Sólo hay 10 tipos de personas: las que saben binario y las que no
Esta frase, muy ingeniosa, la vi hace algo más de un año, estampada en una camiseta. Cuando la lees por primera vez, recibes un estímulo neuronal inmediato, te quedas por unos momentos epatado. Tal es justamente el efecto de las paradojas aparentes, tan del gusto de los recopiladores de esos entretenimientos a los que se ha dado en llamar “pensamiento lateral”. Esas paradojas suelen serlo desde el marco de referencia habitual y por eso, para resolverlas, para hacerlas consistentes, es necesario escapar de las formas acostumbradas de procesar la realidad. Son siempre ejercicios interesantes porque obligan a cuestionar nuestros puntos de vista, a comprobar que muchas veces asumimos como cimientos inmutables de nuestro pensamiento lo que no son más convenciones, cuya utilidad es meramente instrumental.
Cuando leí la frase que titula este post me vino a la memoria una adivinanza del mismo registro que corrió por mi colegio en mi primera adolescencia: Juan y María se casaron y se fueron a vivir, ellos dos solos, a su nueva casa; al cabo de un año nació su primer hijo y desde ese momento pasaron a vivir 10 en el domicilio: ¿cómo es posible? Abundando en el jueguecito, encuentro en internet que la frase original ya ha sufrido una mutación que la hace más compleja pero menos bella: “Sólo hay 10 tipos de personas: las que saben binario, las que no y las que lo confunden con el ternario”.
Me he acordado de estas cosas porque con demasiada frecuencia me quedo con la impresión de que hablamos entre nosotros en distintos sistemas de lenguaje, con el agravante, respecto a los sistemas de numeración, de que damos por supuesto que conocemos las reglas convencionales de nuestro interlocutor, al menos lo suficiente para que pueda existir comunicación; y no es así. Este es un asunto más que trillado, hasta el punto de constituir el meollo de la semiótica, así que no entraré en aburridas disquisiciones teóricas. Sólo me interesa referirme ahora a la influencia que en la comunicación (o mejor, en la incomunicación) tienen las connotaciones de origen emocional. Y lo hago porque es algo que vivo con cierta asiduidad.
A muchas palabras cada una de nosotros le damos una connotación valorativa que colorea (e incluso distorsiona) su significado convencional (el del diccionario, para entendernos). Ese matiz añadido hace que reaccionemos emocionalmente en términos de “me gusta” o “no me gusta” respecto al conjunto del discurso. Cuanta más emotividad hay, menos posible es la comprensión racional del discurso formalizado (lingüístico) y, lo más frecuente, es que ambos interlocutores se vayan enfadando, quedándose con la desagradable sensación de que no ser capaces de comunicarse (al menos, no en el plano lingüístico formalizado, porque quizá sí mediante otros lenguajes).
Una palabra que yo usaba mucho era “discutir” que significa “examinar atenta y particularmente una materia”. A mí, discutir me gusta mucho y me parece la mejor forma de aprender de cualquier tema: examinarlo atenta, prolijamente, destripando sus diversas facetas, desmontándolo y volviéndolo a montar. Yo discuto hasta conmigo mismo (de hecho es una de mis formas de pensar) y, por supuesto, me encanta encontrar personas que sean buenos discutidores, pues me aportan estimulantes momentos de placer, sobre todo cuando me hacen ver cosas en las que no había caído. Pero pese a que el significado denotativo de discutir no tiene nada de malo (y mucho de bueno), lo cierto es que se ha impuesto una connotación negativa: discutir es que dos o más personas se embronquen entre sí. Ya la palabra no tiene mucho que ver con una actividad intelectual sino con un comportamiento básicamente emocional en el que, paradójicamente, desaparece la razón. Cuando decimos de dos personas (por ejemplo una pareja) que no hacen más que discutir, nos imaginamos escenas de enfrentamientos a gritos carentes absolutamente de argumentaciones racionales. Por eso, ya no puedo decir que me gusta discutir.
Ahora se dice debatir para referirse a la actividad dialéctica argumentativa: “es bueno debatir las ideas”, “el debate sobre el estado de la nación”, “hay que saber debatir sin discutir” y así sucesivamente. Mientras el intercambio de argumentos se desarrolle según las reglas de la razón y en un clima de serenidad emocional, hay un debate; cuando las emociones se imponen y la razón se descarta, ese intercambio dialéctico pasa a ser una discusión y ya no es bueno. Irónicamente, en el DRAE, se define debatir como altercar, contender, disputar sobre algo, e incluso (en su segunda acepción) es combatir y guerrear. Es decir que mientras que la finalidad de la discusión es conocer más y mejor el objeto, la del debate es imponerse sobre el sujeto (el interlocutor), siéndonos indiferente el conocimiento del asunto. Sin embargo, diga lo que diga el diccionario, se han impuesto los significados inversos. Y, me guste o no, he acabado diciendo debatir, cuando lo que me gustaría sería discutir.
