Pasividad ciudadana
En esta última semana, entre conversaciones “presenciales” y lecturas de blogs, me he topado repetidamente con personas que manifestaban su hartazgo de la política (no todos españoles; unos cuantos argentinos, quienes en breve tienen elecciones generales). La mayoría de ellos, además, concebía la política como algo lejano y ajeno a sus vidas reales. Por ejemplo, a propósito del video de Rajoy con motivo de la “fiesta nacional”, he oído y encontrado comentarios de todos tipo, tanto en contra como a favor. Entre los primeros era frecuente rechazar ese lenguaje grandilocuente, maniqueo y artificioso en el que el PP parece empeñado en meternos; tan cargado de símbolos y de grandes valores que (en mi opinión) no son más que humo. Los segundos, en cambio, suelen apuntarse con entusiasmo a esas proclamas como si les fuera en ello la vida, como si de verdad su misma existencia se justificara gracias a su españolidad (o vasquidad o catalanidad o …). La participación de la población en el debate político se convierte pues necesariamente en una olla de grillos, un hervidero de insultos, demagogias y tópicos. Naturalmente, no hay de verdad debate público ni participación democrática. Pero es que tampoco hace falta que los haya porque no hay ninguna decisión que adoptar; se trata simplemente de la escenificación del juego bochornoso que se ha dado en llamar política, en el que los borregos (perdón, los ciudadanos) son instrumentados como meros comparsas gritones de gallinero.
Tanta insistencia sobre orgullos patrióticos para lo que sirve (y no es moco de pavo) es para desviar la atención pública del verdadero ámbito de la política que habría de ser el de la toma de decisiones. (Hago un paréntesis para recordar la famosa cita de Samuel Jonson: el patriotismo es el último refugio de los miserables). Porque lo cierto es que los profesionales de la política no quieren ciudadanos sino borregos (por supuesto, estoy generalizando). Muchos de ellos, que ha hecho del ejercicio de la política su único (y rentable) modus vivendi, conciben la democracia como el sistema mediante el cual cada cuatro años una masa de electores “designa” a sus representantes, dándoles un cheque en blanco para que hagan (en su nombre) lo que crean conveniente hasta las próximas elecciones. Durante ese tiempo, quienes están en el poder hacen, efectivamente, lo que creen conveniente (con mejor o peor “buena fe”) y, tanto ellos como los que están en la oposición, dicen que hacen lo que creen conveniente para que en las siguientes elecciones mantengan o alcancen el poder. Ambos, gobierno y oposición, se cuidan muy mucho de que los temas objeto de “debate” sean muy de altos vuelos, muy de profundos discursos ideológicos (que en realidad son demagógicos), despreciando los asuntos que afectan e interesan a los ciudadanos. Ciertamente, ni al gobierno ni a la oposición le conviene que los ciudadanos se planteen exigir mayores opciones de participación en la toma de decisiones o, por ejemplo, mecanismos de control y consiguiente castigo a los mentirosos (que, en tanto nuestros representantes, están incumpliendo un acuerdo tácito).
Pero es muy cómodo y tranquilizador echar la culpa a los políticos y no mirarnos la viga en el ojo. Porque los políticos profesionales son como son porque les dejamos, porque “pasamos” de la política. Y no es que pasemos en los asuntos ideológicos de alta política, sino en los más implicados con nuestra vida cotidiana y los resultados son desastrosos. Pensemos en la política municipal. ¿Somos conscientes de la cantidad de cosas que decide un Ayuntamiento? Me atrevería a decir que bastante más de la mitad de lo que afecta a nuestro vivir habitual. Paso al tema al que me dedico: el urbanismo. Son asuntos propios del urbanismo la forma de nuestras ciudades: los tipos de edificaciones que se pueden construir (alturas, separación a las calles, composición estética), las dimensiones y características de las calles (carriles, aparcamientos, aceras, tipos de tráfico) así como de los espacios libres públicos (parques, jardines). Por supuesto, compete al urbanismo prever y garantizar la disposición de los equipamientos y servicios necesarios para cubrir las demandas de la población residente, de acuerdo con los estándares de calidad de vida que la sociedad va asumiendo. También es función del urbanismo regular los usos admisibles en cada parte de la ciudad así como establecer las condiciones que deben cumplir al implantarse para lograr un entorno habitable. Basten estos brochazos rápidos para que se entienda sobre lo que estoy hablando.
