Habla Gabriela al otro lado del espejo
Cuando crucé, me vi en una sala de blanca inmensidad. Seis planos diédricos, superficies níveas brillantemente pulidas, cada una cruelmente sujeta por cuatro líneas aceradas, aristas en las que el blanco planar se intensificaba en luz hiriente. Miré en mi derredor y nada vi, salvo el color blanco de la nada. El aire que no había empezó a remolinearme en una espiral cónica cuyo eje horadaba mi médula. Fui girada sobre mí misma rindiendo los ojos al estupor de la desorientación. Ya no había espejo y enseguida no supe qué eran paredes, qué suelo y qué techo. Las aristas de luz vibraban y se tornaban curvas, desgarrándose de los planos que ataban. Y así, líneas, planos y espacio escapaban de la geometría rígida y me envolvían transfigurándome. Yo era el espacio que me contenía y entonces empecé a escuchar los cantos.
Eran millones de voces superpuestas en los miles de idiomas de los muertos. Pese al guirigay de sonidos mi alma se mecía tranquila entre ellos, identificándolos en el no tiempo y uno a uno sintiéndolos. Paseaba oyendo, oliendo, tocando y viendo las voces con sus caras y aromas, sus brumas de sueños. Me enredaba y desenredaba en múltiples recuerdos y así, acento tras acento, oí el áspero rasgueo de la sílabas osetias que refrescaron mi cara con los aires del Cáucaso. Saludé a un hombre joven, de ojos azules profundos y tristes, cuya mirada evocaba una larga estirpe desde los sanguinarios escitas. Supe enseguida que él había de ser quien me confesara el secreto, quien me recordara lo que el ángel ocultó al sellarme los labios. Entonces, callaron todas las voces, se detuvo el revoloteo incesante.
Quise acercarme al joven escita pero estalló en añicos acristalados el silencio inaudito. De pronto estaba sola en una nave hipóstila reverberada con ecos sordos. Los aleteos de un ave a mi espalda me alertaron; una gran rapaz en rápido vuelo pasó sobre mí, dejando caer dos largas plumas. Asiéndolas, deje que me arrastraran tras ella y sentí mi cuerpo, vestido con túnica blanca, convertirse en móvil aéreo entre columnas de mármol. Volaba y volaba y volaba, jaleada por los murmullos sordos e ininteligibles, hasta que el espacio se abrió a un cielo infinito y callaron los rumores y apareció el color y la música, plena de notas mojadas.
Estaba en un prado, una inmensa llanura de yerba verde, una alfombra húmeda, mullida en la que mis pies descalzos se hundían. El ave había desaparecido; también las plumas. Ante mi, sólo verde y azul en dos bandas horizontales, límpidas, que dividían mi panorama. Empecé a andar sin referencias, dejando que esa música absoluta me guiase. Anduve un tiempo que se me hacía eterno, por más que supiese que no transcurría. Sin embargo, sentía en mi cuerpo la retrospección orgánica. Caminaba con la mirada alineada en el horizonte mientras mis células deshacían hacia atrás su desarrollo y así fui joven, niña, embrión y me descubrí luego una anciana, una mujer madura, otra joven, otra niña, otro embrión y de nuevo anciana, mujer, niña, embrión y así una y otra vez, cada vez más rápido, mientras el paisaje mutaba y, despacio, se iba salpicando de detalles, desperezando sus topografías la llanura, estarciéndose de nubes el cielo. No sé cuantas generaciones había recorrido, ni sé siquiera si fueron todas en una misma dimensión vital, cuando divisé a lo lejos los primeros arbolillos de un bosque otoñal. Para entonces, la melodía transitaba en arpegios cada vez más sombríos como iban tornándose los colores del prado y del cielo. El azul se oscurecía y nubes deshilachadas aparecieron como latigazos caprichosos. Aceleré mis pasos.
Llegué al bosque cuando la luz del aire se había tornado del color del fuego. Me di cuenta, sin apenas asombro, de que mis pies flotaban sobre un mar de hojas secas y de que la materia de mi cuerpo se hallaba en un estado a medio camino entre lo sólido y lo gaseoso. Era una especie de ectoplasma gelatinoso, de apariencia cambiante. Mi rostro (sí, podía vérmelo) eran mil rostros en etéreas superposiciones sucesivas y mi piel vibraba dibujando fractales en el aura. El bosque era un hayedo, muy igual y también muy distinto de aquél en el que me revelaste tu secreto. Las hojas infinitas teñían con todos los colores del otoño acordes de violines largamente sostenidos. Llegada al centro del bosque, la ansiedad me atenazó. De pronto la música había cesado, el aire se aquietó pesado, la sinfonía vegetal se atenuó hacia un gris rojizo. Los troncos desnudos se llenaron de ojos que me miraban. Son los ojos azules del joven escita que se multiplican y empiezan a sangrar fluidos negros que, resinas viscosas, resbalan por las cortezas de las hayas y corren formando ríos radiales hacia mí, haciendo un charco negro de líquido denso y frío en el que me hundo; aunque no sé si soy yo la que caigo por el sumidero oscuro o, por el contrario, es esa sustancia la que se convierte en columna mercuriana y me penetra por la vagina, invadiéndome, llenándome. Y entonces, justo cuando estoy a punto de sentir en el paladar el sabor acre del miedo líquido, oí tu voz gritando mi nombre.
