Tragedias griegas (Crónica teatral)
Los Persas
El sábado 29 de septiembre fui a ver Los Persas, de Esquilo. Bueno, en realidad de Esquilo quedaba poco más que nada, apenas la denuncia genérica de la guerra. Se trataba de la versión de Calixto Bieito, que se estrenó con bastante controversia el pasado julio en el Festival de Teatro de Mérida. La obra cuenta la historia de una soldado española, Jerjes, que ha marchado a Afganistán en misión de paz para encontrarse con la destrucción y la muerte de toda guerra. Mientras en el escenario se desarrollan los acontecimientos que viven Jerjes (Natalia Dicenta) y a sus cinco compañeros, debajo de aquél, pegado a la primera fila de butacas, hay un sofá destartalado en el cual yace Darío (Roberto Quintana), el padre de la soldado, que está en Móstoles, con la desesperación del miedo por lo que pueda sucederle a su hija.
La obra se desarrolla enlazando escenas discontinuas, cada una de ellas protagonizada por el parlamento exagerado de un actor (¿compromiso con el tono de la tragedia clásica?), discurso de lenguaje directo, obsceno, sin concesiones a metáforas, con referentes actuales y nombres propios. … Entre escena y escena los soldados se convierten en músicos y tocan una pieza de música rock (se atreven incluso con una versión del himno nacional que me gustó bastante más que la que se oye habitualmente); así, se oyeron versiones de In the Flesh de Pink Floyd (así empieza el drama), War de Edwin Starr y Cry Baby, de Janis Joplin, con la Dicenta cantando (y no lo hace nada mal). Por momentos parece que estás en un musical, pero para nada, el director se ha saltado las reglas de cualquier género.
Lo que está claro es que pretende impactar al espectador, arrojarle en la cara, sin ninguna cortesía, de la forma más violenta posible, las atrocidades de la guerra y, además, usar estas para poner en evidencia la futilidad, la criminalidad incluso, de los valores que la sustentan; entre ellos, muy especialmente, el patriotismo. Así, el uso hiperbólico de los signos, sobre todo de la bandera española (muy pertinente en los días que corren) adquiere una muy elocuente significación. A ese ambiente tenso y violento, tan importante a efectos comunicativos como la propia literalidad de los textos, tan explícitos, contribuye mucho, además de la música y la declamación trágica (ya comentadas), la escenografía que representa una especie de cementerio de objetos mecánicos, la desolación inanimada de un paisaje desértico que sólo es animado por actos bélicos de destrucción.
Cuando sales del Teatro y surge la pregunta obvia (¿te ha gustado?) no sabes muy bien qué responder. Yo, la verdad, iba sin referencias; no es que esperara una versión fiel de Esquilo pero no algo tan radicalmente brutal. En todo caso, lo que sí tengo claro es que merece la pena verla y la recomiendo a quien tenga oportunidad. Quizás no se pase un rato “entretenido”, pero sí recibes sensaciones intensas y te aporta “materia” para poder luego darle al coco durante un tiempo. En todo caso, los esfuerzos apostólicos de Bieito no eran necesarios conmigo.
El sábado 29 de septiembre fui a ver Los Persas, de Esquilo. Bueno, en realidad de Esquilo quedaba poco más que nada, apenas la denuncia genérica de la guerra. Se trataba de la versión de Calixto Bieito, que se estrenó con bastante controversia el pasado julio en el Festival de Teatro de Mérida. La obra cuenta la historia de una soldado española, Jerjes, que ha marchado a Afganistán en misión de paz para encontrarse con la destrucción y la muerte de toda guerra. Mientras en el escenario se desarrollan los acontecimientos que viven Jerjes (Natalia Dicenta) y a sus cinco compañeros, debajo de aquél, pegado a la primera fila de butacas, hay un sofá destartalado en el cual yace Darío (Roberto Quintana), el padre de la soldado, que está en Móstoles, con la desesperación del miedo por lo que pueda sucederle a su hija.
La obra se desarrolla enlazando escenas discontinuas, cada una de ellas protagonizada por el parlamento exagerado de un actor (¿compromiso con el tono de la tragedia clásica?), discurso de lenguaje directo, obsceno, sin concesiones a metáforas, con referentes actuales y nombres propios. … Entre escena y escena los soldados se convierten en músicos y tocan una pieza de música rock (se atreven incluso con una versión del himno nacional que me gustó bastante más que la que se oye habitualmente); así, se oyeron versiones de In the Flesh de Pink Floyd (así empieza el drama), War de Edwin Starr y Cry Baby, de Janis Joplin, con la Dicenta cantando (y no lo hace nada mal). Por momentos parece que estás en un musical, pero para nada, el director se ha saltado las reglas de cualquier género.