Pues bien, puede que yo sea un bicho raro pero que mi entorno urbano sea agradable y habitable me preocupa e interesa más que medirme el orgullo que siento por ser español. Estoy seguro de que cualquiera puede identificar varios ejemplos de su entorno próximo que, perteneciendo al ámbito disciplinar del urbanismo, le afectan cotidianamente. Y, sin embargo, ¿qué hacemos salvo quejarnos en el bar y poner a caldo al alcalde de turno? Lamentablemente, en la mayoría de los municipios españoles, nada o casi nada. Durante la década de los setenta (tanto en la agonía del franquismo como en la primera transición), las asociaciones de vecinos fueron las instancias desde las que se planteó la revolucionaria (entonces) reivindicación al derecho a la ciudad. Se quería que la ciudad fuera para sus habitantes y no un mero tablero de un juego (de monopoly, para ser precisos) consistente en que otros ganaran dinero a costa de aquéllos. Las dos mayores ciudades de este país, durante esa etapa, marcaron, cada una con su estilo, políticas decididas (siempre desde ayuntamientos de izquierdas) de recuperación de la ciudad, poniendo especial atención a los servicios públicos y a los equipamientos de escala local, de barrio. Conozco bien lo que ocurrió en Madrid y algo menos el caso de Barcelona; a remolque de ambas, fueron muchos otros municipios los que vivieron un florecimiento de la actividad urbanística con notable protagonismo de la participación vecinal. El urbanismo fue durante unos años lo que (legalmente) es: la actividad pública de hacer la ciudad desde y para los intereses públicos.
Evidentemente (no seamos ingenuos) la ciudad no dejó de ser nunca un tablero de monopoly, ni siquiera cuando los intereses públicos, reivindicados desde activas asociaciones ciudadanas, eran factores a tener en cuenta en el juego. Pero poco a poco, a la chita callando, esos factores se han ido arrinconando y hoy volvemos a ver el tablero desnudo y la ciudad (y el territorio) concebidos casi únicamente como soporte y objeto de la actividad económica. Esta transformación (retro-recuperación) del discurso urbanístico se ha ido produciendo, muy especialmente durante los noventa, desde varios frentes. Por supuesto, ha habido un sustentador ideológico que afecta a casi todo y que se ha venido en llamar la sacralización liberal del mercado. A su amparo, hemos asistido a rollitos académicos sobre planes estratégicos, la competitividad de las ciudades, etc … traducidos en actuaciones megalomaníacas de infraestructuras y equipamientos “de marca” para “colocar” a la respectiva ciudad en el “mercado globalizado”. En fin, no voy a enrollarme demasiado sobre esto, aunque es un tema que debo trabajar con vistas a un curso en el que me han pringado.
Digamos como resumen que, actualmente, la mayoría de los políticos municipales conciben sus ciudades principalmente como la más importante materia prima con que cuentan para generar actividad económica. No es el espacio para vivir, sino el espacio para generar economía. Muchos de estos munícipes creen de buena fe que ese es el único camino que tienen y que su función para propiciar el bienestar de sus conciudadanos es orientar sus políticas de gobierno a facilitar el desenvolvimiento de las empresas inmobiliarias (algunos, lo crean o no de buena de fe, aprovechan para meter la mano). En este marco, el urbanismo se traduce en planes que no son sino meras “reglas de juego”, poco ambiciosas en cuanto a intentar recuperar plusvalías para la comunidad. Pero, sobre todo, los planes renuncian casi siempre a “diseñar” el espacio urbano, a resolver cuidadosa y detalladamente las necesidades, a mejorar la habitabilidad de las ciudades.