Cada sílaba de mi nombre por tu voz multiplicada se hizo un eslabón de una cadena de terciopelo y esa cadena se enroscó con cien vueltas alrededor de mi cuerpo para de golpe, como si fuera jalada por una voluntad omnipotente, alzarme por encima de los árboles y catapultarme vertiginosamente hacia los espacios celestes. Volé otra vez, pero ahora sin rapaz que me guiara ni plumas en las manos, y no había columnas a mis flancos. Cruzaba un cielo casi negro y casi mudo y, a pesar de ser una ráfaga apresurada, percibía que de mi cuerpo iba cayendo el negro miedo líquido, igual que el agua de una esponja. A medida que la ansiedad me abandonaba, el cielo iba adquiriendo color y el aire dejándome oír su tenue música. Ya me sentía totalmente liviana cuando apareció un sol inaugural en el firmamento rojo y justo delante, enfrentado a mi mirada, este castillo en el que estamos. De pronto mi vuelo era el flotar de una pelusa, una suave caída hacia los matorrales al pie de las murallas. Me enderecé y atravesé el pórtico de piedra y aquí, en este patio central, tú me esperabas sonriendo. Y ahora dime tú, amor mío, ¿cómo has llegado?
Notas: La primera foto es de Gregory Colbert, la segunda de Magnus Lindqvist y las tercera y cuarta de Martín Gallego. Como es obvio, el post es una excusa para colgar estas fotos (clikar sobre cada una para verla en grande).
Eran millones de voces superpuestas en los miles de idiomas de los muertos. Pese al guirigay de sonidos mi alma se mecía tranquila entre ellos, identificándolos en el no tiempo y uno a uno sintiéndolos. Paseaba oyendo, oliendo, tocando y viendo las voces con sus caras y aromas, sus brumas de sueños. Me enredaba y desenredaba en múltiples recuerdos y así, acento tras acento, oí el áspero rasgueo de la sílabas osetias que refrescaron mi cara con los aires del Cáucaso. Saludé a un hombre joven, de ojos azules profundos y tristes, cuya mirada evocaba una larga estirpe desde los sanguinarios escitas. Supe enseguida que él había de ser quien me confesara el secreto, quien me recordara lo que el ángel ocultó al sellarme los labios. Entonces, callaron todas las voces, se detuvo el revoloteo incesante.
Quise acercarme al joven escita pero estalló en añicos acristalados el silencio inaudito. De pronto estaba sola en una nave hipóstila reverberada con ecos sordos. Los aleteos de un ave a mi espalda me alertaron; una gran rapaz en rápido vuelo pasó sobre mí, dejando caer dos largas plumas. Asiéndolas, deje que me arrastraran tras ella y sentí mi cuerpo, vestido con túnica blanca, convertirse en móvil aéreo entre columnas de mármol. Volaba y volaba y volaba, jaleada por los murmullos sordos e ininteligibles, hasta que el espacio se abrió a un cielo infinito y callaron los rumores y apareció el color y la música, plena de notas mojadas.
Estaba en un prado, una inmensa llanura de yerba verde, una alfombra húmeda, mullida en la que mis pies descalzos se hundían. El ave había desaparecido; también las plumas. Ante mi, sólo verde y azul en dos bandas horizontales, límpidas, que dividían mi panorama. Empecé a andar sin referencias, dejando que esa música absoluta me guiase. Anduve un tiempo que se me hacía eterno, por más que supiese que no transcurría. Sin embargo, sentía en mi cuerpo la retrospección orgánica. Caminaba con la mirada alineada en el horizonte mientras mis células deshacían hacia atrás su desarrollo y así fui joven, niña, embrión y me descubrí luego una anciana, una mujer madura, otra joven, otra niña, otro embrión y de nuevo anciana, mujer, niña, embrión y así una y otra vez, cada vez más rápido, mientras el paisaje mutaba y, despacio, se iba salpicando de detalles, desperezando sus topografías la llanura, estarciéndose de nubes el cielo. No sé cuantas generaciones había recorrido, ni sé siquiera si fueron todas en una misma dimensión vital, cuando divisé a lo lejos los primeros arbolillos de un bosque otoñal. Para entonces, la melodía transitaba en arpegios cada vez más sombríos como iban tornándose los colores del prado y del cielo. El azul se oscurecía y nubes deshilachadas aparecieron como latigazos caprichosos. Aceleré mis pasos.