Y ya no hablemos de lo que pasa cuando el interlocutor interpreta que alguna palabra de tu discurso conlleva un juicio de valor sobre él mismo. El sofisma implícito vendría a ser el siguiente: esa palabra que ha usado es mala (no me gusta) y la ha usado aplicándola a mí, luego me está atacando. Desde ese momento ya no hay comunicación posible porque uno de los dos, el que se siente agredido, no querrá entender sino defenderse y atacar a su vez. Y la cosa irá degenerando hasta acabar, en el mejor de los casos, con una triste sensación mutua de incomunicación. Por supuesto, se puede (y se debe), calmadas las aguas, volver al inicio, desmontar el equívoco, explicar el significado que el uno atribuía a la palabra que disparó la emotividad negativa, desmontar la percepción que el otro tuvo de sentirse agredido, etc. Pero, muchas veces, para entonces puede que domine el cansancio y la frustración.
En la mayoría de las interrelaciones que vivimos cotidianamente, no obstante, lo normal es que renunciemos, ya de entrada, a lograr niveles de comunicación más allá de los superficiales, suficientes para la supervivencia social e incluso, tantas veces, íntima. Al fin y al cabo es agotador (e inútil casi siempre) esforzarse en limpiar de connotaciones tópicas el lenguaje (que, además, suelen empobrecer sus posibilidades comunicativas). Sin embargo, uno desearía contar con personas, por pocas que fuesen, con las cuales no tener que preocuparse demasiado en cuanto a la carga connotativo-emocional de sus palabras; con las cuales pudiera “discutir” sin que le atribuyeran intencionalidades inexistentes, ajenas al objeto. Esto no es demasiado difícil siempre que ese objeto no afecte a las emociones del interlocutor, porque cuando nos metemos en según qué temas pareciera que no cabe la serenidad racional.
Sin embargo, hablar de las emociones propias y del interlocutor, analizarlas, “examinarlas atenta y particularmente” (es decir, discutir sobre ellas), es una de las mejores vías para conocerlas y conocernos por ende a nosotros mismos. Y parece de sentido común que esas discusiones serán tanto más fructíferas cuanto más cercano a nosotros sea el interlocutor, mejor nos conozca y, también, más nos quiera. Pero, claro, eso exige ser capaces de “objetivizar” en algún grado nuestras emociones, verlas “desde fuera”, sacarlas de nosotros, y no sentirnos con ello agredidos, ni atemorizados, ni avergonzados. Tal es, a mi modo de ver, una comunicación íntima.
No es la única forma de comunicación (o de relación íntima). La transmisión de emociones profundas no sólo se hace a través del lenguaje verbal; es más, no es éste el mejor lenguaje para tal fin. De hecho, creo que transmitir la vivencia emocional es casi incompatible con el lenguaje verbal. Estaríamos hablando de empatizar (barbarismo no admitido por la RAE), de compartir el estado de ánimo del otro, algo que muchas veces ansiamos de la persona que está a nuestro lado y a veces, en momentos mágicos, sentimos con profundísima intensidad que se produce. Pero no, no hablo de empatizar, sino de reflexionar sobre las emociones para conocernos y ahí sí que creo que es válido el lenguaje verbal y el pensamiento racional. Claro que, para ello, debe evitarse la emotividad (valga la paradoja).
En todo caso, contra todas las evidencias de la realidad, me seguiré resistiendo a aceptar la desesperanzada convicción de Pirandello que negaba la posibilidad de la comunicación humana. Creo que los esfuerzos para poder comunicarnos pertenecen al grupo de los que merecen la pena, incluso aunque sepamos que están condenados al fracaso.
PS: Tengo que escribir un post sobre Pirandello, autor que me gusta mucho.
Cuando leí la frase que titula este post me vino a la memoria una adivinanza del mismo registro que corrió por mi colegio en mi primera adolescencia: Juan y María se casaron y se fueron a vivir, ellos dos solos, a su nueva casa; al cabo de un año nació su primer hijo y desde ese momento pasaron a vivir 10 en el domicilio: ¿cómo es posible? Abundando en el jueguecito, encuentro en internet que la frase original ya ha sufrido una mutación que la hace más compleja pero menos bella: “Sólo hay 10 tipos de personas: las que saben binario, las que no y las que lo confunden con el ternario”.
