Esquinazo veraniego a la vieja dama
Desde muy crío tuve conciencia de mi muerte (hay precocidades que son muy poco recomendables). Dice Freud que, en el fondo (en el subconsciente), nadie cree “de verdad” en su propia muerte o, si se prefiere, todos nos negamos a aceptarla y mucho menos cuando recién estamos empezando a vivir. Así que yo, un chaval de apenas ocho años, me veía asaltado con demasiada frecuencia por pensamientos angustiosos que expresaban el conflicto irresoluble entre mi puta y lúcida conciencia advirtiéndome que iba a morir y mi inconsciente acojonado negándose a asumirlo. Durante esos ratos, que se prolongaron hasta bien entrada la adolescencia, llegaba a sentirme paralizado por una especie de miedo ontológico ... en fin, algo horrible cuyo regusto aún soy capaz de evocar (aunque no me apetece nada). De hecho, siempre he pensado que muchas notas de mi carácter, especialmente las referidas a mi manera de enfocar el pensamiento y a mis personales formas de introspección, son hijas de esas “crisis”, resultado de un entrenamiento mental desarrollado como reacción defensiva para salir de esa losa psicológica íntima. Es que, o reaccionaba o me “pasmaba”.
No sé si es frecuente o no, pero ciertamente mi “enfrentamiento” con la muerte fue antes por vía conceptual que práctica; quiero decir que estas metafísicas angustias infantiles no habían sido originadas por ninguna experiencia de muertes reales (al menos que yo recuerde; puede que haya sufrido algún trauma fetal). Pero enseguida hube de vivir unas cuentas visitas de la vieja dama, empeñada quizás en hacerme ver su cercana proximidad, al margen de elucubraciones teóricas. Lo cierto es que a lo largo de mi vida me he encontrado en varias situaciones en que habría podido morir. En algunas tuve la absoluta seguridad de que la palmaba y, curiosamente, no sentí ningún miedo, sino una absoluta serenidad. Pasado el trance descubría que seguía vivo y entonces volvía de inmediato mi visceral rechazo a la muerte. Esas experiencias (obviamente breves pero muy intensas) me han hecho pensar que mi miedo a la muerte está muy relacionado con la negación profunda de la misma, con la terquedad de mi subconsciente (¿cómo el de todos?) a aceptarla; sin embargo, cuando la realidad de la muerte se me impone “vivencialmente” con tal potencia presencial que hasta a mi subconsciente no le queda más remedio que aceptarla, entonces mi comportamiento íntimo ha sido bastante digno.
Entre mis encuentros con la parca ha habido algunos que no han llegado a ser tales por muy poco. De éstos uno se entera una vez pasados o interrumpidos y siempre se te queda cara de tonto. Narraré un ejemplo (si me pongo a contar todos el post saldría larguísimo), creo que el primero cronológicamente, que me vino a la memoria el pasado fin de semana a raíz de las tierras que visitaba y el libro que leía.
Fue en el verano de 1969; mis padres nos llevaron a todos a pasar una quincena a Almería. De esas vacaciones se conserva una foto en blanco y negro de los seis hermanos que es una de las “oficiales” de nuestra familia. La foto es, efectivamente, de buena factura; parece que el fotógrafo era uno reconocido de un grupo de artistas de los últimos 60 que vivían en Almería. De hecho, mi padre había organizado el viaje porque tenía asuntos que tratar con estos señores y por eso pasó bastantes tardes reunido con ellos en un café bastante conocido de la ciudad. En fin, el caso es que aquél debió ser un verano anómalo ya que la salida de Madrid no tuvo como destino el Donosti familiar (la casa de mis abuelos en el barrio de Gros) sino una ciudad del sur a orillas de un mar hasta entonces nunca catado.
Vagamente recuerdo que hice amistad con un grupo de niños, creo que hijos de algunas parejas amigas de mis padres. Formamos una pandillita efímera (aunque en esas edades el tiempo va mucho más lento) que jugaba en la playa y queríamos estar siempre juntos y, sobre todo, alejados de los mayores. En mi diluido recuerdo, la mayoría de los chavales eran mayores que yo; tan solo me parece acordarme de una niña que andaría en torno a mis diez años y con la que estaba siempre muy a gusto. Seguramente era la hermana pequeña de alguna de esas familias. Yo, en cambio, soy el mayor de mis hermanos; eso quizás explica que ninguno de ellos formara parte de esa pandilla (norma habitual en mi infancia: casi nunca compartí juegos con mis hermanos).