Lo que está claro es que pretende impactar al espectador, arrojarle en la cara, sin ninguna cortesía, de la forma más violenta posible, las atrocidades de la guerra y, además, usar estas para poner en evidencia la futilidad, la criminalidad incluso, de los valores que la sustentan; entre ellos, muy especialmente, el patriotismo. Así, el uso hiperbólico de los signos, sobre todo de la bandera española (muy pertinente en los días que corren) adquiere una muy elocuente significación. A ese ambiente tenso y violento, tan importante a efectos comunicativos como la propia literalidad de los textos, tan explícitos, contribuye mucho, además de la música y la declamación trágica (ya comentadas), la escenografía que representa una especie de cementerio de objetos mecánicos, la desolación inanimada de un paisaje desértico que sólo es animado por actos bélicos de destrucción.
Cuando sales del Teatro y surge la pregunta obvia (¿te ha gustado?) no sabes muy bien qué responder. Yo, la verdad, iba sin referencias; no es que esperara una versión fiel de Esquilo pero no algo tan radicalmente brutal. En todo caso, lo que sí tengo claro es que merece la pena verla y la recomiendo a quien tenga oportunidad. Quizás no se pase un rato “entretenido”, pero sí recibes sensaciones intensas y te aporta “materia” para poder luego darle al coco durante un tiempo. En todo caso, los esfuerzos apostólicos de Bieito no eran necesarios conmigo.
Medea, la extranjera
El sábado siguiente, o sea ayer, volví al mismo teatro, a ver otra adaptación de tragedia griega. Esta vez se trataba de Medea, aunque según me había enterado, la versión se basaba en textos de Eurípides pero también de Séneca, Apolonio de Rodas, Heiner Müller y Pasolini. Esta vez, la obra sí se ciñe al mito y opta por una narración secuencial; primero, la Medea que en la Cólquide ayuda a Jasón a apropiarse del Vellocino y escapa con él; luego, en Corinto, la Medea abandonada que ejecuta su terrible venganza. La primera parte es, básicamente, Apolonio; la segunda, Eurípides, aunque también Séneca. El prologo y el epílogo corresponde a textos de Heiner Müller (fragmentos de Ribera despojada y de Paisaje con argonautas, respectivamente). ¿Y Pasolini? En el folleto que daban a la entrada se nos informaba que había textos suyos en el primer acto (La Cólquide); supongo que provendrán de su película Medea (1970), protagonizada por la Callas y que no recuerdo haber visto.
El montaje que vi, dirigido por Ricardo Iniesta, es el del grupo Atalaya, compañía andaluza de ya muy larga trayectoria (me entero que desde 2003 son los únicos representantes españoles en el programa de la Unión Europea de Laboratorios Teatrales Europeos como Innovadores Culturales). Medea, la extranjera lleva representándose desde 2004, y ha llegado a esta isla ultraperiférica después de haberse paseado por casi toda España y haber obtenido varios premios. Aparecen siete actores (cuatro mujeres y tres hombres) que representan uno o dos personajes, además de participar, con los rostros ocultos por unas malla oscura, en los coros. Es llamativo que haya cuatro Medeas, una por cada elemento: la Medea Tierra es la vinculada a la tierra natal y a los ancestros, la Medea Fuego es la mujer enamorada, la Medea Agua es la extranjera apartada que se arrepiente de haber traicionado a los suyos, la Medea Aire es la que ejecuta la venganza.
El drama se va desarrollando en cuadros interrumpidos mediante el oscurecimiento del escenario. En casi todos, antes de los diálogos (y durante ellos), los actores cantan, sin instrumentación ninguna, melodías de sabor mítico y arcaico, cuyas letras son en idiomas desconocidos, ¿inventados quizás? Leo que se trata de cánticos y temas musicales de Armenia, Albania, Bosnia, Irán, Grecia, Rajasthan, Arabia, Azerbaiyán, Nepal, Tíbet, Indonesia … Qué más da; lo que es cierto es que contribuyen muy poderosamente a formar esa atmósfera mágica en la cual se hunde el espectador, para dejarse llevar sin ningún rozamiento.
Fundamental en la creación de la atmósfera a la que me refiero es la fantásticamente poética escenificación: los objetos (prismas de sección trapezoidal, bastidores con redes de soga), las telas (vestidos de colores brillantes, mallas azules, túnicas etéreas) y, sobre todo, la luz. Con essos elementos escénicos los actores convertían muchos cuadros en danzas mágicas, bellísimas, tremendamente sugerentes. Me encantaron, en particular, cuando juntaron todos los prismas en círculo para luego derrumbarlos uno a uno, como una flor que se abre estrepitosamente; y cuando Jasón y Medea luchan y dan muerte a los guerreros que nacen tras la siembra de los dientes de serpiente: baile de bastidores y redes.