Me he acordado de estas cosas porque con demasiada frecuencia me quedo con la impresión de que hablamos entre nosotros en distintos sistemas de lenguaje, con el agravante, respecto a los sistemas de numeración, de que damos por supuesto que conocemos las reglas convencionales de nuestro interlocutor, al menos lo suficiente para que pueda existir comunicación; y no es así. Este es un asunto más que trillado, hasta el punto de constituir el meollo de la semiótica, así que no entraré en aburridas disquisiciones teóricas. Sólo me interesa referirme ahora a la influencia que en la comunicación (o mejor, en la incomunicación) tienen las connotaciones de origen emocional. Y lo hago porque es algo que vivo con cierta asiduidad.
A muchas palabras cada una de nosotros le damos una connotación valorativa que colorea (e incluso distorsiona) su significado convencional (el del diccionario, para entendernos). Ese matiz añadido hace que reaccionemos emocionalmente en términos de “me gusta” o “no me gusta” respecto al conjunto del discurso. Cuanta más emotividad hay, menos posible es la comprensión racional del discurso formalizado (lingüístico) y, lo más frecuente, es que ambos interlocutores se vayan enfadando, quedándose con la desagradable sensación de que no ser capaces de comunicarse (al menos, no en el plano lingüístico formalizado, porque quizá sí mediante otros lenguajes).
Una palabra que yo usaba mucho era “discutir” que significa “examinar atenta y particularmente una materia”. A mí, discutir me gusta mucho y me parece la mejor forma de aprender de cualquier tema: examinarlo atenta, prolijamente, destripando sus diversas facetas, desmontándolo y volviéndolo a montar. Yo discuto hasta conmigo mismo (de hecho es una de mis formas de pensar) y, por supuesto, me encanta encontrar personas que sean buenos discutidores, pues me aportan estimulantes momentos de placer, sobre todo cuando me hacen ver cosas en las que no había caído. Pero pese a que el significado denotativo de discutir no tiene nada de malo (y mucho de bueno), lo cierto es que se ha impuesto una connotación negativa: discutir es que dos o más personas se embronquen entre sí. Ya la palabra no tiene mucho que ver con una actividad intelectual sino con un comportamiento básicamente emocional en el que, paradójicamente, desaparece la razón. Cuando decimos de dos personas (por ejemplo una pareja) que no hacen más que discutir, nos imaginamos escenas de enfrentamientos a gritos carentes absolutamente de argumentaciones racionales. Por eso, ya no puedo decir que me gusta discutir.
Ahora se dice debatir para referirse a la actividad dialéctica argumentativa: “es bueno debatir las ideas”, “el debate sobre el estado de la nación”, “hay que saber debatir sin discutir” y así sucesivamente. Mientras el intercambio de argumentos se desarrolle según las reglas de la razón y en un clima de serenidad emocional, hay un debate; cuando las emociones se imponen y la razón se descarta, ese intercambio dialéctico pasa a ser una discusión y ya no es bueno. Irónicamente, en el DRAE, se define debatir como altercar, contender, disputar sobre algo, e incluso (en su segunda acepción) es combatir y guerrear. Es decir que mientras que la finalidad de la discusión es conocer más y mejor el objeto, la del debate es imponerse sobre el sujeto (el interlocutor), siéndonos indiferente el conocimiento del asunto. Sin embargo, diga lo que diga el diccionario, se han impuesto los significados inversos. Y, me guste o no, he acabado diciendo debatir, cuando lo que me gustaría sería discutir.
Y ya no hablemos de lo que pasa cuando el interlocutor interpreta que alguna palabra de tu discurso conlleva un juicio de valor sobre él mismo. El sofisma implícito vendría a ser el siguiente: esa palabra que ha usado es mala (no me gusta) y la ha usado aplicándola a mí, luego me está atacando. Desde ese momento ya no hay comunicación posible porque uno de los dos, el que se siente agredido, no querrá entender sino defenderse y atacar a su vez. Y la cosa irá degenerando hasta acabar, en el mejor de los casos, con una triste sensación mutua de incomunicación. Por supuesto, se puede (y se debe), calmadas las aguas, volver al inicio, desmontar el equívoco, explicar el significado que el uno atribuía a la palabra que disparó la emotividad negativa, desmontar la percepción que el otro tuvo de sentirse agredido, etc. Pero, muchas veces, para entonces puede que domine el cansancio y la frustración.