Un día uno de aquellos padres anunció una excursión a alguna localidad próxima. No logro acordarme de cuál era el destino, pero mantengo vívida la ilusión que me hacía, las muchas ganas de que me dejaran ir. Sorpresivamente (porque eran bastante cabrones desde mi óptica infantil), mis padres dieron su permiso. La tarde anterior bullía de nervios; mi amiguita y yo, los benjamines del grupo, hicimos largos apartes para planear nuestras actividades y anticipar lo divertido que íbamos a pasarlo. Me acosté pensando que no podría dormirme de la impaciencia de que llegara la siguiente jornada.
Pero al día siguiente no quise ir a la excursión. No voy a decir que tuviera ningún sueño premonitorio ni nada de eso. Tampoco recuerdo que hubiera ocurrido algo concreto; el caso es que me desperté sin ganas, es más con una sensación extraña de desagrado al pensar en el viaje que unas horas antes tanto me apetecía. No obstante tenía asumido que debía ir porque así lo habíamos acordado; no era capaz de desviarme de lo que “había que hacer”, losa pesadísima impuesta por la educación paterna. Por tanto, me levanté, me preparé y desayuné silencioso y desanimado, esperando que pasaran a recogerme con el coche para llevarme a una excursión que inexplicablemente no me apetecía nada.
Antes de que llegara nadie, sin embargo, me llamó mi padre. Esa noche, mi hermana pequeña se había puesto enferma con mucha fiebre. Habían de llevarla al médico y mi padre me preguntaba, casi como si fuera un hombrecito, si estaría dispuesto a renunciar a la excursión que tanto me apetecía para quedarme en la casa a cargo de mis hermanos. Fue curioso ese comportamiento porque no iba para nada con su carácter autoritario. Sólo acierto a explicármelo suponiendo que estaban convencidos de que me hacía una enorme ilusión el viajito y preferían invocar suavemente a mi responsabilidad antes que ejercer la imposición. Vamos, que me lo puso en bandeja porque, con un cinismo también precoz, pude lucirme fingiendo que renunciaba dolorosamente a mi excursión para cuidar de mis amados hermanitos. Así, cuando llegaron a buscarme, mi padre explicó a su amigo la situación y partieron sin mí.
Pasó el día sin nada especial que recuerde hasta la hora de la cena. De esa escena sí me acuerdo: todos, menos mi hermana menor que dormía en el cuarto de mis padres, sentados alrededor de una mesa con un mantel de plástico en la habitación principal de una casa alquilada de paredes encaladas; una tele en blanco y negro encendida. Suena el timbre y abre mi padre; vemos en el umbral a otro de los amigos del grupo que habla en voz baja durante un rato; mi padre, de pronto, le abraza; se despiden y se va sin haber llegado a entrar a la sala. ¿Qué ha pasado? preguntó mi madre. Han tenido un accidente, contestó mi padre, su mirada –extraña, desconcertada- fija en mí. Han muerto. Murieron el adulto y tres niños, entre ellos la chiquilla con la que tan a gusto estaba; se salvaron otros dos. No me acuerdo de nada más, qué pasó el resto de esos días almerienses. A veces, incluso, dudo si el que he contado es un recuerdo inventado (no lo es).
No sé si es frecuente o no, pero ciertamente mi “enfrentamiento” con la muerte fue antes por vía conceptual que práctica; quiero decir que estas metafísicas angustias infantiles no habían sido originadas por ninguna experiencia de muertes reales (al menos que yo recuerde; puede que haya sufrido algún trauma fetal). Pero enseguida hube de vivir unas cuentas visitas de la vieja dama, empeñada quizás en hacerme ver su cercana proximidad, al margen de elucubraciones teóricas. Lo cierto es que a lo largo de mi vida me he encontrado en varias situaciones en que habría podido morir. En algunas tuve la absoluta seguridad de que la palmaba y, curiosamente, no sentí ningún miedo, sino una absoluta serenidad. Pasado el trance descubría que seguía vivo y entonces volvía de inmediato mi visceral rechazo a la muerte. Esas experiencias (obviamente breves pero muy intensas) me han hecho pensar que mi miedo a la muerte está muy relacionado con la negación profunda de la misma, con la terquedad de mi subconsciente (¿cómo el de todos?) a aceptarla; sin embargo, cuando la realidad de la muerte se me impone “vivencialmente” con tal potencia presencial que hasta a mi subconsciente no le queda más remedio que aceptarla, entonces mi comportamiento íntimo ha sido bastante digno.