Es sintomático que, por más que la participación pública es un requisito que todas las leyes autonómicas exigen en la tramitación de los planes, ésta cada vez ha ido convirtiéndose más en un trámite vacío, con la complacencia de los políticos y, obviamente, de los operadores inmobiliarios. Los ciudadanos, los residentes, sea por aburrimiento, desmoralización o qué sé yo, han ido apartándose del urbanismo, dejando con su abstención en manos de los intereses económicos la toma de decisiones. Se ha llegado al punto de que nos cuesta entender que alguien se esfuerce por algo cuya consecución no le reporta beneficios económicos. La ciudad, la polis, ha dejado con nuestro permiso de ser el espacio de lo público y ese es un primer paso para que deje de ser el espacio de la libertad.
Nos gusta demasiado echar la culpa a los políticos, pero los políticos que tenemos son los que nos merecemos desde nuestro individualismo egoísta y, sobre todo, estúpido. Porque hay que ser estúpidamente miope para no darnos cuenta de que con estas renuncias comodonas a ejercer nuestro derecho a que se nos tenga en cuenta estamos cavando nuestra propia tumba, salvo que nos dediquemos al negocio inmobiliario y tengamos ya elegidos los próximos destinos a saquear una vez quemados los nuestros (ya está ocurriendo). Tendríamos que ser capaces de movilizarnos por las pequeñas cosas de nuestros barrios, defender nuestro derecho a un entorno habitable y, para ello, a que se construya contando con nosotros. Piense cada uno en el ejemplo que tenga más cercano y respecto al que no ha hecho nada. ¿Acaso no habría merecido la pena juntarse con otros vecinos y, con constancia e inteligencia, haber peleado para que hubiese sido de otra forma? Quizá entonces pudiéramos sentirnos orgullosos, no de ser español, sino de hacer algo para mejorar nuestra convivencia, para hacer más habitable nuestro entorno.
En medio de nuestra apatía generalizada y culpable, uno no deja de alegrarse esperanzado cuando descubre iniciativas materialmente pequeñas pero inmensas simbólicamente. Este fin de semana he conocido la lucha de unos vecinos del barrio de Sant Gervasi en Barcelona por salvar la vida a un precioso árbol bicentenario de sonoro nombre de origen árabe: azufaifo. Este árbol estaba en el jardín trasero de una casa unifamiliar que ha sido demolida para construir algo más rentable (y sin duda más feo). Los vecinos se movilizaron iniciando una campaña para que el árbol (de muy alto valor botánico) siga ahí y que el solar se convierta en una placeta para el barrio (que anda escaso de espacios libres públicos). Cuenta esta batalla ciudadana en su blog Isabel Núñez, la mujer que ha puesto en pie esta acción comunal; recomiendo la lectura de esos posts que te hacen vivir los esfuerzos de varios meses, las preocupaciones y sinsabores, las alegrías y las decepciones … Lo están haciendo muy bien y, aun así, no pueden cantar victoria todavía. Me gustaría que tuvieran éxito y que el azufaifo sobreviviese porque, sin duda, esa es la mejor opción para mejorar la ciudad, para hacerla más habitable. Pero, sobre todo, me gustaría que tuvieran éxito por el significado que tendría, por el “precedente” (justamente por la misma razón por la que parece que los munícipes se resisten a concederles lo que reclaman).
Actuaciones como la de Isabel y sus vecinos deberían difundirse y servirnos a todos de ejemplo. Actuar así es recuperar la ciudadanía, es ejercer de ciudadanos despojándonos del papel de borregos que están empeñados en adjudicarnos nuestros gobernantes y que, tristemente, parecemos complacidos en adoptar. En su blog (no por casualidad llamado polis) Isabel se queja frecuentemente de lo mal que está Barcelona, de cómo se ha convertido en ese tablero de monopoly al que antes me refería. Y sin embargo, quienes no vivimos en Barcelona y conocemos otras realidades urbanísticas, no podemos sino envidiar esa ciudad. Comprendo que Isabel está rememorando su ciudad de hace veinte años; aun así, si Barcelona ha caído hasta donde ha caído, imagínense dónde están las que nunca llegaron tan alto. Pero, claro, mal de muchos … Acabo con lo que importa: actuemos en nuestro entorno inmediato, contribuyamos a recuperar el interés por lo público, dignifiquemos la política negándole nuestra complicidad abstencionista. En fin, odio el panfletarismo; pido perdón y hago el correspondiente propósito de enmienda.