En la mayoría de las interrelaciones que vivimos cotidianamente, no obstante, lo normal es que renunciemos, ya de entrada, a lograr niveles de comunicación más allá de los superficiales, suficientes para la supervivencia social e incluso, tantas veces, íntima. Al fin y al cabo es agotador (e inútil casi siempre) esforzarse en limpiar de connotaciones tópicas el lenguaje (que, además, suelen empobrecer sus posibilidades comunicativas). Sin embargo, uno desearía contar con personas, por pocas que fuesen, con las cuales no tener que preocuparse demasiado en cuanto a la carga connotativo-emocional de sus palabras; con las cuales pudiera “discutir” sin que le atribuyeran intencionalidades inexistentes, ajenas al objeto. Esto no es demasiado difícil siempre que ese objeto no afecte a las emociones del interlocutor, porque cuando nos metemos en según qué temas pareciera que no cabe la serenidad racional.
Sin embargo, hablar de las emociones propias y del interlocutor, analizarlas, “examinarlas atenta y particularmente” (es decir, discutir sobre ellas), es una de las mejores vías para conocerlas y conocernos por ende a nosotros mismos. Y parece de sentido común que esas discusiones serán tanto más fructíferas cuanto más cercano a nosotros sea el interlocutor, mejor nos conozca y, también, más nos quiera. Pero, claro, eso exige ser capaces de “objetivizar” en algún grado nuestras emociones, verlas “desde fuera”, sacarlas de nosotros, y no sentirnos con ello agredidos, ni atemorizados, ni avergonzados. Tal es, a mi modo de ver, una comunicación íntima.
No es la única forma de comunicación (o de relación íntima). La transmisión de emociones profundas no sólo se hace a través del lenguaje verbal; es más, no es éste el mejor lenguaje para tal fin. De hecho, creo que transmitir la vivencia emocional es casi incompatible con el lenguaje verbal. Estaríamos hablando de empatizar (barbarismo no admitido por la RAE), de compartir el estado de ánimo del otro, algo que muchas veces ansiamos de la persona que está a nuestro lado y a veces, en momentos mágicos, sentimos con profundísima intensidad que se produce. Pero no, no hablo de empatizar, sino de reflexionar sobre las emociones para conocernos y ahí sí que creo que es válido el lenguaje verbal y el pensamiento racional. Claro que, para ello, debe evitarse la emotividad (valga la paradoja).
En todo caso, contra todas las evidencias de la realidad, me seguiré resistiendo a aceptar la desesperanzada convicción de Pirandello que negaba la posibilidad de la comunicación humana. Creo que los esfuerzos para poder comunicarnos pertenecen al grupo de los que merecen la pena, incluso aunque sepamos que están condenados al fracaso.
PS: Tengo que escribir un post sobre Pirandello, autor que me gusta mucho.
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
No se si los políticos como reflejo de la Sociedad o la Sociedad como reflejo de los políticos han convertido el debatir en exponer lo que piensan o defienden sin que haya ni un ápice de trasvase de ideas, despues del debate cada cual se queda con sus ideas intactas.
ResponderEliminarLo que resultaría enriquecedor es poder saber que no partes de verdades absolutas y que al ponerlas en común se pueden enriquecer con matices, sin embargo asistimos a mil y un debate en los que como dices más que una exposición de ideas a veces enfrentadas, a veces paralelas, se convierte en un sentirse agredido por el que no piensa igual. El enfrentamiento de ideas da paso a enfrentamiento personal cuando lo uno nada tendría ver con lo otro.
Quizás lo poco enriquecedor del debate político es cada cual parte de la postura que debe tener y que a veces no sólo no es convincente para los demás, sino que ni siquiera para él mismo y carga de fuerza emotiva lo que con la razón sería dificil defender.
Es enriqucedor dscutir desde las ideas, los sentimientos, sin que sea una lucha de personal sino sólo una confrontación del tema que se discute o debate.
Me gusta discutir, pero se que algo falla, o se sienten molestos en lo personal o se rinden casi antes de empezar. Creo que cuando falla es que hay errores por ambos lados, quizás sea demasiado vehemente o demasiado severa en las afirmaciones. Lo que se es que nunca traslado a lo personal lo que es una confrontación de ideas.
En Política cuando quieres rebatr al contrarioprimero debes conocer lo que defiende y saberlo defender para despues saberlo desmontar, no partir desde tu punto de vista sino del contrario para llegar al tuyo.
