mesa en la que ya está dispuesta la cena.
Lovesick Blues - Bill Frisell (Disfarmer, 2009)
CATEGORÍA: Ficciones
Caramba. Y esta hipótesis de la falsa maternidad de la Blomberg, de la que por primera vez tengo noticia, ¿es tuya o la has sacado de alguna otra fuente? En cualquier caso es verosímil, y literariamente interesantísima.
ResponderEliminarNo, la hipótesis no es mía. Ya te sacaré de dudas cuando acabe el relato (espero que en solo post más).
ResponderEliminarMiroslav:
ResponderEliminaralgo más que un cuento, algo menos que una novela...aunque como el relato aún no tiene un final, quizás se convierta al menos en nouvelle, a la francesa.
Y no olvidemos que Blomberg quiere decir 'Monte' de Blom (¿o de Venus?)
ResponderEliminarLansky, según la wiki alemana, el padre de Bárbara podía llamarse, en vez de Blomberg, Plumberger. Si cambiamos el Plum por el Blom (que germano suena todo), resultaría que el apellido quiere decir monte de ciruelas.
ResponderEliminarEn este caso 'berg' habría que traducirlo por su segunda acepción: 'campo', campo de ciruelos, guindalar.
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