Fotografía de Rafa Zaragoza, "robada" del blog de Isabel Núñez.
Tanta insistencia sobre orgullos patrióticos para lo que sirve (y no es moco de pavo) es para desviar la atención pública del verdadero ámbito de la política que habría de ser el de la toma de decisiones. (Hago un paréntesis para recordar la famosa cita de Samuel Jonson: el patriotismo es el último refugio de los miserables). Porque lo cierto es que los profesionales de la política no quieren ciudadanos sino borregos (por supuesto, estoy generalizando). Muchos de ellos, que ha hecho del ejercicio de la política su único (y rentable) modus vivendi, conciben la democracia como el sistema mediante el cual cada cuatro años una masa de electores “designa” a sus representantes, dándoles un cheque en blanco para que hagan (en su nombre) lo que crean conveniente hasta las próximas elecciones. Durante ese tiempo, quienes están en el poder hacen, efectivamente, lo que creen conveniente (con mejor o peor “buena fe”) y, tanto ellos como los que están en la oposición, dicen que hacen lo que creen conveniente para que en las siguientes elecciones mantengan o alcancen el poder. Ambos, gobierno y oposición, se cuidan muy mucho de que los temas objeto de “debate” sean muy de altos vuelos, muy de profundos discursos ideológicos (que en realidad son demagógicos), despreciando los asuntos que afectan e interesan a los ciudadanos. Ciertamente, ni al gobierno ni a la oposición le conviene que los ciudadanos se planteen exigir mayores opciones de participación en la toma de decisiones o, por ejemplo, mecanismos de control y consiguiente castigo a los mentirosos (que, en tanto nuestros representantes, están incumpliendo un acuerdo tácito).
Pero es muy cómodo y tranquilizador echar la culpa a los políticos y no mirarnos la viga en el ojo. Porque los políticos profesionales son como son porque les dejamos, porque “pasamos” de la política. Y no es que pasemos en los asuntos ideológicos de alta política, sino en los más implicados con nuestra vida cotidiana y los resultados son desastrosos. Pensemos en la política municipal. ¿Somos conscientes de la cantidad de cosas que decide un Ayuntamiento? Me atrevería a decir que bastante más de la mitad de lo que afecta a nuestro vivir habitual. Paso al tema al que me dedico: el urbanismo. Son asuntos propios del urbanismo la forma de nuestras ciudades: los tipos de edificaciones que se pueden construir (alturas, separación a las calles, composición estética), las dimensiones y características de las calles (carriles, aparcamientos, aceras, tipos de tráfico) así como de los espacios libres públicos (parques, jardines). Por supuesto, compete al urbanismo prever y garantizar la disposición de los equipamientos y servicios necesarios para cubrir las demandas de la población residente, de acuerdo con los estándares de calidad de vida que la sociedad va asumiendo. También es función del urbanismo regular los usos admisibles en cada parte de la ciudad así como establecer las condiciones que deben cumplir al implantarse para lograr un entorno habitable. Basten estos brochazos rápidos para que se entienda sobre lo que estoy hablando.
Pues bien, puede que yo sea un bicho raro pero que mi entorno urbano sea agradable y habitable me preocupa e interesa más que medirme el orgullo que siento por ser español. Estoy seguro de que cualquiera puede identificar varios ejemplos de su entorno próximo que, perteneciendo al ámbito disciplinar del urbanismo, le afectan cotidianamente. Y, sin embargo, ¿qué hacemos salvo quejarnos en el bar y poner a caldo al alcalde de turno? Lamentablemente, en la mayoría de los municipios españoles, nada o casi nada. Durante la década de los setenta (tanto en la agonía del franquismo como en la primera transición), las asociaciones de vecinos fueron las instancias desde las que se planteó la revolucionaria (entonces) reivindicación al derecho a la ciudad. Se quería que la ciudad fuera para sus habitantes y no un mero tablero de un juego (de monopoly, para ser precisos) consistente en que otros ganaran dinero a costa de aquéllos. Las dos mayores ciudades de este país, durante esa etapa, marcaron, cada una con su estilo, políticas decididas (siempre desde ayuntamientos de izquierdas) de recuperación de la ciudad, poniendo especial atención a los servicios públicos y a los equipamientos de escala local, de barrio. Conozco bien lo que ocurrió en Madrid y algo menos el caso de Barcelona; a remolque de ambas, fueron muchos otros municipios los que vivieron un florecimiento de la actividad urbanística con notable protagonismo de la participación vecinal. El urbanismo fue durante unos años lo que (legalmente) es: la actividad pública de hacer la ciudad desde y para los intereses públicos.