Llegué al bosque cuando la luz del aire se había tornado del color del fuego. Me di cuenta, sin apenas asombro, de que mis pies flotaban sobre un mar de hojas secas y de que la materia de mi cuerpo se hallaba en un estado a medio camino entre lo sólido y lo gaseoso. Era una especie de ectoplasma gelatinoso, de apariencia cambiante. Mi rostro (sí, podía vérmelo) eran mil rostros en etéreas superposiciones sucesivas y mi piel vibraba dibujando fractales en el aura. El bosque era un hayedo, muy igual y también muy distinto de aquél en el que me revelaste tu secreto. Las hojas infinitas teñían con todos los colores del otoño acordes de violines largamente sostenidos. Llegada al centro del bosque, la ansiedad me atenazó. De pronto la música había cesado, el aire se aquietó pesado, la sinfonía vegetal se atenuó hacia un gris rojizo. Los troncos desnudos se llenaron de ojos que me miraban. Son los ojos azules del joven escita que se multiplican y empiezan a sangrar fluidos negros que, resinas viscosas, resbalan por las cortezas de las hayas y corren formando ríos radiales hacia mí, haciendo un charco negro de líquido denso y frío en el que me hundo; aunque no sé si soy yo la que caigo por el sumidero oscuro o, por el contrario, es esa sustancia la que se convierte en columna mercuriana y me penetra por la vagina, invadiéndome, llenándome. Y entonces, justo cuando estoy a punto de sentir en el paladar el sabor acre del miedo líquido, oí tu voz gritando mi nombre.
Cada sílaba de mi nombre por tu voz multiplicada se hizo un eslabón de una cadena de terciopelo y esa cadena se enroscó con cien vueltas alrededor de mi cuerpo para de golpe, como si fuera jalada por una voluntad omnipotente, alzarme por encima de los árboles y catapultarme vertiginosamente hacia los espacios celestes. Volé otra vez, pero ahora sin rapaz que me guiara ni plumas en las manos, y no había columnas a mis flancos. Cruzaba un cielo casi negro y casi mudo y, a pesar de ser una ráfaga apresurada, percibía que de mi cuerpo iba cayendo el negro miedo líquido, igual que el agua de una esponja. A medida que la ansiedad me abandonaba, el cielo iba adquiriendo color y el aire dejándome oír su tenue música. Ya me sentía totalmente liviana cuando apareció un sol inaugural en el firmamento rojo y justo delante, enfrentado a mi mirada, este castillo en el que estamos. De pronto mi vuelo era el flotar de una pelusa, una suave caída hacia los matorrales al pie de las murallas. Me enderecé y atravesé el pórtico de piedra y aquí, en este patio central, tú me esperabas sonriendo. Y ahora dime tú, amor mío, ¿cómo has llegado?
Notas: La primera foto es de Gregory Colbert, la segunda de Magnus Lindqvist y las tercera y cuarta de Martín Gallego. Como es obvio, el post es una excusa para colgar estas fotos (clikar sobre cada una para verla en grande).
CATEGORÍA: Ficciones
Tan acertadas han sido tus palabras que llegué al final del primer párrafo sumamente mareada. Volé en los dos siguientes. Me recosté en el prado. Me quemé en el bosque. Floté en el cielo. Y al terminar el viaje me incorporé diciéndome: ¿Como he llegado?
ResponderEliminarPero si estoy en la cocina...!
Precioso el texto y muy buenas las fotos.
Besos
Si tu texto puede hacer esto con zafferano qué no haría el espejo con nosotros.
ResponderEliminarYo quiero un espejo
ResponderEliminary un vuelo
y escuchar las voces
y los mármoles
y regresar a niña - anciana
y el secreto oculto
y las llanuras interminables
y una cadena de terciopelo
y alguien al otro lado
y esa voz llamándome
(Soy una forofa de sus capítulos necrosómnicos, creo sinceramente que debería escribir un libro)
Un beso
Muy bueno el post, y excelentes las fotos ... no me gusto mucho lo de la columna mercuriana penetrandole la vagina ... a decir verdad me impresiono un poco ... :S
ResponderEliminarbesos ...
el anonimo soy yo ... sorry...
ResponderEliminar:)
Las imágenes son preciosas, pero la manera de hilar una historia tan onírica y sugerente a través de ellas, me ha fascinado. Admirable imaginación.
ResponderEliminarPobres muertos, después de esto, los vamos a dejar sin un mal sueño que llevarse a sus tumbas.
ResponderEliminarBesos
Tú no quieres dar la receta todavía para evitar que la gente intente prepararla a mansalva en Nochebuena... ¿verdad?
ResponderEliminarMe encantará estar pendiente de tu nueva sección del cambio climático. Me fastidian horrores los dogmas de fey y las intransigencias, y éste parece ser el que esté llamado a dominar nuestras vidas, con fanáticos incluidos. No puedo evitar comparar estos afloramientos de pensamiento con las fundaciones de Asimov. Por cierto, debería releerlas de una vez.
Feliz Navidad.
Besazos.
Acaban de confirmarlo. Es navidad. Así que santas pascuas y aleluya.
ResponderEliminarFeliz trinidad y buen próspero!
Y todo todo mi cariño!