De acuerdo con tu discurso. Echo sin embargo en falta algunos elementos básicos que intervienen en el proceso de comunicación, como pueden ser el gesto, la mirada, el tono, la gesticulación, el volumen de la voz etc. Todos elementos no verbales, que influyen negativa o positivamente en la recepción del mensaje. En el lenguaje escrito las interpretaciones pertenecen al ámbito exclusivo del lector. Un mismo poema puede tener múltiples interpretaciones, y seguramente sólo unas pocas coinciden con lo que el autor quería expresar. Lo mismo pasa con la pintura por ejemplo. Pero la palabra oral no tiene valor en sí misma, va ligada necesariamente al contexto y a esos elementos no verbales que menciono anteriormente. En una discusión, por muy serena que sea, es muy difícil aislar las emociones, no usar el cuerpo para hablar. Lo mismo pasa a la inversa. Cuántas veces hemos llamado "tonto" a alguien con un gesto, un tono y una mirada que indican justamente lo contrario?
ResponderEliminarUn beso, que puede ser: alegre, cariñoso, distante, sereno, apasionado, melancólico, neutro, afectuoso, irónico... Interprétalo como quieras...
Yo también prefiero discutir a debatir, porque mi intención no es convencer de mi punto de vista o que me convenzan del suyo, sino que mi intención es saber los mecanismos por los que a esa persona le ha llevado a pensar de determinada manera y explicar porqué yo pienso de tal otra o incluso de la misma forma. Posiblemente en el transcurso de la discusión se pueden hacer propios pensamientos de otros, sobre todo cuando éstos tienen una lógica aplastante y cuando las argumentaciones del otro te hacen ver que estabas equivocado. Pero para mi repito, la intención no es convencer ni que me convenzan, sólo comprender y ser comprendida.
ResponderEliminarEl problema principal de la discusión es su acepción peyorativa, que ya has señalado en tu post. Y la situación que se crea cuando discutes con personas que más allá de tener un porqué, de saber argumentar un pensamiento que se supone que es suyo, simplemente a adoptado pensamientos ajenos de los que tiene poca idea y por los que apuesta simplemente por partidismo, sin pararse a desmenuzar el asunto. Con este tipo de personas te encuentras con un muro por el que yo opto por callar, o por utilizar la ironía y esto suele cabrearlos aún más, porque curiosamente éstas las pillan al vuelo.
En cuestión de sentimientos es mucho mejor callar que por supuesto no es lo mismo que otorgar.
Uysss "ha adoptado".
ResponderEliminarCreo que este tema, miroslav, enlaza fácilmente con aquel debate empecinado sobre si hay que respetar las ideas o las personas. Admitiendo lo que dice Zefferano del lenguaje gestual que acompaña ineludiblemente al discurso oral, creo que ese lenguaje no explícito debe ser siempre respetuoso, pero en cambio, desde esa educación respetuosa, una buena discursión para mí debe intentar la victoria de tus ideas sobre las del otro, o la derrota, paladinamente reconocida si el otro termina por convencerte. Eso es lo bonito y no juegos florales ni lo contrario, insultos, hay que ir contra los argumentos del otro, no contra el otro.
ResponderEliminarLansky
Realmente, de lo que quería hablar en este post era de la dificultad de la comunicación, de que se entendiera el significado de lo que decimos. Hay muchísimos factores, por supuesto; como dice Zafferano, influyen muchas cosas delñ lado del emisor (el lenguaje gestual, el tono, etc). Pero, siendo eso verdad, no era a lo que me refería, sino justamente a los factores que distorsionan los significados del lado del receptor y, en concreto, los que derivan de las connotaciones que tienen origen emocional (en las emociones del receptor, independientemente del emisor).
ResponderEliminarEn cuanto a lo que señala Lansky sobre que el objetivo de una discusión es lograr la victoria de tus ideas (o la derrota paladinamente reconocida) me parece bastante más de lo que modestamente pretendo. Muchas veces me daría con un canto en los dientes si lograra, no que mis ideas fueran aceptadas, sino simplemente que fueran transmitidas al conocimiento del interlocutor. Mis pretensiones pues están mucho más abajo (¿o más arriba?): conseguir que ambos interlocutores se comuniquen sus ideas; es decir, cada uno llegue a conocer de verdad las del otro.
Pasando por aquí...
ResponderEliminarSegún mi hermano Guillermo cuando hablas con alguien el otro generalmente no está escuchando lo que dices, sino, a lo sumo, esperando que hagas una pausa (aunque no sea más que para respirar) que le permita colocar lo que está fraguando en su cabeza mientras hablas; y lo que diga, casi seguro, estará más de acuerdo con lo que él supone que dirías según la idea que tiene de ti, que con lo que estés diciendo realmente.
ResponderEliminarY lo malo es que estoy bastante de acuerdo con él.