Sala de espera del dentista, mujer de mediana edad en su papel de maruja enterada. No para de hablar la señora, muy segura de lo que dice, para distraer a los pacientes que esperan la entrada al gabinete de torturas bucales. El tema, los políticos locales; más precisamente, las chorizadas de los políticos locales. Por ejemplo, dice que, cuando se retiraron los adoquines "históricos" de una calle lagunera, éstos fueron apropiados por un conocido cargo público para adoquinar la terraza de su jardín. Los pacientes asienten, claro, ya se sabe, para eso están, para aprovecharse. Y usted cómo lo sabe, pregunta uno. Uuuy, mi niño, de muy buena fuente, te aseguro que es cierto, pero se dice el pecado y se calla el pecador. Y tan pecador porque la calumnia es un pecado, piensa el imprudente preguntón, que conoce al político aludido y su casa, un piso en Santa Cruz, sin terraza ni jardín. La doña repasa a algunos más, sin preferencias partidistas. Así su auditorio se entera de la existencia de un hijo ilegítimo de un parlamentario regional, de la finca que se agenció un concejal del sur de la Isla a cambio de favores recalificadores y de alguna que otra perla por el estilo.
Sorprende la aquiescencia de todos los oyentes. Los únicos comentarios son confirmatorios del tipo "sí, algo de eso ya sabía" o "es que son todos unos desvergonzados". Acallado el que se atrevió a preguntar, a nadie parece importarle un ápice la fiabilidad de lo que cuenta la mujer. "Calumnia, que algo queda", dice el refranero, y también "cuando el río suena, agua lleva" o "piensa mal y acertarás". Supongo que estas frases hechas deben bastar a la mayoría para sustentar la "presunción de culpabilidad" de personas concretas, sin sentir ni la mínima brizna de pudor. Daban ganas de interrumpir a la deslenguada y decirle, con muy buena educación, por supuesto, que su marido, según uno sabía de muy buena fuente, tenía una aventura con su mejor amiga. O preguntarle, para no llegar tan lejos, que pensaría ella si supiera que en la sala de espera de algún otro dentista alguien estaba contando ese chisme.
La maledicencia, que al fin y al cabo no es sino una cara más de la envidia y mala leche tan hispánicas, goza de estupenda salud entre nosotros. Desde las consultas de los dentistas hasta la programación televisiva. Nos encanta saber que el otro, especialmente si ha descollado en cualquier aspecto, es un miserable y, consiguientemente, estas ganas de enfangarlo hacen que no tengamos ningún reparo en dar crédito a cualquier calumnia. Es más, resulta hasta de mala educación interrumpir al "informador" para pedirle cualquier mínima prueba de lo que está diciendo. Lo menos que puede ocurrir es que te diga, como la señora, que lo sabe de muy buena fuente; lo más que se ofenda porque estás insinuando que es un mentiroso. Esta complacencia cómplice tan española va produciendo una degradación ética insidiosa y una subversión surrealista de valores (no hay más que ver a esos "periodistas" de pacotilla que se autoproclaman defensores del derecho a la información). Pero también nos va embruteciendo mediante la anulación de cualquier atisbo de sentido crítico.
Imagino que el escaso sentido crítico de los españoles debe estar relacionado con el autoritarismo tan omnipresente en nuestra historia. Nos encantan los argumentos de autoridad y, de hecho, prestamos más atención a quién lo dice que a lo que dice. Y así nos va, como al idiota del cuento que en vez de mirar la luna, mira el dedo que la señala. Esta tendencia al borreguismo es por supuesto terreno fértil para los manipuladores, especialmente los políticos y los periodistas, con lo cual se refuerza el círculo vicioso de la estupidez nacional. Súmale nuestra mala leche envidiosa y resulta que no nos creemos más que lo que queremos creer de antemano y en vez de dialogar nos insultamos. Pero me estoy saliendo del tema.