En fin que me gustó mucho, para qué pretender hacer una crítica sesuda (prefiero enlazar a la que hizo Javier Vallejo para El País, hace poco más de un año). Además, últimamente he “jugado” con Medea, así que no podía dejar de asistir y disfrutarla. Por supuesto, calurosamente recomendable para quien tenga la oportunidad.
PS: He buscado en Youtube algun video del montaje de la Atalaya, pero no lo he encontrado. A cambio, pongo un montaje de escenas de la Callas en la película de Pasolini con audio de la propia diva cantando.
El montaje que vi, dirigido por Ricardo Iniesta, es el del grupo Atalaya, compañía andaluza de ya muy larga trayectoria (me entero que desde 2003 son los únicos representantes españoles en el programa de la Unión Europea de Laboratorios Teatrales Europeos como Innovadores Culturales). Medea, la extranjera lleva representándose desde 2004, y ha llegado a esta isla ultraperiférica después de haberse paseado por casi toda España y haber obtenido varios premios. Aparecen siete actores (cuatro mujeres y tres hombres) que representan uno o dos personajes, además de participar, con los rostros ocultos por unas malla oscura, en los coros. Es llamativo que haya cuatro Medeas, una por cada elemento: la Medea Tierra es la vinculada a la tierra natal y a los ancestros, la Medea Fuego es la mujer enamorada, la Medea Agua es la extranjera apartada que se arrepiente de haber traicionado a los suyos, la Medea Aire es la que ejecuta la venganza.
El drama se va desarrollando en cuadros interrumpidos mediante el oscurecimiento del escenario. En casi todos, antes de los diálogos (y durante ellos), los actores cantan, sin instrumentación ninguna, melodías de sabor mítico y arcaico, cuyas letras son en idiomas desconocidos, ¿inventados quizás? Leo que se trata de cánticos y temas musicales de Armenia, Albania, Bosnia, Irán, Grecia, Rajasthan, Arabia, Azerbaiyán, Nepal, Tíbet, Indonesia … Qué más da; lo que es cierto es que contribuyen muy poderosamente a formar esa atmósfera mágica en la cual se hunde el espectador, para dejarse llevar sin ningún rozamiento.
Fundamental en la creación de la atmósfera a la que me refiero es la fantásticamente poética escenificación: los objetos (prismas de sección trapezoidal, bastidores con redes de soga), las telas (vestidos de colores brillantes, mallas azules, túnicas etéreas) y, sobre todo, la luz. Con essos elementos escénicos los actores convertían muchos cuadros en danzas mágicas, bellísimas, tremendamente sugerentes. Me encantaron, en particular, cuando juntaron todos los prismas en círculo para luego derrumbarlos uno a uno, como una flor que se abre estrepitosamente; y cuando Jasón y Medea luchan y dan muerte a los guerreros que nacen tras la siembra de los dientes de serpiente: baile de bastidores y redes.
En fin que me gustó mucho, para qué pretender hacer una crítica sesuda (prefiero enlazar a la que hizo Javier Vallejo para El País, hace poco más de un año). Además, últimamente he “jugado” con Medea, así que no podía dejar de asistir y disfrutarla. Por supuesto, calurosamente recomendable para quien tenga la oportunidad.
PS: He buscado en Youtube algun video del montaje de la Atalaya, pero no lo he encontrado. A cambio, pongo un montaje de escenas de la Callas en la película de Pasolini con audio de la propia diva cantando.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
Yo el tema de las adaptaciones de los clásico lo tengo muy claro. No podemos representar las obras como se hacía originariamente porque nos resultaría ridícula la forma de actuar de entonces y porque los avances en escenografía son fabulosos. Pero la realidad es que la mayoría de las adaptaciones que se hacen son penosas. Para adaptar bien hay que ser casi tan bueno como el autor original.
ResponderEliminarHe disfrutado enormemente con una adaptación del "Sueño de una noche de verano" hecha por Lindsay Kemp, y he tenido ganas de llorar con otra adaptación de la misma obra que la destrozaba situándola en el contexto de un país bajo una tiranía militar en la época contemporánea, sustituyendo esa atmósfera mágica de la obra original por un deprimente ambiente militarizado. Para vomitar.
Me he aburrido con varias adaptaciones de Hamlet, y me he extasiado con el Hamlet de Branagh, porque se puede tener una fidelidad casi obsesiva con el texto original y al mismo tiempo darle un nuevo sentido.
En fin, que para hacer adaptaciones buenas también hay que ser un genio.
Pues como para crítica teatral no me veo, simplemente me alegro de que lo hayas disfrutado.
ResponderEliminarUn beso.
Siempre me ha llamado la atención como se habla de fidelidad al original en obras que en la mayoría de las ocasiones nos han llegado a través de una traducción medieval de traducciones arabes y persas que en el mejor de los casos fueron a su vez traducidas del orginal griego.
ResponderEliminarA veces me pregunto cuanto se debe al monje de turno y cuanto al autor griego.