Evidentemente (no seamos ingenuos) la ciudad no dejó de ser nunca un tablero de monopoly, ni siquiera cuando los intereses públicos, reivindicados desde activas asociaciones ciudadanas, eran factores a tener en cuenta en el juego. Pero poco a poco, a la chita callando, esos factores se han ido arrinconando y hoy volvemos a ver el tablero desnudo y la ciudad (y el territorio) concebidos casi únicamente como soporte y objeto de la actividad económica. Esta transformación (retro-recuperación) del discurso urbanístico se ha ido produciendo, muy especialmente durante los noventa, desde varios frentes. Por supuesto, ha habido un sustentador ideológico que afecta a casi todo y que se ha venido en llamar la sacralización liberal del mercado. A su amparo, hemos asistido a rollitos académicos sobre planes estratégicos, la competitividad de las ciudades, etc … traducidos en actuaciones megalomaníacas de infraestructuras y equipamientos “de marca” para “colocar” a la respectiva ciudad en el “mercado globalizado”. En fin, no voy a enrollarme demasiado sobre esto, aunque es un tema que debo trabajar con vistas a un curso en el que me han pringado.
Digamos como resumen que, actualmente, la mayoría de los políticos municipales conciben sus ciudades principalmente como la más importante materia prima con que cuentan para generar actividad económica. No es el espacio para vivir, sino el espacio para generar economía. Muchos de estos munícipes creen de buena fe que ese es el único camino que tienen y que su función para propiciar el bienestar de sus conciudadanos es orientar sus políticas de gobierno a facilitar el desenvolvimiento de las empresas inmobiliarias (algunos, lo crean o no de buena de fe, aprovechan para meter la mano). En este marco, el urbanismo se traduce en planes que no son sino meras “reglas de juego”, poco ambiciosas en cuanto a intentar recuperar plusvalías para la comunidad. Pero, sobre todo, los planes renuncian casi siempre a “diseñar” el espacio urbano, a resolver cuidadosa y detalladamente las necesidades, a mejorar la habitabilidad de las ciudades.
Es sintomático que, por más que la participación pública es un requisito que todas las leyes autonómicas exigen en la tramitación de los planes, ésta cada vez ha ido convirtiéndose más en un trámite vacío, con la complacencia de los políticos y, obviamente, de los operadores inmobiliarios. Los ciudadanos, los residentes, sea por aburrimiento, desmoralización o qué sé yo, han ido apartándose del urbanismo, dejando con su abstención en manos de los intereses económicos la toma de decisiones. Se ha llegado al punto de que nos cuesta entender que alguien se esfuerce por algo cuya consecución no le reporta beneficios económicos. La ciudad, la polis, ha dejado con nuestro permiso de ser el espacio de lo público y ese es un primer paso para que deje de ser el espacio de la libertad.
Nos gusta demasiado echar la culpa a los políticos, pero los políticos que tenemos son los que nos merecemos desde nuestro individualismo egoísta y, sobre todo, estúpido. Porque hay que ser estúpidamente miope para no darnos cuenta de que con estas renuncias comodonas a ejercer nuestro derecho a que se nos tenga en cuenta estamos cavando nuestra propia tumba, salvo que nos dediquemos al negocio inmobiliario y tengamos ya elegidos los próximos destinos a saquear una vez quemados los nuestros (ya está ocurriendo). Tendríamos que ser capaces de movilizarnos por las pequeñas cosas de nuestros barrios, defender nuestro derecho a un entorno habitable y, para ello, a que se construya contando con nosotros. Piense cada uno en el ejemplo que tenga más cercano y respecto al que no ha hecho nada. ¿Acaso no habría merecido la pena juntarse con otros vecinos y, con constancia e inteligencia, haber peleado para que hubiese sido de otra forma? Quizá entonces pudiéramos sentirnos orgullosos, no de ser español, sino de hacer algo para mejorar nuestra convivencia, para hacer más habitable nuestro entorno.