Hace ya muchos años, estaba al inicio de la universidad, mi padre me pilló en una afirmación a la ligera con cierto matiz calumnioso. Tras demostrarme que lo que había dicho carecía de fundamento, concluyó con una de esas máximas paternas de vieja escuela que, aunque en ese momento desprecié (maldita adolescencia), he recordado después con frecuencia. No hables si no estás seguro y, además, piénsatelo dos veces si lo que dices se refiere a alguien. Si tal consejo fuera la norma muy distinta sería nuestra sociedad, desde luego.
Sorprende la aquiescencia de todos los oyentes. Los únicos comentarios son confirmatorios del tipo "sí, algo de eso ya sabía" o "es que son todos unos desvergonzados". Acallado el que se atrevió a preguntar, a nadie parece importarle un ápice la fiabilidad de lo que cuenta la mujer. "Calumnia, que algo queda", dice el refranero, y también "cuando el río suena, agua lleva" o "piensa mal y acertarás". Supongo que estas frases hechas deben bastar a la mayoría para sustentar la "presunción de culpabilidad" de personas concretas, sin sentir ni la mínima brizna de pudor. Daban ganas de interrumpir a la deslenguada y decirle, con muy buena educación, por supuesto, que su marido, según uno sabía de muy buena fuente, tenía una aventura con su mejor amiga. O preguntarle, para no llegar tan lejos, que pensaría ella si supiera que en la sala de espera de algún otro dentista alguien estaba contando ese chisme.
La maledicencia, que al fin y al cabo no es sino una cara más de la envidia y mala leche tan hispánicas, goza de estupenda salud entre nosotros. Desde las consultas de los dentistas hasta la programación televisiva. Nos encanta saber que el otro, especialmente si ha descollado en cualquier aspecto, es un miserable y, consiguientemente, estas ganas de enfangarlo hacen que no tengamos ningún reparo en dar crédito a cualquier calumnia. Es más, resulta hasta de mala educación interrumpir al "informador" para pedirle cualquier mínima prueba de lo que está diciendo. Lo menos que puede ocurrir es que te diga, como la señora, que lo sabe de muy buena fuente; lo más que se ofenda porque estás insinuando que es un mentiroso. Esta complacencia cómplice tan española va produciendo una degradación ética insidiosa y una subversión surrealista de valores (no hay más que ver a esos "periodistas" de pacotilla que se autoproclaman defensores del derecho a la información). Pero también nos va embruteciendo mediante la anulación de cualquier atisbo de sentido crítico.
Imagino que el escaso sentido crítico de los españoles debe estar relacionado con el autoritarismo tan omnipresente en nuestra historia. Nos encantan los argumentos de autoridad y, de hecho, prestamos más atención a quién lo dice que a lo que dice. Y así nos va, como al idiota del cuento que en vez de mirar la luna, mira el dedo que la señala. Esta tendencia al borreguismo es por supuesto terreno fértil para los manipuladores, especialmente los políticos y los periodistas, con lo cual se refuerza el círculo vicioso de la estupidez nacional. Súmale nuestra mala leche envidiosa y resulta que no nos creemos más que lo que queremos creer de antemano y en vez de dialogar nos insultamos. Pero me estoy saliendo del tema.
Hace ya muchos años, estaba al inicio de la universidad, mi padre me pilló en una afirmación a la ligera con cierto matiz calumnioso. Tras demostrarme que lo que había dicho carecía de fundamento, concluyó con una de esas máximas paternas de vieja escuela que, aunque en ese momento desprecié (maldita adolescencia), he recordado después con frecuencia. No hables si no estás seguro y, además, piénsatelo dos veces si lo que dices se refiere a alguien. Si tal consejo fuera la norma muy distinta sería nuestra sociedad, desde luego.
La canción quizá no sea la más adecuada al post (aunque no chirría demasiado), pero me trae recuerdos de mis trece-catorce años, incluyendo los crujidos de la aguja de mi pick-up de entonces. Cuando la oía todavía no había llegado Pinochet, pero ya faltaba muy poco.
CATEGORÍA: Política y Sociedad