Entre mis encuentros con la parca ha habido algunos que no han llegado a ser tales por muy poco. De éstos uno se entera una vez pasados o interrumpidos y siempre se te queda cara de tonto. Narraré un ejemplo (si me pongo a contar todos el post saldría larguísimo), creo que el primero cronológicamente, que me vino a la memoria el pasado fin de semana a raíz de las tierras que visitaba y el libro que leía.
Fue en el verano de 1969; mis padres nos llevaron a todos a pasar una quincena a Almería. De esas vacaciones se conserva una foto en blanco y negro de los seis hermanos que es una de las “oficiales” de nuestra familia. La foto es, efectivamente, de buena factura; parece que el fotógrafo era uno reconocido de un grupo de artistas de los últimos 60 que vivían en Almería. De hecho, mi padre había organizado el viaje porque tenía asuntos que tratar con estos señores y por eso pasó bastantes tardes reunido con ellos en un café bastante conocido de la ciudad. En fin, el caso es que aquél debió ser un verano anómalo ya que la salida de Madrid no tuvo como destino el Donosti familiar (la casa de mis abuelos en el barrio de Gros) sino una ciudad del sur a orillas de un mar hasta entonces nunca catado.
Vagamente recuerdo que hice amistad con un grupo de niños, creo que hijos de algunas parejas amigas de mis padres. Formamos una pandillita efímera (aunque en esas edades el tiempo va mucho más lento) que jugaba en la playa y queríamos estar siempre juntos y, sobre todo, alejados de los mayores. En mi diluido recuerdo, la mayoría de los chavales eran mayores que yo; tan solo me parece acordarme de una niña que andaría en torno a mis diez años y con la que estaba siempre muy a gusto. Seguramente era la hermana pequeña de alguna de esas familias. Yo, en cambio, soy el mayor de mis hermanos; eso quizás explica que ninguno de ellos formara parte de esa pandilla (norma habitual en mi infancia: casi nunca compartí juegos con mis hermanos).
Un día uno de aquellos padres anunció una excursión a alguna localidad próxima. No logro acordarme de cuál era el destino, pero mantengo vívida la ilusión que me hacía, las muchas ganas de que me dejaran ir. Sorpresivamente (porque eran bastante cabrones desde mi óptica infantil), mis padres dieron su permiso. La tarde anterior bullía de nervios; mi amiguita y yo, los benjamines del grupo, hicimos largos apartes para planear nuestras actividades y anticipar lo divertido que íbamos a pasarlo. Me acosté pensando que no podría dormirme de la impaciencia de que llegara la siguiente jornada.
Pero al día siguiente no quise ir a la excursión. No voy a decir que tuviera ningún sueño premonitorio ni nada de eso. Tampoco recuerdo que hubiera ocurrido algo concreto; el caso es que me desperté sin ganas, es más con una sensación extraña de desagrado al pensar en el viaje que unas horas antes tanto me apetecía. No obstante tenía asumido que debía ir porque así lo habíamos acordado; no era capaz de desviarme de lo que “había que hacer”, losa pesadísima impuesta por la educación paterna. Por tanto, me levanté, me preparé y desayuné silencioso y desanimado, esperando que pasaran a recogerme con el coche para llevarme a una excursión que inexplicablemente no me apetecía nada.
Antes de que llegara nadie, sin embargo, me llamó mi padre. Esa noche, mi hermana pequeña se había puesto enferma con mucha fiebre. Habían de llevarla al médico y mi padre me preguntaba, casi como si fuera un hombrecito, si estaría dispuesto a renunciar a la excursión que tanto me apetecía para quedarme en la casa a cargo de mis hermanos. Fue curioso ese comportamiento porque no iba para nada con su carácter autoritario. Sólo acierto a explicármelo suponiendo que estaban convencidos de que me hacía una enorme ilusión el viajito y preferían invocar suavemente a mi responsabilidad antes que ejercer la imposición. Vamos, que me lo puso en bandeja porque, con un cinismo también precoz, pude lucirme fingiendo que renunciaba dolorosamente a mi excursión para cuidar de mis amados hermanitos. Así, cuando llegaron a buscarme, mi padre explicó a su amigo la situación y partieron sin mí.