En medio de nuestra apatía generalizada y culpable, uno no deja de alegrarse esperanzado cuando descubre iniciativas materialmente pequeñas pero inmensas simbólicamente. Este fin de semana he conocido la lucha de unos vecinos del barrio de Sant Gervasi en Barcelona por salvar la vida a un precioso árbol bicentenario de sonoro nombre de origen árabe: azufaifo. Este árbol estaba en el jardín trasero de una casa unifamiliar que ha sido demolida para construir algo más rentable (y sin duda más feo). Los vecinos se movilizaron iniciando una campaña para que el árbol (de muy alto valor botánico) siga ahí y que el solar se convierta en una placeta para el barrio (que anda escaso de espacios libres públicos). Cuenta esta batalla ciudadana en su blog Isabel Núñez, la mujer que ha puesto en pie esta acción comunal; recomiendo la lectura de esos posts que te hacen vivir los esfuerzos de varios meses, las preocupaciones y sinsabores, las alegrías y las decepciones … Lo están haciendo muy bien y, aun así, no pueden cantar victoria todavía. Me gustaría que tuvieran éxito y que el azufaifo sobreviviese porque, sin duda, esa es la mejor opción para mejorar la ciudad, para hacerla más habitable. Pero, sobre todo, me gustaría que tuvieran éxito por el significado que tendría, por el “precedente” (justamente por la misma razón por la que parece que los munícipes se resisten a concederles lo que reclaman).
Actuaciones como la de Isabel y sus vecinos deberían difundirse y servirnos a todos de ejemplo. Actuar así es recuperar la ciudadanía, es ejercer de ciudadanos despojándonos del papel de borregos que están empeñados en adjudicarnos nuestros gobernantes y que, tristemente, parecemos complacidos en adoptar. En su blog (no por casualidad llamado polis) Isabel se queja frecuentemente de lo mal que está Barcelona, de cómo se ha convertido en ese tablero de monopoly al que antes me refería. Y sin embargo, quienes no vivimos en Barcelona y conocemos otras realidades urbanísticas, no podemos sino envidiar esa ciudad. Comprendo que Isabel está rememorando su ciudad de hace veinte años; aun así, si Barcelona ha caído hasta donde ha caído, imagínense dónde están las que nunca llegaron tan alto. Pero, claro, mal de muchos … Acabo con lo que importa: actuemos en nuestro entorno inmediato, contribuyamos a recuperar el interés por lo público, dignifiquemos la política negándole nuestra complicidad abstencionista. En fin, odio el panfletarismo; pido perdón y hago el correspondiente propósito de enmienda.
Fotografía de Rafa Zaragoza, "robada" del blog de Isabel Núñez.
CATEGORÍA: Política y Sociedad
Gracias por recoger aquí la historia del azufaifo y por tus palabras. Me gusta mucho la cita de Samuel Johnson. Me parece muy afín: en este momento, a mí me importa la ciudad, la polis, cómo vivir en ella, intentar evitar esa degradación a beneficio del mercado inmobiliario y en perjuicio de nuestra vida cotidiana, del entorno y del paisaje, los problemas identitarios me parecen vacuos al lado de eso. Y en cuanto a la pasividad y la cultura democrática, esa es la clave. Utilizar los derechos y recursos que tenemos! Como hacen en el resto del mundo.
ResponderEliminarLa foto del azufaifo es de Rafa Zaragoza, si no me equivoco...
ResponderEliminarIsabel: no hay de qué. Me alegra coincidir contigo. Y la fotografía ... sí, es la de Rafa zaragoza que he "robado" de tu blog. Omisión ya subsanada en el cuerpo del post. Mis disculpas.
ResponderEliminarSe me está ocurriendo que la salida de los políticos será trasplantar el árbol a algún sitio que a ellos no moleste para sus intereses.
ResponderEliminarEs uno de los azufaifos más bonitos que he visto.
ResponderEliminarEspero que los vecinos logren su propósito.
Besos