Pasó el día sin nada especial que recuerde hasta la hora de la cena. De esa escena sí me acuerdo: todos, menos mi hermana menor que dormía en el cuarto de mis padres, sentados alrededor de una mesa con un mantel de plástico en la habitación principal de una casa alquilada de paredes encaladas; una tele en blanco y negro encendida. Suena el timbre y abre mi padre; vemos en el umbral a otro de los amigos del grupo que habla en voz baja durante un rato; mi padre, de pronto, le abraza; se despiden y se va sin haber llegado a entrar a la sala. ¿Qué ha pasado? preguntó mi madre. Han tenido un accidente, contestó mi padre, su mirada –extraña, desconcertada- fija en mí. Han muerto. Murieron el adulto y tres niños, entre ellos la chiquilla con la que tan a gusto estaba; se salvaron otros dos. No me acuerdo de nada más, qué pasó el resto de esos días almerienses. A veces, incluso, dudo si el que he contado es un recuerdo inventado (no lo es).
CATEGORÍA: Recuerdos
Pues yo todavía no había nacido en el verano del 70, hasta octubre no nací. Ya lo he dicho en alguna que otra ocasión que a mi la muerte nunca me causó angustia y además la acepté como algo normal. Me acuerdo que un día con apenas cuatro años, mientras comíamos, yo expuse una pregunta teoría. Yo había llegado a la conclusión que cuando las personas se hacían mayores derrepente se volvían bebés y todo se convertían en un eterno bucle de experiencias que comenzaban otra vez. Así que como todo eso lo daba por hecho pregunté ni corta ni perezosa que cuando los abuelos iban a convertirse en bebés y si los íbamos a cuidar nosotros. Entonces me explicaron la cruda realidad de la muerte, pero mi mente volvió a crear otra teoría (luego supe que otros antes que yo ya habían llegado a esa misma conclusión, pero en aquellos cortos años evidenemente la idea era mia) y rápidamente le dije a mi madre. "¿Entonces mamá morimos pero luego volvemos a nacer con otros padre y en otro sitio diferente? Mi madre me dijo que sí, quizás por eso nunca lo vi como algo trágico, sino como un trámite más.
ResponderEliminarPienso que sólo una vez estuve cerca de la muerte, cuando me arrastró un caballo en Egipto, lo que conté en un post del blog antiguo que ya no conservo. Sin embargo, eso lo he pensado después. Ni en los momentos anteriores ni posteriores, ni durante el accidente, tuve el menor pensamiento sobre el tema. Fue horas después cuando me di cuenta del peligro que había corrido.
ResponderEliminarCreo que no tengo ninguna intuición en esos temas, y aunque ya de mayor he pensado muchas veces en mi muerte, lo mismo me la imagino de joven que de muy mayor. Es decir, ni idea.
Pues yo creo que tampoco me ha comido el coco eso de pensar en la muerte. Al menos la mía, porque sí que recuerdo alguna angustia al pensar que el que se moría era otro.
ResponderEliminarAlgo que me pareció curioso fue la única vez que tuve un accidente de tráfico. Por suerte no me pasó nada grave, pero mi madre, que jamás me llama mientras conduzco, me llamó a los 2 minutos y al ver que yo no contestaba tuvo clarísimo que yo había tenido un accidente.
Lo curioso también es que ella no se planteó que me hubiese pasado nada grave. Lo único que me dijo cuando la llamé para contárselo fue: "Lo sabía. Pero estás bien, verdad??"
En mi caso, cuando era niña, lo aceptaba, sin más. Vivía en un pueblo pequeño en el que raro era el día en que no moría algún pariente de tu círculo cercano de amigos. El "ha muerto el abuelo de..." o "el tío de.." y ver pasar el féretro, en hombros, hasta el cementerio te hacía aceptar la muerte, sin más.
ResponderEliminarDespués, la dura realidad se impone y entran los miedos, no de tu propia muerte, sino de la muerte de los demás... de la soledad al no poder contar con alguien... de la falta de recuerdos de esas personas que desaparecen...
Besos de una maia.
Amaranta, pues ese primer verano que pasé en tu tierra no es que no hubieras nacido, es que ni siquiera te habían concebido. Esta noche he encontrado, con su fecha, la foto a que hago referencia y compruebo que me equivoqué de año: fue en el 69. He puesto la foto; el rubito de la izquierda soy yo ... no me reconozco para nada en ese niño.
ResponderEliminarAmaranta, Koti, Reich y Wen: Esta visto que lo de comerse el coco con la muerte no debe ser muy normal. ¿Habrá diferencias según el sexo (todas sois mujeres) o, definitivamente, soy un bicho raro? Lo cierto es que a mí sí me ha marcado mucho y, por supuesto, no hablo de la muerte de los otros (eso también, pero es harina de otro costal). Besos a las cuatro.
Parecéis guiris.
ResponderEliminarMe topé con la muerte de cerca ya bastante mayor, con quince años murió mi abuelito que vivía con nosotros. Como siempre, encajé el golpe con aparente gracia pero hasta varios años después me despertaba en la noche recordando, sin querer, las últimas palabras que dijo. Hoy las sigo recordando letra por letra.
ResponderEliminarMe afectan las cosas mucho más de lo que nunca he querido admitir.
Estoy aprendiendo a permitir que me afecten.
Por cierto que recuerdos de fotos, me encanta...y ¡qué rubito! fijo que se te oscureció el pelo con los años, snifs, yo era rubia casi platino.
besos
si alguna vez estas conmigo y te entra esa sensacion de mejor quedarnos, porfa avisa, que no me enfadare..
ResponderEliminaruff..menudo recuerdo
un beso
Preciosa la foto.
ResponderEliminarLa muerte. He visto a alguien morir en su cama y fue un momento hermoso, de liberación. Su alma llevaba años atada a un cuerpo que no funcionaba, padeciendo Alzheimer. Luego he visto muchos muertos. Enteros o a trozos. Recuerdo a un vagabundo en la mesa del forense; ya lavado, se le veía joven, con una dulce expresión de inocencia en la cara, que probablemente nada tenía que ver con las experiencias que le había llevado hasta ahí. Y en mi sótano aún tengo restos óseos humanos encontrados en mis excavaciones. He trabajado en muchas necrópolis y, cuando buscaba casa, y me dijeron que había una estupenda, justo al lado del cementerio, supe que esa era para mí. Gracias a Dios, no he tenido ninguna experiencia traumática en relación a la muerte. Mis padres le dieron esquinazo, hace unos años, gracias a la medicina del mundo civilizado. Pero, pese a mis creencias, que me hacen darle una importancia relativa a la pérdida de un ser querido, al saber que es temporal y que habrá reencuentros, no estoy vacunada frente a ese vacío extraño que te deja saber que alguien con quien tanto has compartido, ya no está aquí.
ResponderEliminarNo le tengo miedo a la muerte, es una simple transición, pero sí a que se produzca de una manera dolorosa para la víctima y su entorno. Eso me asusta, y mucho.
Me ha encantado la foto. Perdona la extensión. Me hiciste pensar.
Yo nací el verano de 1969.
Por cierto, ahora que caigo, yo también nací el verano del 69...
ResponderEliminarBueno, pues aquí una que también ha tenido sus angustias con respecto a la muerte. Hasta el punto de negarme a pensar en ella de manera voluntaria. Sólo desde hace un tiempo me obligo a pensarla, a intentar hacerle frente y a intentar ir asimilándola pensando en que no quiero vivir esos últimos momentos presa del terror.
ResponderEliminarResulta curioso lo de este post porque ando yo algo preocupada por mi enana que, sin haber cumplido aún los 5 años, anda algo angustiada con el tema. Y no con su muerte sino con la de su papá y su mamá. Tan preocupada que ni quiere hablar del futuro, por no pensar en ello, tan preocupada que se saltan las lágrimas si le da por pensar en ello. No sé si es normal y no sé cómo afrontar el tema.
En fin, que me he alargado :D
Besos
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